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Reportaje:RUTAS URBANAS

Tánger, el primer laberinto

La ciudad marroquí desprende vitalidad de día y de noche

Tánger es un laberinto asequible, la entrada a Marruecos, una entrada brutal donde los olores, la disposición de las casas, las comidas, las miradas son diferentes. Muchos vuelan a Marraquech, al fascinante mundo que crece alrededor de la plaza de Yemna el Fna, pero la entrada es Tánger, la que parece que está ahí mismo, la cercana, la lejana Tánger. Podemos evitar el avión y tomar el barco. Porque el viaje a Marruecos ni siquiera empieza en Tánger, sino en Tarifa. Para quien no haya paseado por las playas de Bolonia y sentido en esa arena blanca el derrumbe de los conceptos geográficos más básicos, la abrumadora presencia de otro continente; para quien se acerca a Marruecos por primera vez -no será la última- aproximarse por carretera a Algeciras significará romper algunos límites, las aspas de los molinos aguardando tras una curva, la mancha gris de Marruecos en la otra orilla, la sombra blanca, Tánger, vista desde este lado, algo que no nos habían dicho.

A la salida del puerto, un joven se ofrecerá a buscarnos hotel: podemos dejar que nos guíe por unos dirhams en esos primeros minutos de confusión en la ciudad nueva, la mítica ciudad internacional, ciudad amiga, o decirle que vamos solos, o tomar un taxi. Frente al puerto hay una gran terraza con bares de paredes desconchadas, mesas donde se reúnen hombres mayores a tomar té y fumar en pipa, mientras una televisión muestra las noticias de Al Yazira o las de algún canal español. Subiendo más, a la derecha de las terrazas, comienza la medina; pero antes de zambullirnos en ese sugestivo mar, antes del primer té con hierbabuena, busquemos los fáciles puntos de referencia que constituirán la base de nuestra orientación.

La calle mayor

El bulevar Pasteur es la calle mayor de Tánger, donde dar los primeros paseos, comprobar que muchos escaparates no son diferentes de los nuestros. Pasear lentos por las aceras llenas, mirar y ser mirados, llegar al balcón de los vagos bajo el efecto de la primera y turbadora mirada. Mujeres cubiertas con velo y con botas de fino tacón, muchas con pantalones ceñidos; jóvenes sin bigote vestidos a la occidental diciéndole piropos a la mujer, que se debate entre el velo y los tacones, o sólo el velo y los largos vestidos que en el caluroso verano se pondrá para sentarse en la playa, mientras los varones, sí en bañador, se dan un chapuzón, o juegan al fútbol en la arena, o suben la calle y la bajan y la vuelven a subir, deteniéndose en la plaza de los cañones, observando cómo al atardecer se encienden las luces de Tarifa, tan cerca, al otro lado de ese estrecho casi infranqueable.

Después del balcón de los perezosos, entre cañones, el legendario Café de París, donde sentarse a ver al que pasa, o leer la prensa española con un día de retraso o un diario oficial marroquí en español, y seguir por la calle de la derecha, donde la densidad de las aceras crece y los escaparates de algunas pastelerías recuerdan los de Damasco, con el salón de té La Española, adonde sí acuden las mujeres, muchas a la última moda, porque Tánger es eso: una gran mezcla, una parcela entre el norte y el sur, el primer laberinto lleno de pistas falsas, confusas, ambiguas, pistas que son el resultado, preguntas que tal vez encierren en sí mismas la respuesta de lo que significa esta ciudad que más que en otro tiempo u otro espacio se yergue en otra dimensión, donde un anciano no sabe leer pero habla árabe, español y bastante francés; donde en el Café Hafa, testigo de las charlas de Bertolucci y Bowles, un apacible viejecito se acerca con una cesta de la compra y ofrece hachís y se disculpa por si ha disturbado al extranjero que toma un té en esa montaña que emerge del mar, en ese bar vertical donde Arturo Lorenzo -viejo lobo que conoce las tabernas de los puertos de Argel y Mesopotamia, de Casablanca y Nápoles- acompaña al extranjero a un mirador que surge al otro lado de un callejón junto al Hafa, detrás del campo de fútbol, donde unas tumbas fenicias sin siquiera una placa que las identifique, en esa colina sobre el Estrecho, demuestran que estamos en un lugar sagrado, en uno de los vértices del mundo, aunque para los coleccionistas de fines del mundo mejor acudir al cabo Espartel, pocos kilómetros hacia el oeste, atravesando un barrio de casas como palacios, rodeando la tremenda bahía, la montaña cubierta de casas blancas amontonadas, antes de las fantásticas playas que se ven desde arriba donde buscar chiringuitos en los que tomar una cerveza marroquí y pescado del día, o un té en una de las terrazas junto a las Grutas de Hércules, en las que una mujer habla en español a su hijo.

