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Especial 20º aniversario de EL VIAJERO

Ritmos de Nueva Orleans

Veinte años después de la primera portada de 'El Viajero', regresamos a la ciudad del legendario Misisipi, del jazz genuino de Bourbon Street y el Café du Monde

Un concierto en el local de jazz Preservation Hall, en Nueva Orleans.
Un concierto en el local de jazz Preservation Hall, en Nueva Orleans. Christian Heeb (AWL)
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Aterricé en el aeropuerto Louis Armstrong de Nueva Orleans sobre las once de la mañana de un caluroso día de agosto. Que el nombre del aeropuerto haga homenaje al celebérrimo músico de jazz y no a un gobernante sirve de aviso de que en esta ciudad se cree en el arte y en la vida. La primera sorpresa fue agradable, pues hay una tarifa plana de taxis que lleva al viajero desde el aeropuerto al centro por 36 dólares (algo más de 30 euros). Eso sí, el interior del coche ya era otra cosa: mugre por todos lados, roña y una sensación de frondosa suciedad que no se apartaría de mí durante toda mi estancia en la ciudad. Porque lo primero que sentí cuando me bajé del taxi, frente a mi hotel, fue un fuerte olor a podredumbre, a descomposición orgánica.

javier belloso

Me alojé en un hotel de categoría media-alta. La habitación que me dieron era espléndida. Unos 40 metros cuadrados de una decimoséptima planta. Pero pronto afloraron los inconvenientes: el aire acondicionado hacía el ruido de una hormigonera y la estancia estaba mal aislada del exterior, y pese a ser una planta alta, se colaban los ruidos eléctricos de los monstruosos ventiladores exteriores. Uno ha viajado ya mucho por Estados Unidos y sabe ver los costurones de este país y sabe que el silencio en una habitación de hotel en un downtown es imposible. Pero da igual todo: la luz de agosto iluminaba la habitación 1.709 con un rigor sobrenatural. Pensé en el vudú, pensé en la magia, pensé en la alcohólica voz del músico cuyo nombre prestigia un aeropuerto. Pensé en esa canción, en Summertime, sonando en el cielo voluptuoso de Nueva Orleans.

A pocos pasos de mi hotel me topé con la famosa Canal Street, que es la arteria principal y la que de alguna manera conforma el sentido urbanístico de la ciudad y por la que desfila el aclamado carnaval, el Mardi Gras, que suele celebrarse en febrero, y algún año en marzo, cosa que ocurrirá en 2019 (concretamente, el martes 5 de marzo). La calle Canal es una avenida ancha y larga, por cuyos costados se entra en el popular Barrio Francés, o French Quarter, centro neurálgico de Nueva Orleans y principal reclamo turístico. El olor nauseabundo se intensificó de forma arrolladora cuando enfilé la calle Bourbon, que es la más transitada y la que contiene más bares, restaurantes, sex shops y músicos callejeros por metro cuadrado de todo Estados Unidos. Las calles del Barrio Francés en agosto arden, hay un calor irrespirable, pero si entras en las tiendas o en los bares te hielas. El calor de Nueva Orleans me recordó al de La Habana o Managua, pero, a diferencia de estas, los aires acondicionados de los lugares públicos son de una potencia de frigorífico industrial. En eso Nueva Orleans deja bien claro que es territorio estadounidense. Es verdad que la ciudad fue francesa y española. Pero las cosas importan por su último dueño. Y el uso desgarrador del aire acondicionado es una exhibición de nacionalidad estadounidense impecable.

Noche en Bourbon Street, una de las calles más emblemáticas de Nueva Orleans.
Noche en Bourbon Street, una de las calles más emblemáticas de Nueva Orleans.John Coletti

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Meto mi sandalia en un charco de aguas residuales de la calle Bourbon y comprendo que vivir aquí es duro. La vida americana es siempre agotadora. Pienso que se me va a caer el pie de un momento a otro. Todo Estados Unidos es un ring de boxeo donde se lucha por la supervivencia. La herencia española y francesa de Nueva Orleans se convierte en una especie de ensoñación osmótica, de celebración de algo que ocurrió nadie sabe cuándo. Pero es verdad que Nueva Orleans te roba en un minuto el corazón. Tal vez sea la presencia de la desembocadura del Misisipi, la cercanía del golfo de México, las voces afroamericanas, el jazz, el olor o las moscas, o los mendigos innumerables. Porque moscas hay muchas. Nueva Orleans se salva de ser catalogada como ciudad pintoresca del Tercer Mundo, como tantas otras, porque tiene tras de sí el prestigio de la cultura estadounidense, donde la música negra consiguió superar el estigma de lo exótico y se transformó en leyenda universal.

