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Las Merindades, un verde oasis burgalés

Valles fértiles, bosques de encina y roble y hoces calcáreas en las que se esconden ermitas románicas

Puentedey, en la comarca de Las Merindades (Burgos).
Puentedey, en la comarca de Las Merindades (Burgos).Arcay Proyectos Turísticos

Hay quién opina que la primera visión es la que cuenta. Y para quienes llegan desde el sur, la primera impresión de esta comarca burgalesa de las Merindades es, indefectiblemente, la del alto de la Mazorra. Desde la cresta de esta tachuela que anuncia ya el fin de la estepa castellana y la inminencia de la cordillera Cantábrica lo que el viajero observa es un valle apacible, suave, estirado de este a oeste con esa armonía que sólo da la añoranza. “Un valle con tanta piedra noble como el anticuario más exigente pudiera desear”, dejó dicho Dionisio Ridruejo, poeta del clasicismo y la austeridad, nacido en 1912 en el Burgo de Osma, un paisaje también austero y castellano como éste.

En la vieja Castilla por merindad se entendía una comarca puesta bajo la autoridad de un merino: un delegado real con capacidad para impartir justicia. Merindades por tanto hubo muchas, pero las pocas que nos han llegado bajo ese topónimo se agrupan ahora en esta comarca del norte de Burgos, limítrofe con la cordillera Cantábrica. Frente al tópico de la Castilla sedienta de llanos cerealistas, la comarca de Las Merindades se abre como un oasis de valles fértiles, bosques de encina y roble, verdes llanuras y hoces calcáreas en las que se esconden ermitas románicas.

San Pedro de Tejada, en Valdivielso (Burgos).
San Pedro de Tejada, en Valdivielso (Burgos).Liane Matrisch (Getty Images)

La primera que aparece si se entra por el puerto de La Mazorra es la merindad de Valdivielso, cuyas torres almenadas de Quintana y Valdenoceda delatan su condición de paso obligatorio entre Cantabria y Castilla. Los amantes del románico disfrutarán con la joya de la merindad: la iglesia de San Pedro de Tejada. Su única nave, rematada por una torre prismática, luce un maravilloso juego de canecillos tallados en los que el cantero añadió un par de sexos femeninos y un generoso falo.

Los cañones del Ebro

Poco más adelante el desfiladero de los Hocinos se encarga de recordarnos que por las Merindades también se cuela el río Ebro, que nace un poco más arriba, en Fontibre, y lucha por abrirse camino tallando cañones entre estas cordilleras del norte burgalés. El de los Hocinos tiene tres kilómetros de longitud, unos 100 metros de anchura media y 200 metros de altura. Los biólogos lo citan como un magnífico ejemplo de confluencia de las dos grandes áreas bioclimáticas de la Península: la atlántica y la mediterránea. Basta con fijarse en el tupido bosque para comprobar que en la zona de solana crecen quejigos, encinas y enebros (mediterráneo) y en la de umbría, hayas, robles, boj y acebo (atlántico).

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Luego viene Villarcayo –conocido no solo por los chorizos sino por ser el centro geográfico y administrativo de las siete merindades desde 1560- y las merindades de Valdeporres y Mena, las más septentrionales. Allí está Puentedey, donde el río Nela ha excavado un soberbio puente de roca encima del cual se construyó el pueblo.

Tras ellas se entra en la merindad de Sotoscueva, cuyo topónimo hace referencia a las numerosas cuevas que hay en su subsuelo y en especial a Ojo Guareña, un complejo de más de 100 kilómetros de galerías subterráneas, distribuidas en seis niveles que albergan una de las mejores colecciones de arte rupestre de España. Al abrigo de una sus bocas —conocida como la sala del Ayuntamiento— se reunió durante siglos el Concejo de los pueblos cercanos, una tradición que duró hasta 1924. En otra de las bocas se levantó la ermita de San Bernabé, un interesante eremitorio cristiano construido en el interior de una galería fósil de la cueva, y en cuyo paredes aún pueden verse unos frescos rupestres pintados hacia el siglo XVII que relatan el martirio de San Tirso. Castilla en estado puro.

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