Pero disfrutemos más de Tánger, entremos a la medina desde el Gran Zoco, la plaza a la que nos conduce el paseo. Los puestos del mercado, la madeja de callejones, las formas cúbicas encajadas en otras, el resquicio que dejan entre ellas formando las calles que nos confunden y nos tragan y nos devuelven a la subida a la alcazaba, con el premio arriba del museo fresco y elegante, de la puerta que da al mar allá abajo, el final del primer laberinto en el que volvemos a adentrarnos para bajar, para dejarnos un poco.

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Chucherías y plátanos

La noche en Tánger es larga y se extiende por los alrededores del bulevar Pasteur y por las discotecas de los hoteles frente a la playa. A las doce de la noche ya lleva rato tocando una orquesta en Le Marroquien Palace, aunque es a partir de esa hora cuando empieza a llenarse. Mujeres solas o en pareja que llegan en taxi, hombres serios que piden una copa. Grupos de conversación animada en una mesa. La música es oriental, lejana, y la decoración recargada, de palacio árabe, con columnas que dibujan arcos y crean espacios donde las mujeres están apostadas, miran, son miradas. Los músicos parecen cansados, pero de repente se animan, tocan con mucho ritmo; la gente, sobre todo las mujeres, se arrancan a bailar. El ambiente es correcto y ordenado. Uno se puede pasar horas mirando. Imágenes de otro tiempo.

O ir a otro sitio. Al menos sofisticado Godspell, de ambiente cargado y bastante menos etiqueta. Música marroquí y jóvenes bailando, grupos de hombres y alguna mujer sola que al pasar junto a un hombre le sonríe, le pide bailar. Ancianos llegan cada cierto tiempo con unos maletines abiertos sujetos sobre el pecho. Chocolatinas, tabaco, paquetes de patatas, chucherías, plátanos. El siguiente hombre ofrecerá otros productos, pero también tendrá plátanos. A las cuatro de madrugada, entre copa y copa, sudando, algunos compran un plátano y se lo comen entre el humo.

O, precedidos por un hombre con turbante y ropajes hindúes -que jurará por el camino que es marroquí, pero que le exigen vestirse así-, bajar los escalones de la discoteca Flandria, con mesas alrededor de la pista donde un grupo de mujeres bailan solas, buscando a veces una mirada con la que cruzarse, quedarse.

Noche amplia en Tánger. Muchos lugares, muchos ambientes. Hay quien dice que no abundan los que vuelven a Marruecos, pero siempre se regresa, aunque sólo sea para recomponer viajes anteriores. Tánger, tan cerca, tan hondo.

Pablo Aranda (Málaga, 1968) es autor de la novela El orden improbable (Espasa)

En el legendario Café de París, los tangerinos se sientan a ver al que pasa o a leer la prensa. Aquí estuvo Paul Bowles, Truman Capote, los Rolling Stones o Paul Morand.
En el legendario Café de París, los tangerinos se sientan a ver al que pasa o a leer la prensa. Aquí estuvo Paul Bowles, Truman Capote, los Rolling Stones o Paul Morand.FRANCK PRIGNET

GUÍA PRÁCTICA

Dormir- Hotel Continental (00 212 39 93 10 24). Dar Baroud, 36. El encanto de Las mil y una noches en plena medina. Rincones que aparecen en películas con el encanto de lo decadente. Doble, 40 euros con desayuno.- Hotel Le Dawliz (00 212 39 33 33 37; www.ledawliz.com). Rue de Hollande, 42. Habitación doble, 62 euros. Todas las habitaciones tienen terraza con vistas al puerto y a la medina. A diez minutos a pie de todos los lugares.- Hotel El Minzah (00 212 39 93 58 85; www.elminzah.com). Rue de la Liberté, 85. El mejor de Tánger. Bien situado (cerca del Le Dawliz) y con todos los lujos. Doble, 150 euros con el desayuno incluido.Comer

- Relais de Paris. Rue de Hollande, junto al hotel Le Dawliz. El hotel es un complejo con salón de té, un par de restaurantes y una hamburguesería, todo con terrazas al mar y la medina. En el paseo marítimo hay numerosos restaurantes:

- Miami. Entrada, plato, postre y cerveza, unos 20 euros.- Miramar. Menú por 12 euros.

- Hamadi. Decorado para turistas, pero con precios asequibles y buena comida marroquí (cuscús, harira, tayín...), además de vino y cerveza. Menú, unos 8 euros. Muy cerca de la medina.

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