Unas casas de arquitectura típica de la ciudad al sureste del Estado de Luisiana (Estados Unidos).
Unas casas de arquitectura típica de la ciudad al sureste del Estado de Luisiana (Estados Unidos).Jordan Banks (SIME)

El jazz y la ciudad son la misma cosa. La ciudad se llena de músicos callejeros y en cualquier bar hay conciertos en directo, en eso se parece mucho a Nashville. Todos los bares de cierta envergadura tienen su escenario y sus músicos. Haya público o no lo haya, ellos hacen su trabajo y son capaces de cantar y tocar sus instrumentos para una sola persona que ni siquiera está consumiendo una cerveza. Nadie te obliga a consumir nada. Entras en cualquier bar del Barrio Francés, escuchas la música en directo y luego te marchas. No son músicos profesionalizados, son músicos que se la juegan, lo hacen de verdad. No son un adorno del bar. Esa sensación de autenticidad es una de las grandes afirmaciones de la ciudad.

Los músicos negros son los protagonistas. Bailan, se contorsionan, sufren, gritan, chillan, se retuercen como serpientes y te ofrecen su negritud arrolladora. La calle Bourbon es rabia y pasión. Sales del bar, que estará a 18 grados, y te topas con los 30 grados de la calle, con una humedad sofocante y llena de olores. Pero todo acaba siendo una forma de belleza. Unos críos en la calle golpean cubos de pintura vacíos a modo de batería. Parecen estar en éxtasis. Lo hacen bien, sonidos tensos, agrios, parecen llevar dentro alguna verdad de hace cincuenta mil años.

Trompetas, clarinetes y saxófonos

El jazz en Nueva Orleans es una forma de plenitud, es como estar todo el día ebrio, colocado, ausente. Es como vivir en un paraíso a buen precio. Yo creo que eso sienten los nacidos allí: que el jazz es la manera más barata de la felicidad, está al alcance de cualquiera. Una vida relajada, una vida de placer. Yo creo que esa es la razón de que a la ciudad se la conozca también con el sobrenombre de The Big Easy. La relación que guarda con el jazz es la del placer y la alegría: las trompetas dibujan una exaltación de los sentidos, y el clarinete es sofisticación de los sentidos, y el saxofón es hondura de los sentidos, y la percusión es seguridad de que todo lo que percibes es real. El jazz en Nueva Orleans es alegría democrática. Da igual que seas pobre; con tal de que puedas escuchar, ya puedes gozar de la fiesta. Si hay jazz, la vida tiene sentido. Y eso es The Big Easy: todos los días son una fiesta.

El jazz nació aquí, a finales del siglo XIX. ¿Cómo surgió? Yo creo que viene del encontronazo del espíritu afroamericano con el calor subtropical y con el rumor vocálico de la lengua inglesa, algo así. Me dejo caer por la calle Peters y me doy de bruces con el Preservation Hall, uno de los clubes de jazz puro de la ciudad. Hay una larga cola de gente esperando para entrar. Y me acuerdo de que hace 20 años el escritor español Manuel de Lope hacía esa misma cola, y recuerdo su artículo publicado en la primera entrega de El Viajero, donde citaba este club como uno de sus favoritos. Luego me voy al Fritzel’s European Jazz. Y al Jazz Playhouse. La oferta de clubes es interminable en esta noche de calor que nubla mi alma.

Balcones en el Barrio Francés de Nueva Orleans, en Luisiana (EE UU).
Balcones en el Barrio Francés de Nueva Orleans, en Luisiana (EE UU).Jason Langley (AWL)

Ah, el atavismo, porque Nueva Orleans descansa sobre recuerdos de civilizaciones pasadas, sobre la esclavitud, sobre las herencias europeas y africanas, todo mezclado en esos tambores que tocan los chicos, medio desnudos, sudando. Los balcones abiertos de las casas de arquitectura colonial muestran grandes sofás que se calientan bajo el sol, con cojines de colores y plantas y flores en los enrejados, donde las celosías de las barandillas de hierro forjado acarician la mirada, o la perturban.

