_
_
_
_
_

Las islas Aran, en territorio ‘Gaeltacht’

Estos tres pedazos de tierra, refugio del gaélico, conservan la inhóspita identidad de Irlanda con milenarias fortalezas y asombrosos acantilados

Acantilados de Dún Aonghasa, en Inis Mór, la mayor de las tres islas Aran (Irlanda).
Acantilados de Dún Aonghasa, en Inis Mór, la mayor de las tres islas Aran (Irlanda).MICHELLE MCMAHON (GETTY images)
Óscar López-Fonseca

Acantilados de vértigo, fortalezas milenarias y, sobre todo, buena parte de la esencia de la Irlanda más tradicional. Así son las islas Aran, tres pedazos de piedra viva habitados por poco más de 1.300 personas que emergen en el océano Atlántico muy cerca de la costa irlandesa, desde la que se pueden divisar cuando se circula por la Wild Atlantic Way, la carretera que bordea los acantilados del oeste. Las islas Aran estaban abocadas a ser meros puntos en el horizonte hasta que, en 1934, el cineasta norteamericano Robert Flaherty las sacó del anonimato con el documental Man of Aran, en el que reflejaba la esforzada supervivencia de sus habitantes a comienzos del siglo XX. La película, que obtuvo un premio en la Mostra de Venecia de aquel año, retrató a estas islas de agreste paisaje como un lugar casi mítico en el que escritores como William B. Yeats y John M. Synge se refugiaban en busca de inspiración y en la que el gaélico, la lengua originaria de los irlandeses, encontró refugio ante el empuje del inglés. No hay que olvidar que las Aran son consideradas Gaeltacht, zona de habla irlandesa. Por eso en esta ruta nos cruzamos con carteles que solo entienden de gaélico y en los servicios de caballeros no pone man sino fear.

Situadas a 48 kilómetros de la bahía de Galway, la mejor forma de llegar es en ferri—a partir del próximo 19 de julio, Irlanda ha anunciado que abre sus puertas a los turistas—. En 40 minutos de navegación, este une el puerto de Rossaveal con la mayor de las islas, Inis Mór. La aproximación permite observarlas elevarse sobre el mar como adoquines naturales que resisten el embate de las olas y el severo clima que convirtieron durante siglos la vida de sus vecinos en una lucha continua contra los elementos. El atraque en el puerto de Cill Rónáin, la principal población, permite descubrir que, por fortuna, poco resta de aquella dura existencia. Ya no están los esforzados pescadores retratados por el cineasta que, enfundados en sus gruesos jerséis de lana blanca, se lanzaban a capturar tiburones a bordo de sus frágiles barcas de madera y tela alquitranada, los cu­rragh. Ahora, los araneses se ganan la vida ofertando a los turistas que llegan y se van en el mismo día bicicletas de alquiler, bucólicos paseos en carretas de caballos, aceleradas excursiones en furgoneta y, cómo no, aquellos jerséis como recuerdo.

Tanto en Inis Mór como en las otras dos islas, cualquier ruta que se inicie termina irremediablemente mirando al Atlántico desde agrestes acantilados. Sin embargo, hasta llegar a ese punto, primero hay que dejar atrás las calles de Cill Rónáin, con sus tiendas de recuerdos y pubs, y aventurarse a un paisaje sin montañas ni arbolado a través de senderos que zigzaguean al dictado de los humildes muros que parcelan los terrenos donde pasta el ganado. En ese deambular surgen casas dispersas, vetustas ermitas y cruces de estilo celta que recuerdan que aquí encontró refugio el primitivo cristianismo a través de anacoretas y monjes, como el célebre san Brandán, quien en el siglo V se lanzó al Atlántico en busca de un paraíso que, desde luego, no encontró en estas tierras.

Muestra de ello son las múltiples construcciones religiosas que se conservan, entre las que destacan las ruinas de Na Seacht dTeampaill —las siete iglesias en gaélico, aunque en realidad son dos templos y varios edificios donde vivían los monjes— y los muros sin techumbre de Teampall Bhean’in, que con sus escasos dos metros de ancho por tres de largo encaramados en una suave colina es una de las iglesias más pequeñas del país y, posiblemente, la que mejores vistas ofrezca. Pero, sobre todo, en la mayor de las Aran destacan las majestuosas construcciones de la Edad de Bronce. Consideradas por algunos fortalezas defensivas y por otros centros religiosos paganos, su ejemplo más espectacular es Dún Aonghasa. Sus muros de piedra concéntricos en forma de herradura se asoman desafiantes desde el siglo VII antes de Cristo a un acantilado en el que aproximarse al borde es una temeridad si no se hace tumbado.

Ruinas de un castillo en la isla de Inis Oirr.
Ruinas de un castillo en la isla de Inis Oirr.Andrea Scala (getty images)

Boletín

Las mejores recomendaciones para viajar, cada semana en tu bandeja de entrada
RECÍBELAS

Sosiego natural

A las otras dos islas del archipiélago, Inis Meáin e Inis Oirr, también llegan los ferris, aunque el número de viajeros que se aventuran hasta ellas, incluso en verano, es mucho menor, lo que les permite conservar su sosiego natural. La primera de ellas también tiene fortalezas de las que presumir y caminos dibujados por muros de piedra en los que perderse. Los curragh bordean el minúsculo puerto donde atracan los barcos. Desde allí hasta el otro lado de la isla se tarda poco más de media hora a buen paso. Aquí se encuentra el asiento de piedra en el que el escritor irlandés John M. Synge pasaba horas mientras se inspiraba contemplando en el horizonte la isla principal, separada solo por el kilómetro y medio de mar del estrecho de Gregory’s Sound.

Por ello, las prisas no tienen sentido en Inis Meáin. Hay que hacer un alto en Teach Ósta, un pub de paredes blancas y pintas de cerveza negra. También en la fortaleza ovoide de Dun Conchuir, menos espectacular que Aonghasa y, a diferencia de esta, alejada de la costa, pero igual de pretérita. Y, por supuesto, en la casa donde Synge residió durante los cinco veranos que se refugió aquí.

Algo similar ocurre en la más pequeña de las islas, Inis Oirr. Una casa torre del siglo XV, un par de iglesias y el casco oxidado del Plassey (un mercante embarrancado en sus costas en 1960 y a cuyos tripulantes salvaron los isleños) recuerdan al viajero que no son necesarios grandes monumentos para ser cautivado. Y si eso fuera poco, conserva leyendas de galeones de la Armada Invencible española que naufragaron en estas aguas cargados de un oro que, aseguran, aún permanece oculto en algún lugar del fondo marino muy cercano a sus costas.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Sobre la firma

Óscar López-Fonseca
Redactor especializado en temas del Ministerio del Interior y Tribunales. En sus ratos libres escribe en El Viajero y en Gastro. Llegó a EL PAÍS en marzo de 2017 tras una trayectoria profesional de más de 30 años en Ya, OTR/Press, Época, El Confidencial, Público y Vozpópuli. Es licenciado en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid.

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_