_
_
_
_
_
Reportaje:VAMOS A... CANADÁ

Cantando por el bosque para ahuyentar al oso

6.000 kilómetros sobre raíles por Canadá. Dos míticos trenes permiten cruzar de costa a costa el país y descubrir sus ciudades y su naturaleza sobrecogedora

Sin duda ninguna tienen razón los filósofos cuando nos dicen que nada es grande ni pequeño sino por comparación", reflexiona Gulliver, tras dejar atrás las miniaturas de Liliput y darse de bruces con los gigantes de Brobdingnag en el clásico de Jonathan Swift. Por comparación, Canadá es inmenso, colosal: sólo Rusia supera sus 10 millones de kilómetros cuadrados de extensión. Vayas donde vayas, mires lo que mires, siempre toca sentirse liliputiense.

En este lugar poblado de urbanitas que veneran la naturaleza hay mujeres que se tumban en el suelo para sentir las raíces de un árbol y hombres que aman a su canoa por encima de todas las cosas. Aquí, ninguno parecerá trastornado. Tiene el país casi tantas almas -inuit, francófona, británica, asiática, yanqui- como ríos y lagos (dos millones) y un respeto hacia lo excéntrico y lo diferente que incluye ciertos usos de la marihuana. "Canadá tiene un pasado aborigen, un presente bilingüe y un futuro multicultural", dijo un político. Es el reino de los salmones bravos y los osos buscavidas -sacan comida de los contenedores de basura, que han debido sofisticar su mecanismo de apertura- y la envidia de sus vecinos del sur (vean Sicko o Bowling for Columbine, de Michael Moore).

Más información
Vancouver, cosmopolita por naturaleza

¿Qué puede visitar un liliputiense en un mes? Una mínima parte. Pero si desprecia la prisa, suba al tren en Halifax y baje en Vancouver. Habrá recorrido más de 6.000 kilómetros que separan la costa atlántica de la pacífica, en paralelo a la frontera con Estados Unidos, la franja en la que vive casi el 90% de la población. Habrá disfrutado y sufrido dos míticos trenes (el Ocean y el Canadian), con más aire del XIX que del XXI, habrá conocido a mucha gente, las principales ciudades y paisajes épicos. Salvar esa distancia, incluso con paradas de reconocimiento, le forzará a compartir comidas traqueteantes con otros viajeros, una ocasión única para asomarse también al ser canadiense: tolerante, pragmático, ultraeducado y amable. En esas sobremesas más de uno confesará que se ven a sí mismos aburridos. Un alivio: por un momento Canadá parecía perfecto.

Halifax

De aquí, frente al Atlántico, parte el Ocean, el ferrocarril que en 1904 conectó la costa con las praderas del centro. Un millón de emigrantes, refugiados y perseguidos desembarcaron en Halifax durante el siglo XX, atraídos por la política de brazos abiertos del Gobierno canadiense, que necesitaba manos para colonizar el inmenso territorio. Un museo, el Pier 21, desmenuza esa pasta migratoria que forjó Canadá: un cruce de identidades, costumbres, cocinas, lenguas y pieles que tienen en común el haber contado aquí con una segunda oportunidad. En Halifax aún se sentirá cerca de Europa, y muy cerca de las islas Británicas. No sólo por mirar hacia el mismo océano, también por reproducir su arquitectura, sus pubs y sus pobladores. Si le puede el morbo, visite el Museo de las Marítimas, donde se cuenta el rescate de los cadáveres del naufragio más famoso de la historia, el Titanic. En Halifax están enterrados 150 ocupantes del barco. Gracias a un espabilado forense local, que se inventó un método de clasificación de restos anónimos, se han logrado identificaciones tardías. Antes del hundimiento, el Titanic ya era un mito. Después se hizo leyenda. Y, tras la película de Kate Winslet y Leonardo DiCaprio, se convirtió en fenómeno. Miles de adolescentes de todo el mundo han peregrinado desde entonces hasta Halifax para jurarle amor eterno a un carbonero del buque enterrado aquí, al que han revestido con la ficticia identidad de Jack Dawson (el personaje de Di Caprio). Y si es un mitómano del cine independiente, rastree por el vecindario los cafés que frecuentaba Ellen Page antes de triunfar como la adolescente embarazada de Juno.

Boletín

Las mejores recomendaciones para viajar, cada semana en tu bandeja de entrada
RECÍBELAS

El Ocean está al servicio de la recreación y no de la velocidad. La estrella es el dome, un vagón de dos pisos con techo acristalado, ideado a mayor gloria del paisaje canadiense. Supremo acierto. Cuando la compañía ferroviaria pensó en suprimirlos hace años, se orquestó una campaña ciudadana en contra que logró frenar la jubilación de los dome.

