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Piedras sublimes en una refinada ruta soriana

Del arco romano de Medinaceli al bonito burgo de Somaén y el monasterio cisterciense de Santa María la Real de Huerta, bosques, patrimonio y gastronomía en el Alto Jalón

Bóveda del refectorio del monasterio de Santa María la Real de Huerta.
Bóveda del refectorio del monasterio de Santa María la Real de Huerta. Jacobo Hernández (age fotostock)

El frío ya no es lo que era, ni siquiera en Soria. Incluso en pleno enero, esta provincia tan bonita como poco pateada se presta a estupendos paseos de invierno. Basta esperar un fin de semana soleado y tomar algunas precauciones que básicamente consisten en asegurarse parada y fonda con buenos platos de cuchara y buenas chimeneas. Ambas cosas abundan a lo largo del curso del Alto Jalón, en la esquina inferior soriana, muy a mano desde Madrid, Zaragoza y hasta Cataluña. Por aquí la parca gramática del paisaje castellano tiene también algo ya de aragonés y un sí es no es de manchego a ratos.

javier belloso

El Jalón nace en la sierra Ministra, muy cerca de Medinaceli. Una ciudad tan antigua y monumental que merece capítulo (y excursión) aparte: basta decir que su arco triunfal romano fue el edificio elegido como icono para señalizar monumentos históricos por las carreteras españolas. Aquí el dibujito/abstracción del arco es más apropiado que en ningún otro rincón ibérico: guía los pasos hacia el arco de verdad, de sólida piedra. A sus pies y los del cerro donde lleva plantado 2.000 años, el valle del Jalón se encajona pronto en un tramo de gargantas y hoces excavadas en la roca caliza y anaranjada.

El paisaje se pone interesante: el coche corre por la antigua Nacional II, junto a los frondosos bosques de ribera. Cuando se construyó la autopista paralela, un poco más al norte, el tráfico entre Madrid y Barcelona dejó de recorrerla, y uno puede darse el lujo de ir despacio y hasta de orillarse un poco para ver a gusto los buitres que aprovechan las corrientes cercanas y planean sobre las buitreras encajadas en los farallones. Una carreterita a la derecha lleva a la aldea de Velilla de Medinaceli. Como tantas otras de Soria, duele verla tan despoblada. Aunque no, en absoluto, descuidada: el éxodo rural llevó a muchas familias a vivir a ciudades más grandes, pero cada casa está perfectamente retejada y revocada por vecinos que no renuncian a volver a la menor ocasión. El pequeño río Blanco pasa a sus pies, y remontando su curso, tras un corto paseo entre campos arados y en barbecho, se llega al paraje de La Chorronera: el regato salva aquí un impresionante desnivel mediante una cascada que en invierno ruge ya desde lejos (ya nunca se congela como antes). Es un lugar que desmiente el aspecto árido y polvoriento que atribuyen a Castilla quienes la cruzan sin mirar: hay huertos de camuesos (la dulce variedad de manzanitas locales), espinos albares, nogales antiguos, chopos de ribera, helechos y musgos, yo creo que hasta olmos viejos salvados de la grafiosis.

Vista del castillo de Somaén, en la provincia de Soria.
Vista del castillo de Somaén, en la provincia de Soria.Juan José Pascual (Age fotostock)

La torre-atalaya

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Cerca, encajonado en un meandro del Jalón y al pie de los farallones excavados por el río, queda el bonito burgo de Somaén. Es un ejemplo de que los pueblos pueden nacer y morir y, a veces, resucitar. Manuel de la Torre, arquitecto especializado en restauración de patrimonio, compró y reconstruyó a partir de los años ochenta el castillo que en el siglo XIV construyeron los condes de Medinaceli sobre uno anterior, probablemente árabe. Fue una empresa visionaria a la que se fueron sumando nuevas restauraciones con buen criterio para casas particu­lares, el rearbolado de las laderas peladas, el retejado de la iglesia y la ermita. El castillo y su torre-atalaya, junto a la antigua posada del pueblo, se han convertido en hotel, donde merece la pena hacer parada y fonda: se puede leer o vaguear al amor de las grandes lumbres de su salón principal, con su impresionante techumbre de madera rematada por un soberbio pendolón. Es un buen punto de partida para pasear tranquilamente por las callejuelas del pueblo, recorrer su vega de huertas moriscas y caminar por el desfiladero que lleva a Avenales, un pueblo abandonado al fondo de los barrancos.

Río abajo, el valle se abre a la altura de Arcos de Jalón, otra buena parada: la Fonda Numancia, con un siglo a las espaldas y rejuvenecida, está siempre animada y sirve platos de enjundia, en la mejor tradición de las casas de comidas: sus menestras, torreznos y patatas a la importancia llevan siendo proto-comfort food desde mucho antes de que nacieran los abuelos de los hipsters de última generación.

Guía

Estas son ya las tierras muy antiguas y muy guerreras de la vieja raya con Aragón, lo más parecido a un Salvaje Oeste castellano: podemos desviarnos del curso del Jalón para visitar la aldeíta medieval de Chaorna, medio encaramada en un desfiladero y asomada a sus vegas y nozaledas; o subir a Monteagudo de las Vicarías, fortificada y casi tan bonita y sonora como su nombre; o acercarnos por tierras de color óxido y siena al imponente y mellado castillo de Montuenga, que más que elevarse sobre el teso ocre a sus pies parece tallado y medio fundido en él; o perdernos buscando la laguna de Judes, casi siempre seca salvo que sea año de lluvias, pero buen motivo para pasear por los sabinares del Jalón.

Para rematar, lo mejor es acercarse de nuevo al agua, como mandaban los preceptos del antiguo Císter, y recalar en la fábrica monumental del soberbio monasterio de Santa María la Real de Huerta: su cilla, su cocina, el transepto de su iglesia y sobre todo el majestuoso refectorio del siglo XII, único en Europa, lleno de luz y una de las cumbres del protogótico europeo, son como la traducción y resumen en piedra del paisaje en torno: vasto, elegantísimo a fuerza de despojado, señorial al ahorrarnos florituras y adornos y quedarse en las puras líneas maestras. Como si desnudarse no doliera ni costase esfuerzo, como si no fuera siempre, en arte, en arquitectura y en geografía, lo más duro y difícil de todo.

Javier Montes es autor de Varados en Río (Anagrama).

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