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Reportaje:

El Pirineo, cien por cien natural

Panorámica veraniega de una cadena montañosa de más de 400 kilómetros

Julio Llamazares

Pirineo de boj (1) es una colección de relatos de mi amigo Enrique Satué, uno de los mejores conocedores y narradores de ese mundo ancestral y fragilísimo que esconden los Pirineos entre sus altivas cumbres. Completa una larga obra sobre esa fabulosa cadena montañosa que ha separado siempre a España de Europa, vista desde todos sus aspectos: el religioso, el arquitectónico, el demográfico, el literario...

Mi primer contacto con ese Pirineo de boj ocurrió a mediados de los ochenta, cuando yo andaba buscando un escenario para la novela que sobre el abandono de los pueblos estaba escribiendo entonces. Recuerdo que fue por marzo y que las legendarias cumbres hispano-francesas estaban aún nevadas por completo. Desde la altura del Monrepós se aparecieron ante mis ojos (como tantas veces después de entonces, la última hace sólo un par de meses) con una fabulosa transparencia recortada contra un cielo increíblemente azul. Blanco y azul, por tanto, el horizonte de los Pirineos se me apareció ese día como en un sueño, igual que en una película de exploradores del Himalaya o de tramperos del Canadá. Mi inmersión durante días por sus valles no hizo más que confirmar esa impresión, descubriéndome un mundo contradictorio, tan bello como deteriorado.

Los bancales que pueden contemplarse jalonando las montañas y las historias que los abuelos cuentan a sus nietos dan fe de la dura vida a la que el Pirineo obligó a sus gentes
Como los pueblos y las aldeas, los hombres del Pirineo habían pasado de la Edad Media a la modernidad sin otras fases

Deteriorado por el turismo y por la emigración que lo carcomía.

Enrique Satué, como Julio Gavín, su maestro recientemente fallecido, me enseñó luego, cuando nos conocimos, los secretos de esas montañas inmensas, llenas de valles y recovecos. Iglesias y ermitas prerrománicas, pardinas, aldeas abandonadas o a punto de estarlo pronto, valles ahogados por los embalses, monasterios y bosques milenarios quedaban a desmano de las grandes carreteras por las que los esquiadores alcanzan las estaciones de esquí sin reparar en lo que va quedando a su lado: ese mundo ancestral y fragilísimo -ya lo he dicho- que se esconde en los repliegues de los Pirineos.

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Desde Navarra a la Costa Brava de Cataluña, los Pirineos cruzan el mapa de este a oeste (o al revés, según la dirección que lleve uno) componiendo una muralla natural entre Francia y la península española (Portugal queda en el otro extremo) que alcanza su plenitud en su tramo aragonés, donde se localizan sus cumbres más fantásticas y altivas. Cumbres como el Aneto, con su glaciar perpetuo y sus nieves casi eternas, o como el monte Perdido, tan hermoso por su nombre como por sus 3.352 metros de altura, que dan carácter a unos paisajes más aptos para gigantes que para hombres. Quizá por ello, en uno de sus rincones, nació y vivió a finales del siglo XIX y principios del pasado uno de esos seres mixtos, Fermín Arrudi, de Sallent de Gállego, quien, con sus dos metros y cuarenta centímetros de altura, admiró no sólo a sus convecinos, sino a los visitantes de la Exposición Internacional de París, donde fue exhibido. Y del que se cuenta que pasaba al burro a hombros cuando había de cruzar un río, tanta era su fuerza corporal.

A pecho descubierto

Sin llegar a los extremos de Fermín, las gentes del Pirineo son fuertes y resistentes, como corresponde a una población montañesa. Acostumbrados a vivir un medio duro, con una climatología más inclemente que amable la mayor parte de los meses, los hombres del Pirineo, herederos de aquellos que poblaron sus recovecos en la Edad Media huyendo del invasor islámico o de aquellos más primitivos que ya habitaban esas alturas cuando los romanos llegaron a la Península, están hechos, como el boj, de una madera muy fuerte, de una fibra resistente y contumaz que les hace soportar las condiciones en las que viven, muy dulcificadas hoy por los adelantos técnicos y materiales. Pero tiempos hubo en los que los habitantes de los Pirineos se enfrentaban a pecho descubierto a la montaña, a sus alturas y precipicios, a la dureza climatológica de sus inviernos, a la pobreza de sus terrenos, en muchos casos. Los bancales que aún hoy pueden contemplarse jalonando las montañas donde ahora crece la vegetación silvestre y las historias que los abuelos cuentan a sus descendientes dan fe de esa dura vida a la que el Pirineo obligó a sus gentes durante siglos.

La llegada del turismo a sus montañas, primero en forma de montañeros (o, en su acepción más antigua, de alpinistas) y luego de esquiadores, transformó la vida de sus aldeas, muchas de las cuales ya habían comenzado a experimentar la sangría de la emigración. Mientras que, en los puertos más altos de la frontera, donde los contrabandistas y los pastores habían escrito sus páginas más heroicas, crecían las estaciones de esquí y, en los valles más cercanos, los hoteles y los albergues para turistas, el resto del Pirineo se desangraba con los numerosos embalses que le crecían (sólo entre Lleida y Huesca suman casi una veintena) y asolado por un fenómeno, el de la emigración, desconocido hasta entonces por esas tierras. Allí, donde la casa tiene un sentido que va mucho más allá de su significado estrictamente doméstico, hasta el punto de que nombra a las distintas generaciones que en ella viven siglo tras siglo, comenzaron a cerrarse muchas puertas, dejando pueblos enteros abandonados y, donde eso no sucedió del todo, a docenas de hombres solteros atrapados en su soledad por la tradición. Los de Plan, en el valle de Gistain, que quisieron romperla con un anuncio, consiguieron al menos que todo el mundo supiera (fue la única noticia sobre España que aquel año apareció en portada de The New York Times) que necesitaba mujeres porque las que hubo en un tiempo se habían ido en busca de mejor vida. Era el final de un largo proceso que quizá había comenzado cuando, en los remotos tiempos, allí brotaron unas costumbres que llevaban al mayor de los varones a heredar la casa con todas sus posesiones.

