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Escapadas

Dulce campiña provenzal

De Aviñón a Saint-Rémy pasando por Tarascón, Orange y otras villas encantadoras de la Francia rural del Sur

La abadía de Sénanque entre el mar de espliego.
La abadía de Sénanque entre el mar de espliego. Lili Graphie

Fue lugar de nacimiento de Nostradamus y lugar de reposo para Vincent van Gogh, pero Saint-Rémy se hizo popular cuando Carolina de Mónaco se trasladó allí tras quedarse viuda buscando la paz que no tenía en su palacio monegasco. Saint-Rémy es una villa del corazón de la Provenza, situada al pie del macizo de los Alpilles. Su privilegiada situación es perfecta para explorar distintos pueblos y ciudades provenzales. A 27 kilómetros está la fastuosa Aviñón, con su famoso puente sobre el Ródano, donde hay que visitar el palacio de los Papas, además del museo del Petit Palais y el de Calvet, en cuyo jardín pasean libremente los pavos reales. Para un alto en el camino recomendamos cualquiera de los cafés de la Place de l’Horloge o la exclusiva (y carísima) terraza del antiguo Hotel d’Europe.

Una calle de Saint-Rémy.
Una calle de Saint-Rémy.C. Moirenc

Aviñón es la entrada a la región de Vaucluse, cuajada de preciosos pueblecitos. A unos kilómetros de la ciudad está Tarascón, donde Alphonse Daudet situó al más célebre de sus personajes, el aventurero Tartarín. A la salida de la ciudad, el restaurante del hotel Les Mazets des Roches ofrece un menú por 21 euros. En un trayecto de media hora llegamos a Orange. Allí se encuentran dos de los restos romanos más interesantes de Francia: el arco del triunfo que conmemora las victorias de Julio César y su teatro, presidido por una soberbia estatua del emperador Augusto, donde se celebra en verano un festival de ópera y drama. Si se quiere reponer fuerzas tras el paseo por el casco antiguo, es muy agradable Au Salon de Charlotte, en la Place Clemenceau.

A 25 kilómetros de Orange se encuentra Carpentras, que conserva la sinagoga más antigua de Francia. Puede visitarse la catedral y los restos de la antigua muralla, y llevarse un recuerdo dulce en la pastelería familiar Jovaud, en la Rue de l’Évêché: sus merengues duros son conocidos en toda la ciudad.

Nacimiento del Sorgue

JAVIER BELLOSO

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La siguiente parada es Fontaine-de-Vaucluse, que parece sacado de un cuento de hadas. Las aguas transparentes de su río —el Sorgue, que nace allí— están bordeadas de restaurantes que sirven comida sencilla con la música de fondo del agua que remueven las norias. No es de extrañar que Petrarca, que pasó en Fontaine-de-Vaucluse 16 años, encontrase inspiración para sus poemas a Laura. La casa en la que vivió se conserva como museo. También merece la pena visitar la fábrica de papel, en activo desde el siglo XV.

A solo unos kilómetros está Gordes, un pueblo medieval construido en el promontorio de una montaña. El paseo por sus estrechas callejas es una aventura para aquellos que no llevan un calzado adecuado. Los edificios están muy bien conservados y hay bonitas tiendas de artesanía y recuerdos, así como muchos pequeños restaurantes, pastelerías y cafés. Si quiere darse un lujo, escoja el lounge de La Bastide de Gordes, un suntuoso hotel con increíbles vistas al valle. Desde Gordes se pueden visitar dos lugares de interés, el Village des Bories</CF> —un conjunto de viviendas hechas de roca caliza que datan de la edad de bronce— y la abadía de Sénanque, rodeada del llamado mar de espliego, que ofrece un espectáculo único cuando está en floración (entre junio y julio) y la abadía parece flotar en el color azul. Eso sí, elija bien la época: avanzado el verano, las flores de espliego se agostan y quien viaja en busca del hermoso campo azul de Sénanque puede sentirse vagamente decepcionado.

Cartel de un 'bed & breakfast' en Vaucluse.
Cartel de un 'bed & breakfast' en Vaucluse.D. Tomlinson

De vuelta al centro de operaciones, descubrimos en Saint-Rémy el mejor lugar para el descanso. La ciudad es un tributo a la buena vida. Sus pastelerías, tiendas de ultramarinos, enotecas y queserías son una tentación. En la heladería Un Été à Saint-Rémy sirven helados de rosa, de lavanda, de violeta, de jazmín o de verbena. La boulangerie de la calle Lafayette prepara croissants de mantequilla o el pompe al’huile, una especie de bollo esponjoso y cubierto de azúcar. Y si es un placer instalarse en algún bar au vin (es estupendo 21 Chai, en el Boulevard Victor Hugo) para disfrutar de los vinos por copa y un surtido de quesos, los gourmands pueden elegir entre muchos buenos restaurantes. Los mejores (y también los más caros) son La Maison Jaune, en la Rue Carnot, y Mas de l’Amarine, en la Ancienne Voie Aurélia. Si se busca algo más sencillo, una apuesta segura es L’Aile ou la Cuisse, en la Rue de la Commune, que tiene un menú por 24 euros.

Guía

Para los que están a régimen, en Saint-Rémy hay cosas que ver. Los dos museos —el etnográfico de los Alpilles y el Estrine— merecen la pena por los singulares edificios que los albergan. Más curioso es el Museo des Arômes, un homenaje a la ciencia del perfume. Desde el centro, y en una caminata de 20 minutos, se llega a Glanum, con sus restos romanos —el arco de triunfo es impresionante— y el hospital de Saint-Paul, donde hizo Van Gogh una cura de reposo. Allí se conserva la habitación enrejada en la que dormía, con vistas a los olivos y a los campos de hierbas aromáticas, y puede hacerse un recorrido que señala los enclaves en los que pintó algunos de sus cuadros más famosos. Pero el gran placer de Saint-Rémy está en el callejeo por sus calles primorosamente conservadas y rodeadas de edificios del XVIII y el XIX. Hay fuentes en cada esquina, y en todas las plazas se abren alegres terrazas. Antes de irse hay que hacerse la foto de rigor frente a la sombría casa de Nostradamus, en la Rue Hoche, donde una discreta placa recuerda al astrónomo y profeta.

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