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Fuera de ruta

Soñando con Marilyn en Canadá

Toronto, Ottawa y, sobre todo, las imponentes cataratas del Niágara. Las ciudades y la naturaleza canadiense dejan el recuerdo de un viaje iniciático

Las cataras del Niágara, en la frontera entre Estados Unidos y Canadá.   
Las cataras del Niágara, en la frontera entre Estados Unidos y Canadá.   Marco Brivio (Getty)

El espíritu de Marilyn Monroe ya no sobrevuela el Niágara, pero ella ensanchó la fama, en la película de Henry Hathaway de 1953, de los saltos de agua que separan Estados Unidos de Canadá, un destino elegido por más de 30 millones de visitantes cada año. Las cataratas del río Niágara son una experiencia de fast food turístico en toda regla. Tras un par de horas de autocar desde Toronto se llega al lado canadiense, donde se amontonan un amasijo de hoteles y atracciones. Diligentes agentes gestionan un corralito serpenteante donde la multitud espera para adquirir el billete del paquebote que nos acercará a la herradura de agua.

Hay opciones para todos los gustos y bolsillos, de día y de noche, en barco o en helicóptero. Agencias como Niagara Cruises ofrecen desde 20 minutos de paseo en barco con chubasquero (por 13 euros) hasta paquetes que incluyen, además del paseo, visita panorámica y comida (desde unos 100 euros). Vale mucho la pena.

Los 110.000 metros cúbicos que se precipitan cada minuto por los tres saltos crean un espectáculo único. Cuando el buque discurre a pocos metros de las Horseshoe Falls, la American Falls y la Bridal Veil Falls (cataratas de la Herradura, Americana y del Velo de Novia), una combinación de agua y viento remoja a conciencia al personal. Pero de eso se trata, de disfrutar de un monumento natural descubierto por los colonizadores franceses en 1678.

Otra opción es apuntarse a un tour en autocar (47 euros con citysightseeingniagara.com; 68 euros si queremos además dar el paseo en barco). En este caso se incluye una parada en Niágara on the Lake, un precioso pueblo donde el lago Ontario se une con el río Niágara y que conserva un centro histórico de edificios coloniales como la Courthouse, la iglesia de St. Mark’s o la torre del reloj.

javier belloso

Suelo de cristal

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Cuando hace 150 años Canadá se independizó de Reino Unido, Toronto creía tener todos los números para ser la capital del nuevo Estado. Pero la reina Victoria eligió Ottawa, y las malas lenguas lo atribuyen a un desliz del dedo real fruto de un exceso de combinados espirituosos. Al borde del lago Ontario que da nombre a la provincia, Toronto es la ciudad más grande del país y su capital financiera. Los rascacielos de las grandes compañías se apiñan en el barrio viejo de la ciudad, donde también se encuentra la CN Tower, desde la que se tiene una vista espectacular, sobre todo si se reserva mesa en el restaurante de la cúpula, que cuenta con un impresionante suelo de cristal. A los pies queda el Rogers Centre y el Hockey Hall of Fame, la universidad, el Parlamento de Ontario, el Museo Real de Ontario y, más al este, Chinatown, el barrio chino. Para los que se quieran ahorrar los 24 euros de la entrada a la torre o la factura de la cena, la mejor opción es el East Bayfront, el paseo al borde del lago que, además de ser gratis, nos acerca a Toronto Island Park. A cinco minutos en ferri desde la terminal de Jack Layton espera el pulmón verde de la ciudad. Hay 20 kilómetros de caminos que se pueden recorrer a pie, en bicicleta o en esquís si es invierno. Puntos de interés a visitar son la playa de Manitou, el arenal nudista de Hanlan’s Point, el faro de Gibraltar Point o el Lagoon Theatre, escenario de conciertos y festivales. Buscando un poco se puede encontrar la placa que recuerda que fue aquí donde el legendario jugador de béisbol Babe Ruth consiguió el primer home run de su carrera profesional.

Volviendo a Toronto, al lado de la bulliciosa Dundas Square está el ­Eaton Center, donde las mejores tiendas conviven con músicos callejeros en busca de una oportunidad. El barrio de moda para cenar es Yorkville, muy cerca de la calle Bloor, donde está el Bata Shoe Museum, la más impresionante colección mundial de zapatos de todos los tiempos.

En Toronto todo está a tiro de metro o bus, un servicio accesible con el abono diario de 10 dólares canadienses (6,75 euros) sin límite de viajes. Muchas estaciones coinciden con los Path, 27 kilómetros subterráneos de comercios y pasillos, una segunda ciudad bajo tierra muy útil para soportar las gélidas temperaturas de invierno.

Turistas a bordo de un ferri frente al puerto de Toronto (Canadá).
Turistas a bordo de un ferri frente al puerto de Toronto (Canadá).Walter Bibikow (Age fotostock)

Multiétnica y acogedora

En unas cuatro horas el tren conecta Toronto con Ottawa. El billete se puede adquirir en viarail.ca, cuesta unos 80 euros y todos los vagones disponen de conexión a Internet. La mezcla de cultura inglesa y francesa confiere a Ottawa un carácter multiétnico y acogedor. El Parlamento ocupa un edificio imponente, pero al existir un cupo diario de visitantes obliga a un madrugón considerable. Más fácil es asistir en verano al cambio de guardia de las míticas casacas rojas a las diez de la mañana. Andando se llega hasta el canal Rideau, una obra de ingeniería militar mastodóntica que en invierno se transforma en la mayor pista de hielo del mundo. A pocos pasos esperan la catedral de Notre Dame y el Museo de Bellas Artes de Canadá. Atravesando el puente de Alexandra se llega a Gatineau, en la provincia de Quebec, sede del Museo Canadiense de la Historia, que brinda una de las mejores vistas de la capital. Antes de volver, imprescindible visitar el ByWard Market, zona de ocio donde se mezcla la gastronomía con la música en vivo.

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