En medio de la calle Bourbon contemplo a una afroamericana con la tripa al aire, llena de extrañas cicatrices, que grita contra todo y se queja amargamente. Está colocada, muy colocada. La gente no le hace ni caso. Tampoco se entiende lo que dice. Es una salmodia llena de insultos. Veo una cadena de sex shops llamada Hustler, donde puedes comprar lencería sadomasoquista, consoladores y abundantes vídeos, muchos son vintage. Valen 13 dólares (11 euros). Hay un pack de 5 por 30 dólares (unos 26 euros). Son películas imposibles de encontrar en ningún sitio. Una septuagenaria se echa por encima lencería de cuero y se mira en el espejo. Corsés, medias, bragas. Su marido le sonríe. Alegra ver eso. Toco un par de consoladores, resultan confortables. La dependienta permanece indiferente, le da igual lo que hagan los clientes. Esa indiferencia que reina en los Hustler parece avanzar una época pos-sexual del mundo.

Un camarero en el célebre Café du Monde de Nueva Orleans.
Un camarero en el célebre Café du Monde de Nueva Orleans.Tyrone Turner (getty images)

Un café con leche

Mi imaginación espacial diseña un mapa de Nueva Orleans. Hay dos grandes núcleos: por una parte, la calle Bourbon y las calles colindantes; y, por otra, las inmediaciones del Café du Monde, en la calle Decatur, hasta Jackson Square y el racimo de calles que fueron españolas. Eso es el corazón de la ciudad, esos son los lugares en los que quieres estar. Si te alejas de ellos es para hacer un poco de turismo serio y ver museos como el de la Segunda Guerra Mundial, pero te alejas de la vida. Si no te tomas un cafe au lait con beignets en el Café du Monde no has estado en Nueva Orleans. Los beignets son exquisitos buñuelos franceses que se sirven con abundante azúcar glasé. Te los dan siempre recién hechos. Vale la pena venir a Nueva Orleans desde cualquier ciudad de Estados Unidos solo para poderte tomar un café con leche como Dios manda. Ni en Nueva York, ni en Chicago, ni en Atlanta, ni en L. A., en ninguna ciudad de Estados Unidos saben hacer un simple café con leche. No lo entienden, jamás lo entenderán. Por eso, en el Café du Monde me siento resucitar, por fin me tomo un café con leche de verdad. No un litro de leche hirviendo con un dedo de café en un deprimente vaso de plástico.

El Café du Monde está siempre lleno, vayas a la hora que vayas. Es un espectáculo de camareros afroamericanos y orientales. Tienen unas sillas para ellos. Sirven un rato y otro rato descansan en esas sillas, y entonces aparentan ser clientes. De repente, me parecen mucho más interesantes los camareros que toda Nueva Orleans. Están desfallecidos por el calor y por el trabajo. La camarera que sirve mi mesa es una anciana. Va encorvada, con una joroba de un palmo, abre la boca y solo tiene un diente. Siento una mezcla de pena y aversión. Pobre mujer, pero veo sus uñas dejando mis beignets en la mesa y me digo: “Y ahora qué hago, me los como o no me los como”. El Café du Monde parece un McDonald’s. Se sirve todo en cadena. Nadie ha llegado tan lejos en el capitalismo a la hora de racionalizar un servicio rápido de comida como la franquicia de hamburguesas. De ahí que el Café du Monde le copie.

Al lado del Café du Monde está la orilla del Misisipi. Allí una empresa organiza un crucero con cena y espectáculo de jazz en un vapor llamado Natchez. El barco me gusta, pero el precio es de 83 dólares (72 euros). Si eliges lunch en vez de cena es más barato. Me quedo mirando a un señor que acaba de sacar seis entradas para esta noche. Se está fumando un puro y bebe ron en un vaso de plástico. En Nueva Orleans se fuma a lo grande, como en La Habana, y la oferta de tiendas que venden toda clase de puros es abundante. Hasta mocosos de 15 años desfilan por el Barrio Francés con su humeante puro en la boca y con un sombrero blanco en la cabeza.