Quebec 'city'

Para llegar al ombligo de la francofonía tiene que bajarse del tren en Charny y desde allí conectar con otro ferrocarril. Como el Ocean se retrasa por principio, suele estar preparado un taxi colectivo para trasladar a los pasajeros. El Viejo Quebec, patrimonio de la Humanidad, ya tiene 400 años: un hito al norte del río Grande. Es la ciudad que habrían diseñado dos niños de cuento gótico: torres cónicas, casas achatadas, jardineras colgadas de farolas y un gran castillo que presume de ser el hotel más fotografiado del mundo: Fairmont Le Chateau Frontenac, un edificio con toque a cuento de Hans Christian Andersen, a película de Tim Burton y a locura de Luis II de Baviera. El Quebec de los turistas padece la misma dolencia que otras ciudades con cascos monumentales singulares: el mal de la falsedad, el que hace que estos centros parezcan decorados de cartón piedra y parques temáticos. Pero es este Quebec de caramelo el que cada turista relame: las rues de Saint Jean, du Petit Champlain, la terrase Dufferin a los pies del hotel y con aire a otra época y otro continente, o el paseo colgante que bordea los acantilados sobre el río Sant Lawrence y que proporciona la sensación de caminar sobre el aire. En Quebec se dirimió el destino de América del Norte, en una fugaz batalla en la que las tropas británicas vencieron a las francesas. Ganaron la historia, pero perdieron la vida cotidiana. Los quebequeses comparten más cosas con un francés de Marsella que con un canadiense de Winnipeg.

Montreal

Desde la Gare du Palais de Quebec parten varios trenes diarios a Montreal. Nada de romanticismo: cubren el trayecto en tres horas y cuarto. Son rápidos y modernos, así que no se conversa con desconocidos. Podrían equipararse al AVE, pero no: ¡apenas nadie habla por teléfono! Una observación lleva a otra: los canadienses casi nunca usan el móvil en los espacios públicos, ni siquiera la calle. Y, si lo hacen, parlotean con discreción en vez de gritar a la española. Montreal fue el motor financiero de Canadá hasta los setenta, cuando la incertidumbre ante el desenlace del movimiento secesionista y una profunda crisis económica beneficiaron a Toronto. Es una de las pocas ciudades verdaderamente bilingües del mundo, lo que acentúa su cosmopolitismo y la libera de la exaltación francófona de Quebec.

Un sugerente paseo es el que recorre las esclusas del canal Lachine, construidas para salvar los rápidos del río Sant Lawrence. Se puede partir desde el Vieux Port y caminar una hora hasta la altura del mercado de Atwater, un delicioso lugar para comprar productos de la región de Quebec. Hay fruterías, queserías, carnicerías y una cálida boulangerie con mesas para comer un menú barato, una ensalada o pasteles. Dado que el tren suele desatar el fervor por las experiencias al aire libre, puede visitar el parque Maisonneuve, cerca del Estadio Olímpico, o el Jardín Botánico, una joya donde se reproducen decoraciones vegetales de diferentes países. Y no debe perderse el Viejo Montreal, fundado en 1642, que conserva aún su toque europeo.

Ottawa

De nuevo un tren moderno conduce hacia la capital, elegida para no irritar a unos (Toronto) ni otros (Montreal). Ottawa suele caerse injustamente de los planes de viaje por Canadá, eclipsada por la belleza o la pujanza de otras. Le espera una sorpresa, nada que ver con una ciudad gris hecha para burócratas. Además de verde y cómoda, cuenta con centros de interés como el Canadian Museum of Civilization, imprescindible para aproximarse a las culturas de los aborígenes (haida, sioux, siksika, inuit, entre otros) que habitaban Canadá antes de la llegada de los blancos, antes de que los buscadores de oro se encontraran con la riqueza de las pieles.

Toronto

La megaurbe construida a orillas del Ontario, el lago que parece un mar, es ahora una gran babel de colores, razas, estilos y lenguas, aunque en el pasado se distinguió por una ultramontana religiosidad que marcó horarios y hábitos: Toronto the Good, se decía. Las ciudades también maduran. Basta con echar un vistazo en un vagón de metro o pasear por Yonge Street. Hay barrios griegos, italianos, portugueses, chinos e indios. Y una poderosa panorámica urbana con un skyline que incluye la Torre CN (553 metros). La mejor vista de la escalera de rascacielos se aprecia desde las islas de Toronto, a pocos minutos en ferry de la ciudad. Son, además, un sorprendente espacio por su tranquilidad, en los antípodas del torbellino urbano, que a menudo irrita a sus habitantes, aquejados del común mal del estrés. Desde Toronto parte el Canadian, un mítico tren de acero inoxidable que recorre unos 4.400 kilómetros hasta detenerse en Vancouver, al borde del Pacífico. En los tres días que invierte en el trayecto dejará atrás los bosques y lagos de la provincia de Ontario, atravesará las llanuras infinitas de las provincias centrales de Manitoba y Saskatchewan, uno de los mayores graneros del mundo; y las cimas sin techo de las Montañas Rocosas, en Alberta, hasta asomarse de nuevo al océano. El paisaje varía en constante exaltación. Llega a no inmutar. Otro dichoso lago, otro pueblo idílico, la enésima cascada salvaje. Los hábitos de los viajeros acaban delatando la rutinarización ante la belleza. El primer día, en el vagón restaurante, se observa más que se habla. El último, se charla. Claro que depende de los interlocutores.

