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El jardín del samurái

En Kioto existen más de 200 jardines abiertos al público. Amplios y pequeños, húmedos y secos; con estanques o puentes; con piedra, cascadas o macizos de flores. Todos ellos testimonian el esplendor y la conjunción con la naturaleza de la antigua capital imperial japonesa

El rastro del honor de los 370 samuráis de Fushimi permanece en las manchas que ensombrecen el techo del templo budista de Hosen, a unos treinta kilómetros al norte de la antigua capital imperial, Kioto. Son restos de sangre tamizados por la pátina de 400 años de historia. Manchas que cuentan que, cuando perdió la batalla el señor (daimyo) de Fushimi, los samuráis (guardias) que sobrevivieron lavaron su falta de preparación para la victoria haciéndose el harakiri en el mismo castillo de su señor.

Los tablones de madera que conformaban el suelo del salón del castillo de Fushimi, donde los samuráis cumplieron con el ritual colectivo del seppuku (suicidio), fueron usados entonces en la construcción del pequeño templo de Hosen, abierto a uno de los jardines más bellos de Kioto. Un paraíso en miniatura que invita al recogimiento, la concentración y la reflexión, cualidades propias del samurái.

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Dicen los japoneses que los jardines no son para pasearlos, sino para contemplarlos desde el interior de uno mismo y desde el salón de té que se suele levantar en ellos. Dicen que son para que la calma penetre en lo más profundo del espíritu y le haga flotar por el minúsculo universo creado para su disfrute. Cuentan que son estampas del paraíso para delimitar el paisaje en el tiempo, y en especial para distinguir las cuatro estaciones del año.

Un enorme pino, tallado como un bonsái, domina el jardín en Hosen, y sus ramas se extienden caprichosas en un intento de representar las nubes. El césped y las flores simbolizan la tierra. Las piedras, que encarnan la divinidad, se combinan en grandes peñascos y redondeadas chinas traídas del mar, con las que se pretende mostrar la diversidad del mundo y de los dioses. Un macizo de recios bambúes deja vislumbrar el verde oscuro de las colinas cercanas y la bruma que desprenden las lejanas montañas. Anuncia el otoño el rojo intenso de un arce enano, y el sonido brota del agua que sale de una caña para caer en el hueco de una musgosa fuente de piedra.

En Kioto hay más de 200 jardines abiertos al público, amplios y pequeños, húmedos y secos. Los hay con estanques de caprichosas formas que con frecuencia representan en la imaginación del artista una grulla o una tortuga, símbolos de longevidad y felicidad; con puentes de madera o piedra; con farolillos y linternas. Unos destacan por su grava de granito blanca; otros, por sus cascadas de piedras, sus macizos de flores o la música de sus bambúes cuando los mece el viento. En esta bellísima ciudad (1,4 millones de habitantes), la Unesco ha seleccionado 13 templos budistas, tres santuarios sintoístas y un castillo que por su valor histórico han sido declarados patrimonio de la humanidad. Todos ellos están dotados de singulares jardines que testimonian el esplendor y la conjunción con la naturaleza de la antigua capital imperial (794-1600).

El arte de la jardinería escapó pronto de los dominios de la corte, que la importó de China, para adueñarse del interés de los poetas, pintores, nobles y guerreros que quisieron también reposar sus espíritus en lo que comenzó por llamarse jardines del paraíso. Esto hace que, además de los públicos, Kioto mantenga muchos jardines privados; algunos, auténticas perlas de la naturaleza en diminutos espacios. Los japoneses, profundamente animistas, siempre vieron en la confluencia de los ríos Kamo, Katsuura y Uji un lugar sagrado. En aquel entorno se estableció en el siglo IX uno de los primeros jardines de la nueva capital imperial, que dos siglos más tarde se incluiría en la villa que el emperador Shirakawa ordenó levantar para su recreo. Sin embargo, su espléndido jardín de hoy data del siglo XVI, época en que ya estaba bajo el cuidado de los sacerdotes sintoístas del cercano santuario de Jonangu. Su diseñador, como muchos artistas de su época fascinados por La historia de la princesa Genji -la primera novela de Japón (1007), de la escritora Murasaki Shikibu, que tuvo una importancia trascendental en el desarrollo de las artes del imperio del Sol Naciente-, se inspiró en el paraíso soñado de Genji para crear su jardín.

