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VIAJEROS URBANOS

La Irlanda de los acantilados, en miniatura

Vuelos en avioneta sobre la costa oeste y las islas Aran desde Galway

Los acantilados de Moher, desde la ventanilla de la avioneta.
Los acantilados de Moher, desde la ventanilla de la avioneta.Laura García Rojas

La hélice recorta la panorámica que se asoma por la ventanilla. Por un momento, el giro enloquecido de las láminas de metal se interpone en la visión de los famosos acantilados de Moher. Desde aquí arriba, su caída libre no produce vértigo sino fascinación, porque se aprecian todavía mejor las dentelladas inmisericordes que da el Atlántico a la tierra verde. Durante millones de años, el mar y el viento impenitente han modelado a su antojo entrantes y salientes afilados que dibujan el perfil abrupto de la costa oeste de Irlanda.

Al virar, la avioneta enfila hacia las islas Aran, que son como tres pedacitos sueltos del paisaje kárstico que, en la tierra firme de los acantilados de Moher, se llama Burren. Un territorio yermo esculpido en roca de una belleza a veces desoladora. Zigzagueando por el cielo, se ven los tajos de esa manta pétrea que muere abruptamente en el mar.

En Inis Oírr, la pequeña de las Aran, el batir de las olas no llega ahora a la panza varada del Plassey, porque la marea está baja. En su lecho de piedras calizas, el carguero que encalló un día de terrible tormenta en los años 60 dormita devorado por el salitre. Un poco más allá, el castillo de los O’Brian, del siglo XIV, lucha por mantener sus paredes en pie. Después, aparece un pequeño cementerio. Las cruces motean el paisaje y rodean una iglesia medieval semienterrada, esta vez engullida por la arena de una duna.

Pero lo que más sorprende es la cuadrícula imperfecta que parte y reparte el territorio en campos diminutos. Las islas Aran están hechas de muros de piedra, lajas que limitan y que a la vez son su seña de identidad, como en Dún Chonchúir, un fuerte construido hace miles de años en Inis Meáin que te lleva a tiempos ancestrales. La isla mediana es la menos poblada (no llegan a 200 habitantes) y la menos visitada también. Quizá por eso se sobrevuela rápido, para deleitarse en los encantos de la isla grande, Inis Mór. “Mira ahora a tu izquierda. Hay una piscina natural”, indica el piloto sin perder de vista los mandos. Parece como si alguien hubiese arrancado de la orilla rocosa un bloque rectangular perfecto, cortado a cuchillo.

La piscina de Inis Mór.
La piscina de Inis Mór.Laura García Rojas

Desde las alturas, los turistas que se arremolinan ahora en otro impresionante fuerte prehistórico, el de Dún Aonghasa, parecen puntitos multicolores que desafían tumbados los 100 metros de altura de los acantilados. Todo por cazar una foto del mar, que se muestra rabioso allá abajo. Cuesta creer que en un tiempo remoto alguien viviera o rezara o protegiera desde aquí la isla, aun al abrigo de esos gruesos muros de piedra que hablan de aislamiento.

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Hoy el aeródromo de Inis Mór, pequeño, casi de juguete, conecta la isla con el aeropuerto de Connemara, pequeño, casi de juguete. Una parada antes de volver a la isla madre permite poner los pies en la tierra, para toparse con una realidad que ha encandilado durante años a muchos artistas y literatos.

El poeta irlandés William Butler Yeats le dijo a un colega: “Ve a las islas Aran y encuentra una vida que la literatura nunca ha expresado”. Y no porque aquí hablen mayoritariamente en irish, ni por su paisaje evocador, ni porque en el pasado consiguieran hacer fértil este suelo baldío alimentándolo con algas, sino porque los caminos laberínticos te llevan todavía, a pesar del turismo, a una esencia mística y celta.

Esas pinceladas, las etnográficas, solo se consiguen a ras de suelo.

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