Tanto el Ocean como el Canadian obligan a socializar desayunos, almuerzos y cenas. Si usted desprecia la prisa pero tiende a la misantropía, no debería cruzar Canadá en tren. No se puede rehuir la interacción en el vagón restaurante, donde los comensales comparten mesas de cuatro y raramente los encargados acceden a peticiones para salvaguardar soledades.

Visto en positivo: oportunidad para conocer a los canadienses. A canadienses maduros tirando a jubilados que desean conocer el resto del país y que abundan en las clases de litera y coche cama. No hay mochileros por razón de peso: los billetes son muy caros. Esto significa que lo mismo desayuna con un antiguo combatiente de la II Guerra Mundial que le cuenta batallitas de la Italia ocupada que cena con una pareja de promotores inmobiliarios ingleses que, tras décadas de hacer caja, invierten en su propio ocio. Y puede haber más: un agrónomo japonés de la Universidad de Brasilia incapaz de enfadarse incluso cuando le increpan -"¡es tan oriental!", se desespera su mujer-, unos alemanes que destilan cerveza con la generosidad de los bávaros o una estadounidense tan culta y hambrienta de mundo que fulmina a viajeros de cualquier nacionalidad con las preguntas adecuadas.

Jasper

El Canadian es tan poco canadiense que se retrasa a la llegada y a la salida. Hasta siete horas. En ese tiempo se puede caminar desde el pueblo hasta el cañón del Malinge, una de las muchas rutas posibles en el Parque Nacional de Jasper, en plenas Montañas Rocosas. Tras días de reclusión ferroviaria, uno sale a la montaña con el síndrome de toriles. Impetuoso, irreflexivo. Los excesos se pagan, pero dan historietas para contar: bañarse en un lago-glaciar durante cuatro décimas de segundo, acercarse a wapitis (ciervos blancos) en celo y salir indemne -los carteles de advertencia recomiendan dejar al menos una distancia de "tres autobuses" hasta los machos- o fantasear con inesperados encuentros con un grizzly (uno de los osos pardos más grandes del planeta: 2,13 metros de alto en posición bípeda, unos 380 kilos de peso). Si lo ve, no corra. Ni trepe a ningún árbol: ellos también saben hacerlo. Se recomiendan técnicas preventivas: cantar o hacer ruido para espantar al bicho antes de que el bicho le espante a usted. Los canadienses suelen pasear por el monte con un perro -o un bastón- con campanilla. Las Rocosas son también el reino de las marmotas (dedican cuatro meses a la gastronomía y ocho al sueño), los lagos espejo y las cimas nevadas.

Vancouver

De nuevo sobre raíles. El tramo final. El Canadian zigzaguea entre las Rocosas antes de comenzar su descenso hacia la costa del Pacífico. Beautiful British Columbia, se lee en las matrículas de los coches de los residentes en la provincia más occidental. No es un farol. Aquí se condensa lo mejor de Canadá: los que viven en Vancouver presumen de poder esquiar por la mañana e ir a la playa por la tarde. Los que viven en Vancouver pueden presumir de casi todo: de tener buen sushi en cada esquina, de tener la vida cultural de una ciudad grande y la cultura de vida de una ciudad pequeña y, sobre todo, del Stanley Park, una península de bosques asilvestrados circundada por un paseo marítimo donde se cruzan patinadores, corredores, caminantes, ciclistas y mujeres haciendo footing con carritos de bebé. Un rincón semisalvaje en una ciudad civilizada y feliz. ¿En qué se nota? En que los conductores de los autobuses urbanos ejercen casi de guías, en que los extraños conversan entre sí con naturalidad, en que la gente se echa a la playa, a la montaña o al parque en cuanto escampa y en que las cantantes de ópera celebran el Día de Canadá con recitales en Hastings Street, la única calle canalla de Vancouver. Ante una audiencia en la que abundan los marginados, comparecen vestidas con traje de gala, igual de respetuosas y profesionales que si fuese la Scala de Milán. El toque canadiense. El mismo que les llevó a elegir una hoja de arce como bandera.

¿Has estado en Canadá? Comparte tus fotos con otros lectores y manda tus recomendaciones

Guía

Cómo ir

» Via Rail Canadá (www.viarail.ca). Ocean (de Halifax a Montreal) en litera doble: 548 euros (sin litera, desde 88 por persona). Canadian (de Toronto a Vancouver), litera doble: 1.900 (sin litera, desde 330). Precios junio 2009. El Canrailpass permite viajar 12 días en un mes por 586; con un suplemento se viaja en litera.

Visitas

» Museo de las Marítimas (www.museum.gov.ns.ca/mma). Halifax. 5,50 euros.

» Canadian Museum of Civilization (www.civilization.ca). Ottawa. Entrada, 7,60 euros.

» Parque nacional de Jasper (www.jaspernationalpark.com).

Información

» Halifax (www.halifaxinfo.com), Quebec (www.quebecregion.com), Montreal (www.tourisme-montreal.org), Ottawa (www.ottawatourism.ca), Toronto (www.seetorontonow.com) y Vancouver (www.tourismvancouver.com).

» www.explore.canada.travel

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_