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Fuera de ruta

Volcán de magma hirviente

La visita al parque del Masaya, un cráter gigantesco en Nicaragua, se completa con las poblaciones coloniales de Catarina y Granada

El cráter en ebullición del volcán Masaya, en Nicaragua.
El cráter en ebullición del volcán Masaya, en Nicaragua. INTI OCON (Getty)
Marta Sanz

Managua baja hacia el lago y el casco antiguo, del que ya solo quedan los restos de una catedral destrozada por el terremoto. Explanadas. Estatuas guerrilleras. Malecones recreativos y luminiscentes árboles de la vida fabricados con bombillitas de colores. Al salir de esa Managua, temerosa de reconstruirse por si se vuelve a caer, tomamos una ruta que nos lleva al parque nacional Volcán Masaya, a Caterina y a una de las ciudades coloniales más hermosas de Centro­américa: Granada.

javier belloso

El parque del Masaya es de piedra volcánica. Allí nacen los ceibos y otros árboles cuyos nombres ignoro. Los senderos surcan un paisaje entre el que se camuflan animales como el garrobo despistado que aparece en mitad de la carretera: este lagarto es muy perseguido, porque se dice que es bueno para abrirle el apetito a los enfermos. Ahora es una de las especies protegidas del parque. Subimos en coche lentamente hasta los seiscientos y pico metros en los que la tierra se abre de golpe: el Masaya, uno de los cinco volcanes activos en el país, también es conocido como la Boca del Diablo. Miramos desde arriba y adivinamos el magma hirviente, sentimos el calor y tocamos cabello de pelé, hebras de hilo basáltico procedente de la lava: el pelo de los demonios o los herreros del centro de la Tierra. El humo emborrona los perfiles de las colinas circundantes. En una de ellas se alza la Cruz del Fraile, que fue incrustada allá para que el infierno no se extendiera. El agujero, las líneas terrizas de los estratos, lo insondable, representan una experiencia física aterradora y sublime. La Boca del Diablo puede visitarse de noche; entonces el efecto de la luz en lo profundo impresiona aún más. Desde este punto mágico, lago, caldera o supervolcán, según distintas versiones especializadas, se divisa el lago de Managua. Pero nosotros seguimos en dirección a la ciudad de Masaya por una carretera en buen estado. Por el camino se ven restaurantes para comer vigorón, un guiso de yuca con chicharrones y ensalada de repollo aliñada con vinagre de plátano. También hay pulperías —tiendas de productos perecederos—, gasolineras; moteles de nombre Mi Rinconcito, Amor; carteles propagandísticos de Ortega con el lema “Vamos adelante”, autobuses amarillos. Es difícil saber dónde acaba la ruta y comienzan los núcleos urbanos. El parque central de Masaya, con su templete, es agradabilísimo. En el mercado de artesanía de la ciudad, llena de almacenes, un hombre toca la marimba mientras uno de los perros, no flacos sino flaquísimos, que se ven por todo el país se rasca las pulgas haciendo equilibrios sobre una sola pata. En el mercado bebemos una cerveza nacional, una Toña. Nos comentan que es mejor que la Victoria. Las casitas de una altura son de todos los colores.

Calle colonial en la ciudad nicaragüense de Granada.
Calle colonial en la ciudad nicaragüense de Granada.Jane Sweeney (Getty)

Catarina es una preciosa localidad cuajada de tiendas de artesanía: caballitos de madera, torsos de mujer, setas con mariposas posadas en su sombrerillo, frutas pintadas, muñecas de trapo, muebles. Proliferan los viveros que logran que disfrutemos de todos los matices del verde. También del verde de la chagüita con la que se rellenaban los ataúdes cerrados de los muertos en una guerra no tan lejana. Hay casas con balcones de madera y casas blancas. En lo alto está el mercado y un mirador espectacular hacia el lago de Caterina, también de origen volcánico. Los guitarristas amenizan las comilonas de los turistas mientras los zopilotes sobrevuelan la postal. La plancha del lago es malva, plateada, semiazul. Maravillosa.

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La carretera hacia Granada se hace aún más verde. Se tiene una sensación de limpieza. Entramos a la ciudad por su calle Atravesada, que no puede ser más colonial en su sucesión de grandes vanos y portones, rejas, en ese colorido variadísimo que contrasta con la regularidad urbanística, hasta alcanzar otro ameno parque en torno al que se alza la fachada albero de la catedral, oficinas con antiquísimos registros civiles, un rock-bar con una imagen de Jimi Hendrix pintada en el muro. La catedral es luminosa y a su luz contribuyen los murales kitsch con reinterpretaciones de la Capilla Sixtina. Del Arca de Noé: en el techo de esta catedral duermen la jirafa y el león. Auténticas palomas vuelan bajo la techumbre del templo. Nos bebemos un raspado antes de perdernos por las callejas del mercado: en las fotos, la decadente belleza arquitectónica se mezcla con los pollos y las frutas exóticas, las pitayas, los chicharrones y las bragas. Todo huele y es caliente. Comemos a la sombra del restaurante El Zaguán: ensalada y cerdo balsámico. Para hacer la digestión nos acercamos al lago de Granada: durante las festividades se llena de nicaragüenses que van allí a bañarse y disfrutar de los chiringuitos. Se dice que en el lago viven tiburones. Lo que sí hay es una constelación de bellas islas habitadas que puede visitarse haciendo un pequeño crucero. Lo dejamos pendiente. Queremos volver.

Marta Sanz es autora de la novela Clavícula (Anagrama).

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Sobre la firma

Marta Sanz
Es escritora. Desde 1995, fecha de publicación de 'El frío', ha escrito narrativa, poesía y ensayo, y obtenido numerosos premios. Actualmente publica con la editorial Anagrama. Sus dos últimos títulos son 'pequeñas mujeres rojas' y 'Parte de mí'. Colabora con EL PAÍS, Hoy por hoy y da clase en la Escuela de escritores de Madrid.

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