Cartel luminoso de una tienda de souvenirs en la calle Canal de Nueva Orleans. 
Cartel luminoso de una tienda de souvenirs en la calle Canal de Nueva Orleans. Jason Langley (AWL)

Me acerco hasta el Museo Cabildo, pero está cerrado por reformas. El que está abierto es el museo del Estado de Luisiana. Entro y me asaltan un montón de vídeos que rememoran la tragedia del huracán Katrina, que asoló The Big Easy en agosto de 2005. El Atlántico entró en la ciudad y la anegó y la devoró y la destruyó. Hubo cientos de muertos. La ciudad está bajo el nivel del mar y los diques de contención se rompieron. Me acerco al Museo del Jazz. Pagas una entrada que incluye tres museos. Así que hay que rentabilizar la inversión, pero no hay gran cosa en el Museo del Jazz, más allá de fotos históricas de músicos. Eso sí: las fotos valen la pena. Las fotos, como dijo Barthes, siempre hablan de lo mismo: hablan de los muertos.

Voy a cenar al restaurante GW Fins, en el Barrio Francés. Me dicen que no llevo pantalón largo, ni zapatos. Así que o vuelvo al hotel y me visto de hombre formal o aquí no me dejan entrar. Me voy al restaurante R’evolution, y el recepcionista negro me dice lo mismo. Contrasta que te pidan que vayas vestido de manera elegante en medio de un montón de calles donde la gente escasamente va vestida, donde la mendicidad es un escándalo desnudo. Jamás vi tanto mendigo en estado tan lamentable, a lo largo de mis viajes por este país, como en Nueva Orleans. Acabo cenando en un sitio que se llama Desire, en la calle Bienville. Está especializado en marisco. Pido un plato de pescado con langostinos, pez gato y ostras. Me lo traen todo metido en una gruesa capa de cemento armado a base de pan rallado y huevo. Y debajo del marisco hay dos enormes tajadas de pan. Le dan al noble langostino el mismo triste destino innoble que al pollo de la cadena KFC. Hay que estar loco para empanar una ostra, una originalidad de la famosa cocina criolla de Nueva Orleans, aunque ayer probé un pastel de cangrejo de río que me pareció excelente. También me pedí la jambalaya, la paella criolla, y me gustó, pese a que el picante era un poco exagerado.

El tranvía rojo es un clásico de Nueva Orleans. Una de sus rutas parte de la calle Canal.
El tranvía rojo es un clásico de Nueva Orleans. Una de sus rutas parte de la calle Canal.Jordan Banks (SIME)

El tranvía rojo

Me monto en el tranvía rojo, otra de las señas de identidad de The Big Easy. Quizás sea el tranvía más lento del mundo. Su lentitud es casi un estado filosófico del asombro: hasta la gente caminando llega antes que tú. Cuesta tres dólares el billete de día. Puedes cogerlo en Canal e irte hasta el French Marquet, que es un mercadillo interesante, donde encuentras pulseras, anillos, collares, carteras, cocodrilos, máscaras. Es un mercado para turistas, claro, que es lo que somos todos en este mundo. El tranvía tiene su encanto. Hay una parada que se llama Ursulines Station. Pasan a mi lado trenes madereros. Desde el tranvía ves partes del downtown que se han quedado en nada: solares abandonados, calles sin nadie, huecos urbanísticos, zonas muertas, fantasmales.

Pero donde hay fantasmas es en los reputados cementerios de la ciudad. Visito el de Lafayette. Las gigantescas raíces de los árboles rompen las tumbas y acarician lo que queda de los muertos. Tengo que ir al cementerio de San Luis para ver la tumba de Marie Laveau, la afroamericana que practicaba vudú, porque el vudú es la religión de esta ciudad. Le digo en voz alta a Marie Laveau delante de su tumba: “Anda, si tienes poderes, devuélveme al tiempo de la juventud, cuando el mundo solo era futuro y yo tenía 20 años”. Pensaba que no me iba a entender nadie, pero a mi lado hay una uruguaya que se echa a reír.

Me marcho de Nueva Orleans con el alma llena de ornatos. No sé si volveré. Si vuelvo, me gustaría hacerlo en febrero o marzo, para poder ver el Mardi Gras, que es el momento de oro de estas calles. No sé si volveré, vuelvo a pensar, pues muchas son las ciudades de la tierra y pocos, muy pocos, los años de una vida.

Manuel Vilas, poeta y escritor, es autor del libro de ensayo América (Círculo de Tiza) y de la novela Ordesa (Alfaguara).

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