Iturregi, un caserío en los montes de Getaria

Entre viñedos de txacoli mecidos por el Cantábrico, al abrigo de los suaves montes que rodean Azkizu, con vistas directas al Ratón de Getaria, el hotel Iturregi mantiene una estructura de caserío vasco reticular en sus fachadas y en el ordenamiento general de sus instalaciones. Si la entrada constituye una sorpresa, una vez traspasada la verja y resguardado el medio de transporte en el aparcamiento dispuesto a la derecha, el entramado de barandas grises, viguerías horizontales y ojos de buey bajo cubierta transmite a los recién llegados una imagen pulcra y cordial de su destino.

La propuesta más refrescante queda intencionadamente arrinconada en la zona trasera, donde una piscina en ángulo espejeante cobra todo el protagonismo, con detalles como las sombrillas minimalistas o el muro que la cierra por su fondo norte con un arco de medio punto que se conserva del antiguo caserío.

El salón invernadero destila una sobriedad propia de viajeros cultos. Su eclecticismo de estucos rococó, muebles barrocos y piezas vanguardistas, junto a una mesa convertida en bar, seda al espíritu más inquieto. Que también podría optar por darse un paseo por las playas y los acantilados del litoral próximo. En tonos lilas, con largos cortinajes florales, el comedor presta toda su luminosidad a unos desayunos amplios y sabrosos que compensan lo incómodo de tener que salir del hotel para comer o cenar.

Cada una distinta de nombre y decoración, a cargo del interiorista Daniel Rotaeche, las habitaciones reservan una atmósfera delicada y silenciosa, como una exaltación tradicional del preciosismo: Orio, la matrimonial sencilla; Zumaia, la del dosel señorial; Askizu, abuhardillada con un baño de mármol negro; Jaizkibel, orientada al monte del mismo nombre, con una original bañera junto a la ventana; Igeldo, con tres amplios ventanales; Zarautz, el dormitorio de mayores dimensiones; así como las suites Iturregi, abuhardillada en tonos claros, y Getaria, la más seria, que deja ver el faro de la villa sobre los frondosos cantiles que se descuelgan hacia el mar.

Una joya como esta requería la mano rectora de alguien con sensibilidad, finura y escuela francesa de gran lujo, la borgoñona Lucie Leprêtre, directora del hotel.