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Reportaje:

Menú literario en Le Procope

Julio Cortázar y Mario Vargas Llosa mantuvieron una noche una larga y apasionada conversación sobre París. Afrancesados uno y otro desde sus primeras y precoces lecturas, ambos sentían por igual que París les había otorgado a sus vidas algo profundo e impagable, una percepción de la experiencia humana, cierto sentido tangible de la belleza. Y dice Vargas Llosa que le dijo sentenciosamente Cortázar: "Así como uno elige a una mujer y es elegido o no por ella, pasa con las ciudades. Nosotros elegimos París y París nos eligió".

Cortázar y Vargas Llosa fueron dos enamorados de París y también dos enamorados en París. Y de uno y otro amor dejaron puntual testimonio en dos novelas apasionadamente parisienses: Rayuela, el escritor argentino, y Travesuras de la niña mala, su colega peruano.

A pocos pasos de la estación de Saint Germain está La Rhumerie, mítico entre los míticos 'bistrots' parisienses. Allí es donde se reencontraron el niño bueno y la niña mala
Lo primero que uno piensa cada vez que llega a orillas del Sena es que la luz que flota sobre el río es exactamente de los colores que la pintó Cortázar: ceniza y olivo

La delgada silueta de la Maga

Lo primero que uno piensa cada vez que llega a orillas del Sena es que la luz que flota sobre el río es exactamente de los colores que la pintó Cortázar: ceniza y olivo. Y de manera automática, uno busca en el Pont des Arts la silueta delgada de la Maga

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[la musa de Cortázar en Rayuela], sonriéndose al recordar que la gente que se da citas precisas es la misma que necesita papel rayado para escribirse, o que aprieta desde abajo el tubo de dentífrico, para a continuación encomendarse al azar de la literatura con las manos hundidas en una imaginaria gabardina con olor a sopa fría.

Rayuela no es una guía cortazariana de París, con una serie de itinerarios a recorrer paso a paso para así llegar al corazón del corazón de la ciudad. Cortázar, escurridizo cicerone, brujulea nerviosamente y salta de un barrio a otro y de una a otra orilla siguiendo el rastro difuso de la Maga. Y eso es lo que nosotros hacemos con él, arrancando las páginas de la novela a medida que la vamos leyendo.

En el Quai de la Mégisserie, peces de las más raras variedades dan vueltas y vueltas en sus peceras, esperando a que un pescador con la cartera llena muerda el anzuelo. Pasear bordeando el canal de Saint-Martin, bajo esos solemnes plátanos que se diría que forman parte ya por derecho propio del mobiliario urbano de París, y atravesando de vez en cuando la cinta espejeante del agua por las pasarelas metálicas para hacer la foto de rigor con las gabarras al fondo, es como caminar al borde de un sueño dulce pero menos plácido de lo que quisiéramos: circulan demasiados ciclistas como para andar con los ojos cerrados.

Es necesario pasar bajo la Tour Saint Jacques para comprobar si, como dice Cortázar, su sombra realmente es violeta. Las rejas de la Cour de Rohan no son las rejas de una celda, aunque tal vez sí sean las rejas de una jaula, pero de una jaula de oro.

En un barranco del hermosísimo Parc Montsouris hay un cementerio de paraguas viejos. Claro que hace falta imaginación para encontrarlo.

Cualquier café del Barrio Latino es bueno para sentarse ante un burdeos y brindar a la memoria de Oliveira y de la Maga y de Rocamadour. Cualquier café vale, sí, pero pudiendo elegir, mejor sentarse en Les Deux Magots, o en La Closerie des Lilas, o en Au Chien Qui Fume, donde el fantasma de Cortázar comparte mesa con Aragon y con Apollinaire y con Picasso y con Prévert.

Cuando uno llega al cementerio de Montparnasse ya ha terminado de leer Rayuela (aunque Rayuela nunca se acabe de leer). Siguiendo las indicaciones del plano con la situación de las sepulturas plus demandées que dan a la entrada, no es difícil encontrar la tumba del gigante con ojos de niño asombrado que comparte tierra y lápida con su última mujer, Carol Dunlop. Y sobre el mármol blanco, en el que crecen las flores secas, los billetes de metro y los paquetes arrugados de Gitanes, uno abandona el deshojado esqueleto de la novela, para que sea la lluvia la que lo acabe de borrar.

Siguiendo a la 'niña mala'

A pocos pasos de la estación de Saint Germain está La Rhumerie, mítico entre los míticos bistrots parisienses. Allí es donde se reencontraron el niño bueno y la niña mala convertida en un esqueletito de mujer. Y allí es donde uno, como Ricardito, puede tomarse un grog para calentar el estómago y templar el ánimo antes de lanzarse nuevamente a la conquista literaria de París.

Pero como no sólo de literatura vive el hombre, sería conveniente hacer un alto en la Rue Champollion y sumergirse en las cálidas y oscuras salas de la Filmothèque du Quartier Latin o de los Reflet Medicis, cuyas butacas invitan a sentirse, al menos durante lo que dura la proyección, un cinéfilo soñador como aquellos de Bertolucci que rompieron a pedradas, en mayo del 68.

Le Procope no es un viejo restaurante parisiense, sino el más antiguo restaurante de París. Y es un pecado repetir el triste menú de la niña mala, consomé y pescado a la plancha, con la cantidad de góticas maravillas que hay para elegir, aunque los precios puedan hacer que te veas como un pobre pichiruchi, que diría la chilenita-peruana. La catedral de Notre Dame es un espectáculo que, por mucho que uno viva en París o por muchas veces que la visite, nunca deja de deslumbrar. Vargas Llosa la pinta de noche, bañada por una luz débil y tocada con un aura levemente rosada que la hace parecer ligera por la simetría perfecta de sus partes.

Callejear abre el apetito, y más en París, la ciudad más apetitosa del mundo. Por lo que cualquier momento es bueno para buscar la panadería en la École Militaire -¿la Boulangerie-Patisserie de la Tour Eiffel?- en la que el sufrido Ricardito le compraba medias lunas recién salidas del horno a la desdeñosa Lily.

Y qué mejor manera de acabar este viaje de papel por París que en una cave de jazz de Saint-Germain, contemplándonos en el espejo ambarino de un vaso de Jameson, envueltos en los recuerdos de todas las vidas que soñamos.

- Julio José Ordovás (Zaragoza, 1976) es autor del libro Papel usado (Eclipsados, 2007).

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