Es tal la perfección que, tan pronto como se entra en el salón de té, en el centro, se siente uno a bordo del barco de la vida desde el que se contempla la inmensidad del mar, según explica el monje Kanetsuki Yoshiyuki, de 59 años. Parece increíble que un espacio tan limitado consiga semejante amplitud con la simple combinación de piedras, agua y árboles. Para mayor deleite de la contemplación, el monje ofrece a la extranjera apenas un guiño de la tradicional ceremonia del té, un ritual que puede durar hasta cuatro horas y requiere una maestría de años.

Mientras prosigue la disquisición sobre la importancia del perfume de las plantas en la creación de los jardines, se percibe sobre el tatami (esterilla) el rasgueo del hábito de la joven novicia, que se desliza de rodillas para, tras una lenta reverencia, colocar frente a su maestro y los dos invitados un pequeño plato con un pastelillo y un cuenco de té. La infusión es de color jade y sabor ligeramente amargo, con cierto poder refrescante. Se obtiene al batir en el cuenco con una escobilla el té verde en polvo conocido como matcha. El dulce de canela que debe tomarse antes prepara el paladar para su denso sabor.

Situado al suroeste de la ciudad, el jardín de Jonangu, al igual que el del pequeño templo budista de Hosen y otros muchos de Kioto, se enmarca entre los llamados jardines de té, aparecidos en el periodo Momoyama (1573-1603) y que incluyen en su diseño un pabellón para esta bebida, alrededor de la cual se desarrolla la ceremonia del té, un rito popularizado entre los samuráis y las clases altas de Japón por los monjes del budismo zen. En ella se conjugan la luz exterior con la posición de los huéspedes, además de la armonía entre la pintura o caligrafía que decora el interior del salón y el diseño del jardín. Su objetivo es concentrarse en los sentidos, vivir el momento, sumergirse en el ritual sin atender a pensamientos mundanos.

Zen es una forma de budismo que se introdujo en Japón hacia el siglo XII procedente de China, país al que llegó desde su origen en India y en el que se empapó de pragmatismo. La filosofía zen se adaptó perfectamente a la idiosincrasia de los japoneses. Su búsqueda de la iluminación a través de las actividades diarias, el contacto con la naturaleza y la meditación, en lugar de la explotación del intelecto y la palabra, facilitó la expansión de esta mística, gobernada por la observación, el experimento, el análisis y la actuación.

El samurái encontró en el budismo zen la expresión de la espiritualidad de su estricto código de conducta (bushido) e hizo de su simplicidad, su austeridad y sus lentos rituales la vía del guerrero para obtener la perfección de la técnica, para asumir que "la vida del samurái reside en la muerte". Es casi el mismo principio que rige el arte zen, donde la maestría se logra cuando trasciende la técnica, brota el subconsciente y se transforma en "arte sin arte", cuya máxima expresión son los jardines secos.

Piedras aisladas o conjuntos de ellas sobre un lecho de grava en el que se trazan diseños geométricos que simbolizan el movimiento del agua. Islas en el mar. Recintos carentes de suntuosidad que invitan a la abstracción de los problemas cotidianos para concentrarse en la previsión de la estrategia. Representaciones del paisaje natural mediante la combinación monocromática de sus elementos de manera que inciten a la meditación. "Hay que saber morir en cada instante de la vida. Se vive el instante, el aquí y el ahora sumido en el eterno presente", dice el código de los samuráis, a cuyos templos se retiraban antes y después del fragor de la batalla.

Durante más de cuatro décadas, el ebanista jubilado Takatsugu Kajiyama, de 71 años, se dedicó a la restauración de templos y santuarios. "Al final de mi vida me gustan más los jardines secos", asegura este sintoísta -principal religión de Japón-, que, como muchos de sus conciudadanos, practica tanto el sintoísmo como el budismo sin que por ello piense que pone una vela a Dios y otra al diablo. "Para nosotros, la muerte no tiene las connotaciones negativas de Occidente. Significa que se ha completado el ciclo de la vida. La sequedad es la falta de agua, y sin ella no hay vida. Del agua nace la vida, y, cuando se va, queda el espíritu unido a la naturaleza. Por eso los jardines secos son más espirituales que los húmedos, y cuando percibes que el círculo de la vida está próximo a completarse, te sientes más cerca del árbol seco porque lo ha secado la maduración y la experiencia", afirma.

