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Todo el mar en la playa de Martiánez

Pasado y presente se funden en el pulmón salino del Puerto de la Cruz, al norte de Tenerife

La playa de Martiánez, en el Puerto de la Cruz (Tenerife).
La playa de Martiánez, en el Puerto de la Cruz (Tenerife). Fabrizio Troiani (AGE)

Es la playa de Martiánez. Ronca el mar ahí, siempre está despierto. Te arrastra con engaños supremos, con su fuerza extraordinaria, te promete el paraíso con artes del infierno. El agua está helada pero te somete en seguida a una lucha en la que su poder te abraza y a la vez te abrasa, todo es mar y fuego y piedra alrededor en cuanto entras a la playa de Martiánez.

Es el pulmón salino del Puerto de la Cruz, mi pueblo. El muelle es el pulmón salado, ahí acaba el derrotero de los peces, en ese lugar se implora a la Virgen del Carmen que sea fértil el fondo del mar, que haya mayitas, los pescados que buscan los ruidosos pescadores rumbosos. San Telmo es la playa rocosa, desde allí se ve la llanura del Penitente, las rocas que el hombre reconstruyó para hacerla parte de la postal que el turismo prolongó en el Lago de Martiánez, junto al Charco de la Soga, el cuadro que le pintó César Manrique al pueblo.

Ya no están los charquitos donde los adolescentes creíamos inaugurar las caricias prohibidas. Era el mar pacífico, amansado por las rocas, ante las grandes construcciones. Los hoteles le daban sombra a nuestros descubrimientos, manos amantes en el mar quieto.

El Charco de la Soga era la Martiánez popular. Ahí venían, a mediados del siglo XX, mi padre y mi madre, con viandas que luego compartían con otras familias. Los chicos nos arrojábamos al mar bravío apoyados en neumáticos inflados e íbamos flotando hasta el final del espigón. Un día esa traición que guardan las olas para los desaprensivos hizo su aparición y un muchacho con el que solía jugar al billar acudió a mi rescate. Nunca podré olvidar lo que significa la palabra zozobra.

De ese charco ilustre, el Charco de la Soga, tengo otros recuerdos mucho más placenteros. Mi padre y mi madre riendo. En aquel entonces, cuando las familias eran felices un rato por la tarde de los domingos, era en la playa donde se reían. Y mi imagen de entonces es, vestido de arriba abajo, aquel cuerpo chico jugando con la arena, oliéndola, y escuchando reír a mis padres.

Martiánez era un continente hecho para que el mar retozara. Yo iba vestido a la playa, con mis padres, porque padecía asma infantil, bronquial, y no era bueno, decían, que cogiera frío o intemperie. Algún tiempo después me vengué. Fui solo, clandestino, a la playa grande, la de Martiánez, me escondía tras las rocas y desde ahí avanzaba hasta el la orilla y me hice amigo del mar, de la sal, del olor del mar, del yodo, de la frescura de las olas rompiendo contra las rocas y contra mi, desamparado habitante de aquel sueño.

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Algunos años después volví a la playa de Martiánez, la vi a todas horas, no sólo desde la altura en la que ya es eco su hermoso sonido contundente, sino que la contemplé a todas horas, desde cuando despierta en la penumbra y es como un ave de mil alas blancas, hasta el mediodía en que pega contra las rocas y contra la orilla creando espuma seca, innumerable; y también la vi al atardecer, cuando el mar es rojo melancolía.

A esa hora, que es la hora que recoge la fotografía, Martiánez tiene todos los colores, y es a la vez mesa abierta para una cena de peces misteriosos y también vía hacia el mundo de la noche, donde coexisten los ahogados tristes y los niños que, como yo mismo, descubrieron el mar como sonido gracias al espectáculo que me devuelve ahora, como uno de los bellos recuerdos de un isleño, esta orilla que ahí se ve como el abrazo que el día le da a la noche al atardecer en la playa de Martiánez o en la vida.

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