El resultado de todo ello sería un cambio de impensada intensidad, tanto para los visitantes del Pirineo como para sus frecuentadores. Aquel mundo medieval y primitivo que retratan en sus libros y en sus fotografías los viajeros y alpinistas de los primeros años del siglo XX se transformó tan rápidamente que era imposible reconocerlo cuando, a mediados de los ochenta, llegué yo a él, salvo en los libros y en los museos a los que habían ido a parar muchos de sus viejos símbolos.

Como los pueblos y las aldeas, los hombres del Pirineo habían pasado de la Edad Media a la modernidad sin haber conocido, en medio, las diferentes fases que las separan. El hecho que Julio Caro Baroja consideró el más importante, desde el punto de vista cultural y antropológico, de los dos mil últimos años de la humanidad -el paso de una cultura rural y agraria a otra urbana y tecnológica, con todo lo que comporta- el Pirineo lo vivió en apenas dos o tres décadas, sin estar preparadas sus gentes para ello. Así, quedaron todas sus cosas dispersas por las aldeas, tan repentina fue la explosión, y así ocurrió lo que ya sabemos quienes nos hemos preocupados de exhumarlas, ya sea materialmente, ya sea literariamente. Los demás, la mayoría, esos que van por las carreteras a toda velocidad en busca de la nieve, de la fuerza de sus ríos y barrancos o de las típicas postales pirenaicas que adornan las oficinas de las agencias de viaje, ni siquiera se darán cuenta de ello.

Gentes curtidas

El turista, normalmente, prefiere ver sólo lo que le gusta y quienes viven de él se ocupan de que sea así, como, por otra parte, parece lógico. Mientras tanto, las gentes del Pirineo, curtidas, como el boj, en tantas adversidades, se mueven entre las dos opciones que la realidad les brinda. Una es la de aprovechar esa circunstancia para sacarle también ellos un rendimiento económico, y otra, menos común, la de aferrarse a las tradiciones para que éstas no desaparezcan.

¿Cómo conjugar ambas? Esa es la gran cuestión que continuamente debaten quienes, por una razón u otra, se erigen en portavoces de ese mundo secular, desconcertados por lo que está ocurriendo. Es el mismo debate que mantienen en otras muchas regiones personas igual que ellas y que ya han mantenido antes en otros sitios del mundo donde el fenómeno ya sucedió hace tiempo. Un debate que, en cuanto al Pirineo, van ganando de momento los partidarios de explotar la gallina de los huevos de oro del turismo hasta el final, lo que hace que mucha otra gente haya caído en el abatimiento. Lo cual no es de extrañar si recordamos la larga lista de incurias que, en forma de expropiaciones, ya fuera para construir embalses o para repoblar con pinos montes enteros con sus aldeas, o de simples promesas incumplidas, las gentes del Pirineo han sufrido a lo largo de la historia.

Pero ese mundo, como su símbolo vegetal, el humilde boj, es duro y resistente como pocos y sobrevivirá sin duda, bien que muy transformado respecto del que yo conocí hace años. Cuando yo llegué a él hacia mitad de los años ochenta, todavía convivían el pasado y el presente y ahora el primero ha desaparecido del todo. La cuestión es conseguir que el presente no lo desvirtúe y, aunque desaparecido, influya en el porvenir consiguiendo que perdure el equilibrio que, durante miles de años, los Pirineos han mantenido a pesar de su fragilidad. Y es que, como el pobre boj, en su humildad radica su fuerza y en su dureza la garantía de su perennidad.

(1) Pirineo de Boj. Enrique Satué Oliván (editorial Prames. Zaragoza, 2005). Julio Llamazares (Vegamián, León, 1955) es autor de El cielo de Madrid y Escenas de cine mudo, ambas obras editadas por Alfaguara.

GUÍA PRÁCTICA

Información- Oficina de turismo de Huesca(974 29 21 70; www.huescaturismo.com).- Oficina de turismo de Lleida (902 10 11 10; www.lleidatur.com).- Oficina de turismo de Girona (www.girona-net.com; www.turismegarrotxa.com).- Oficina de turismo de Navarra (948 42 47 03; www.turismo.navarra.es).- Oficina de turismo de Guipúzcoa (www.gipuzkoaturismo.net).Deportes y actividades- El pico Aneto, en Benasque (Huesca), es el más alto de los Pirineos. Forma parte del macizo de la Maladeta, y en verano es un entorno ideal para practicar piragüismo, parapente, senderismo... Empresas de la provincia organizan actividades al aire libre y escuelas de deportes de aventura: EKM Adventure Sports Center (974 51 00 90; www.ekm.es), la Escuela de Parapente Pirineos (974 55 35 67) o Tandem Team (974 55 34 47; www.tandemteam.org).- La página web www.pirineos.comrecomienda rutas por el Pirineo aragonés, catalán, navarro y francés.

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