El más conocido de los jardines secos (kare sansui) es el del templo Ryoan, de 1473, símbolo de la simplicidad absoluta: 15 rocas en tres conjuntos de siete, cinco y tres, colocadas sobre un mar de grava rastrillada, y cuya única peculiaridad es que, sea cual sea el lugar que ocupes en sus escasos metros cuadrados, siempre hay una piedra que se escapa a la visión.

Nada más penetrar en Japón, el budismo zen quedó íntimamente unido a la vida del guerrero, precursor del samurái, que se identificó con los principios zen, en los que encontró importante apoyo tanto moral como filosófico. Moralmente, porque como religión no permite distracciones ni vueltas atrás una vez que se ha iniciado una acción, y filosóficamente, porque trata la vida y la muerte sin distinción.

Triunfaba por entonces el shogunato (1192-1867), una suerte de dictadura militar hereditaria en la que quien ejercía la autoridad no era el emperador, sino el jefe del ejército más poderoso (shogun). El shogun o caudillo, a su vez, se convertía en dueño de todas las tierras cultivables del país y las distribuía, a cambio de una renta y de lealtad, entre los daimyo, señores feudales, dueños del campesinado y protegidos por sus guardias. En el siglo XVI había 200 daimyo en Japón, y sus samuráis ya se habían convertido en una casta privilegiada de guerreros con maestría en artes marciales, que transmitían sus privilegios, conocimientos y código de conducta de padres a hijos, de maestros a discípulos.

La llamada restauración Meiji devolvió el mando al emperador, quien estableció un ejército unificado y moderno que se lanzó a la conquista de Asia. Casi 140 años después de que los privilegios de los samuráis fueran suprimidos (1871) y de que se obligase a sus daimyo a devolver las tierras al emperador -lo que dejó a muchos samuráis desamparados, empobrecidos y humillados, pues se les prohibió portar las espadas, símbolo de su dignidad-, Japón y Occidente viven un renacer de sus valores, como pusieron de manifiesto las películas de Edward Zwick El último samurái, con Tom Cruise; Zatoichi, de Takeshi Kitano, y Kill Bill, de Tarantino; las reediciones de novelas como El samurái, de Shusaku Endo, o los múltiples ensayos.

Para muchos japoneses, el primer ministro Junichiro Koizumi encarna, en su cruzada por luchar contra la corrupción dentro de su partido, la vuelta al bushido. El llamado "samurái solitario" tiene como virtudes la honradez, la austeridad, la franqueza y la lealtad a Japón, su shogun. Koizumi, que llevó en septiembre a una victoria histórica al Partido Liberal Democrático, a cuyos corruptos barones combate, se declara fascinado por Chushingura, una extraordinaria pieza de kabuki (teatro clásico) que narra la saga de un grupo de 47 samuráis que venga la muerte de su maestro. Chinos y coreanos, que sufrieron la ocupación japonesa, ven en este líder el renacer del nacionalismo nipón.

Más allá de la cuestión nacionalista, la cultura japonesa vive un momento de expansión en el que el culto a la jardinería desempeña un importante papel, y Kioto, su cuna cultural, se abre con un auge sin precedentes al turismo nacional y extranjero. Y para esquivar a los turistas, nada mejor que explorar los alrededores de la antigua capital. Como el camino a Ohara, en el noroeste, que no sólo ofrece un espléndido paisaje, salpicado de campos de arroz y casas con jardines de arquitectura tradicional, sino también un ramillete de templos, entre los que destaca, además de Hosen, Sanzen, famoso por la "sabia interpretación" que hacen los monjes del futuro que se describe en las adivinanzas tomadas al azar tras depositar una moneda de 100 yenes (0,75 euros).

La antigua capital imperial es la única ciudad del país donde, sin buscarlas, puedes encontrarte maikos (aprendices de geisha), perfectamente ataviadas, peinadas y empolvadas, cenando con empresarios en la terraza de algún restaurante de las orillas del Kamo, como en Ganko, una mansión del XIX, con un amplio jardín de los denominados "de paseo". Éstos, más recargados y con influencia europea, tienen fuentes, estanques y caminos empedrados que conducen a las salas de té. Es más fácil ver a las maikos cuando no lo esperas que en el barrio de las geishas, donde lo único que abunda son turistas, pese a lo cual conserva cierto encanto al haber mantenido su arquitectura tradicional. La calle principal de ese barrio sale precisamente de las puertas de uno de los cinco grandes templos zen de la ciudad. Los samuráis también gustaron de la compañía de estas mujeres, educadas durante décadas en las artes de la música, la danza y la poesía para deleite de los hombres.

