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Islas Aland, el archipiélago del viejo champán

Bosques, playas y hallazgos submarinos en este territorio finlandés de cultura sueca ideal para ser explorado en bici y ferri

Isla de Kobba Klintar, cerca de Mariehamn (Finlandia).
Isla de Kobba Klintar, cerca de Mariehamn (Finlandia).Meelis Lokk (Getty)
Óscar López-Fonseca

El archipiélago de Aland es una rareza geopolítica en muchos sentidos. Enclavado en el mar Báltico, sus más de 6.700 islas e islotes —de los que poco más de 60 están habitados— son territorio finlandés desde 1919, pero la lengua y la cultura de sus 30.000 habitantes son mayoritariamente suecas. Una paradoja que se traduce en una bandera propia, un Parlamento con amplia autonomía, la facultad de expedir sus sellos postales y un dominio de internet exclusivo, el .ax. Por otro lado, el archipiélago tiene uno de los climas más soleados —y, por tanto, templados— de los países escandinavos, lo que convierte sus playas de arenas claras en un atractivo incluso si uno no se atreve a bañarse en sus siempre frías aguas. A ello suma un perfil llano —el punto más alto es la colina de Orrdalsklint, con tan solo 129 metros de altitud— y multitud de puentes y ferris que permiten transitar en bicicleta de una isla a otra casi sin darse cuenta. Omnipresentes bosques salpicados de casas multicolores y granjas con llamativos molinos de viento rojos completan el paisaje.

Pese a estos atractivos, las Aland le deben buena parte de su fama más reciente al champán. Aunque no a uno de producción propia, sino al que se halló, en 2010, en los restos de un naufragio ocurrido frente a sus costas. En julio de aquel año fueron localizadas en una goleta hundida a 50 metros de profundidad 168 botellas de esta bebida que la investigación posterior dató en la primera mitad del siglo XIX, lo que convierte su contenido, si no en el más antiguo que se conserva, sí en uno de los más longevos. Las peculiares características del Báltico en esta zona (una salinidad 20 veces inferior a la del océano y una temperatura en torno a los cuatro grados durante todo el año), además de la oscuridad y la presión, habían conservado el líquido de muchas de ellas en perfecto estado. Tanto que algunas botellas fueron subastadas y se llegaron a pagar 30.000 euros. Otras se han convertido en uno de los atractivos más importantes de su principal museo, el de Historia Cultural de Aland, situado en Mariehamn, la capital y la única de las 17 poblaciones del archipiélago que, con sus 11.600 habitantes, puede ser catalogada como ciudad.

Mariehamn es el puerto de atraque de la mayoría de los ferris provenientes de Finlandia y Suecia que hacen escala aquí, lo que la convierte en la principal puerta de entrada al archipiélago. Una vez pasadas las instalaciones portuarias, uno se adentra por sencillas calles flanqueadas por casas de madera a la sombra de tilos, hayas y abedules. No muy lejos del puerto está la calle peatonal de Torggatan, el verdadero corazón de la ciudad. Alrededor de ella se concentran tiendas, cafeterías y restaurantes, además del quiosco de música, el Parlamento de las islas, el ayuntamiento y la iglesia de San Göran, con su característico tejado de cobre.

El Pommern, un barco-museo en el puerto de Mariehamn.
El Pommern, un barco-museo en el puerto de Mariehamn.Alamy

Ciudad con nombre de mujer

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También se levanta en la zona la estatua de la mujer por la que la localidad fue bautizada como Mariehamn, “puerto de María”. La representada es María Aleksándrovna, esposa del zar Alejandro II, fundador de la localidad en 1861, durante la ocupación rusa del archipiélago. Sin embargo, el mayor polo de atracción de la capital no es esta histórica figura, sino un barco. Se trata del Pommern y es un buque de madera de cuatro mástiles construido a comienzos del siglo XX que, tras recorrer durante décadas los mares transportando trigo, ahora permanece amarrado junto al Museo Marítimo para que los visitantes puedan revivir la dura vida de los marineros en los años treinta del siglo pasado.

Fuera de Mariehamn, las Aland se tiñen aún más de verde con el 60% de los cerca de sus 1.600 kilómetros cuadrados cubiertos de bosques. Solo la quietud del mar Báltico, que se cuela entre las islas, rivaliza con ellos. No por ello el hombre ha dejado de poner sus propias pinceladas. Algunas veces son pequeños detalles, como una diminuta iglesia de paredes blancas y techo negro que aparece en un recoveco. O las casetas rojas que acogen las típicas saunas finesas junto a un embarcadero solitario.

Otras, sin embargo, son más rotundas. Una es el Kastelholm, el castillo más antiguo, una construcción del siglo XIV que quedó en parte destruida por un incendio 300 años después y cuyo aspecto actual es más el de una casona que el de una fortaleza clásica. En algunos puntos alcanza los 15 metros de altura y sus robustos muros, levantados con el granito rojo que abunda en las islas, presumen de tres metros de grosor. La otra gran construcción defensiva que pervive, mucho más golpeada por los avatares de la guerra, es Bomarsund, una fortaleza zarista levantada en 1832 con pétreos bloques octogonales que una flota franco-británica bombardeó sin piedad dos días durante la guerra de Crimea (1853-1856) hasta dejar en pie poco más de lo que hoy se puede ver. Los cañones que se conservan, con el escudo del antiguo imperio ruso, dan fe de lo codiciadas que fueron estas islas durante aquellos convulsos años.

Más sosiego rezuma el pueblo de Saltvik, donde se levanta la iglesia medieval de Santa María, del siglo XIII, y su cementerio de viejas cruces herrumbrosas. Y Eckerö, el punto más occidental de las islas, con su elegante Casa de Aduanas y Correos de la época zarista reconvertida hoy en lugar de exposiciones y junto a la que se puede saborear el célebre Ålandspannkaka, el postre típico. No muy lejos está el pequeño puerto de Bodegan y sus característicos cobertizos de madera donde los lugareños reparan sus barcas y las guarecen del mal tiempo. Y algunas de las playas que han hecho célebres a las Aland entre los escandinavos. Muchos acampan en ellas en verano para disfrutar del benigno clima. Allí, al atardecer, solo se echa en falta una copa de aquel viejo champán rescatado del fondo del mar.

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Sobre la firma

Óscar López-Fonseca
Redactor especializado en temas del Ministerio del Interior y Tribunales. En sus ratos libres escribe en El Viajero y en Gastro. Llegó a EL PAÍS en marzo de 2017 tras una trayectoria profesional de más de 30 años en Ya, OTR/Press, Época, El Confidencial, Público y Vozpópuli. Es licenciado en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid.

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