En Kioto hay más de 2.000 santuarios y templos, cada uno con su jardín, que, en la mayoría, se compone de un sector húmedo y otro seco, lo que refleja la integración de las distintas creencias en el fluir de la filosofía japonesa. "La principal religión de Japón es el sintoísmo, profundamente marcado por los principios animistas en torno a los que se cohesionó la sociedad. Los animistas toman sus deidades de la naturaleza; por eso, la deidad que el budismo zen atribuye a la piedra fue aceptada con suma facilidad", afirma el monje Yoshinori Sogi, de 61 años, máximo responsable del santuario sintoísta de Goko, al sur de Kioto, fundado en el siglo VIII.

Sogi se enorgullece de pertenecer a una familia de religiosos desde hace 600 años y de educar a su primogénito para heredar la dirección del templo. El jardín de Goko, que tiene una parte seca, fue diseñado en 1600 por Korobi Enshu y destruido durante la II Guerra Mundial, pero fue reconstruido igual en 1961.

Los diseñadores de jardines tienen en Kioto más fama que los arquitectos. Algunos se han convertido en pilares de la historia de la ciudad, como Ogawa Jihei, séptima generación de diseñadores, desde que en 1895 se les encargó la creación del jardín Heian para conmemorar el 1.100º aniversario de la fundación de Kioto. Su familia es una de las más influyentes de la zona, y en ella destacan, además del diseñador, fotógrafos, pintores y arqueólogos.

Ogawa fue un innovador que flexibilizó las rígidas normas de los jardines japoneses para incluir la influencia europea. "La naturaleza es superior a la humanidad; si se respeta la naturaleza, se respeta la vida y a Dios, porque Dios no es otra cosa que la naturaleza. De ahí la necesidad de la integración y la cohabitación de la humanidad con ella", afirma Kazuo Honda, de 56 años, uno de los monjes del santuario. El oficio de jardinero también se traspasa de padres a hijos, y se tardan años en adquirir la maestría necesaria para "modelar la naturaleza de manera que la nueva forma parezca natural", comenta Yoshio Nakamura, de 60 años, hijo y padre de jardinero, mientras poda minuciosamente un pino. Nakamura trabaja en Ginkakuji, el mayor templo zen, que, fundado en 1482, combina los diversos estilos de jardines japoneses en sus praderas y colinas.

En Kioto, donde los jardines no se riegan porque la lluvia les abastece de agua, los jardineros suelen tener asignados, entre los árboles que se esculpen, unos ejemplares determinados, de manera que sea una sola persona la que poda, modela y cuida su obra. "Se trata de equilibrar el paisaje del jardín con las montañas y la naturaleza del entorno, para lo que se necesita sensibilidad y tiempo", señala Nakamura. La pasión por los jardines se vive también en las múltiples villas abiertas al visitante por sus propietarios o descendientes de quienes se dedicaron con paciencia y empeño a crearlos. Entre ellas destaca la que mandó construir en 1641 Jozan Ishikawa, un samurái que colgó sus dos sables para convertirse en maestro. Por el delicioso paseo que se denomina Camino de los Filósofos se encuentran varias de estas viviendas, como Murian y Hakushasonso, esta última adquirida por el pintor Kansetsu Hashimoto en 1913. Hashimoto dedicó 30 años a diseñar su propio jardín, para el que trajo piedras de todos los rincones de Japón, y en el que se advierte, al igual que en su pintura, la influencia china.

En realidad, el arte de la jardinería, como tantas manifestaciones culturales de Japón, procede de la vecina China. La fluidez de los contactos comerciales y diplomáticos entre las dos cortes imperiales, a partir del siglo VIII, facilitó esta influencia. Los primeros jardines aparecieron durante la capitalidad de Nara (710-794), dentro del palacio imperial, y tenían un diseño claramente paisajístico, con estanques e islas de lotos que representaban el concepto taoísta de la dualidad yin-yang (noche-día). Con el traslado de la capital a Kioto, la jardinería se convirtió en un arte propio, sujeto a las normas e influencias del devenir de Japón para convertirse en bandera de su civilización y en una de sus expresiones más exquisitas. Ahora que el mundo galopa atrapado en el vértigo de la globalización, los jardines japoneses representan más que nunca el descanso del guerrero.

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