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La ruta del Califato, una fascinante lección de historia

De Granada a Córdoba, parando en castillos almenados construidos sobre contrafuertes romanos, iglesias barrocas y renacentistas que antes fueron mezquitas o palacios neoclásicos levantados sobre torres vigía medievales

Alcalá la Real (Jaén), con la fortaleza de la Mota.
Alcalá la Real (Jaén), con la fortaleza de la Mota.Ivan Pedjakov (AGE)

Esta es una historia de moros y cristianos sobre un fondo de olivos y castillos sobre la ruta que unió dos de los focos de la cultura y el conocimiento más resplandecientes de la Antigüedad: Córdoba y Granada.

Unas breves pinceladas históricas para situarnos: en el año 929 el gran Abderramán III vuelve a unificar Al-Andalus y proclama el califato de Córdoba. Con él llega una nueva etapa de paz y progreso al sur de la península, en la que el arte, la ciencia y las letras sustituyen a las armas. Durante más de cien años, Córdoba sería el espejo de la cultura en el que se mirarían, envidiosas, el resto de monarquías cristianas europeas.

Un poco más al sureste, al pie de sierra Nevada, la dinastía zirí y más tarde la nazarí consolidan el reino de Granada, donde se inicia la construcción de esa maravilla de la arquitectura arábigo-granadina que es la Alhambra. Granada se convierte en una ciudad sensual, culta y misteriosa.

Con esta pequeña incursión en el túnel del tiempo ya tenemos situados los dos ejes de esta historia. Ahora solo nos falta trazar una línea que los una, a través de poblaciones como Moclín, Alcalá la Real, Baena, Luque o Alcaudete, para entender por qué la ruta entre ambas capitales, que hoy llamamos del Califato, se convirtió en un paso estratégico para Al-Andalus, un eje vital entre dos grandes centros de poder y sabiduría que marcó la trayectoria de los pueblos por los que transitaba.

Tierra de frontera, de serranía agreste, donde el olivo ha sustituido al roble y donde los trazados morunos de sus pueblos de cal y adobe delatan la mezcla de dos culturas, de dos tradiciones que se fusionaron a fuerza de enfrentarse, la ruta del Califato es más que una lección de historia. Sus 180 kilómetros desvelan el mestizaje de todos los pueblos que se atrincheraron entre estos relieves, desde los íberos, cuyos castros aún verdean en lo alto de los cerros, a los romanos, que dejaron en Martos la huella de una gran ciudad llamada Augusta Gemella Tuccitana o en Espejo la de otra llamada Colonia Iulia Ucubi.

Tantos siglos de fusión produjeron un curioso mestizaje: castillos almenados sobre contrafuertes romanos, iglesias barrocas y renacentistas que antes fueron mezquitas o palacios neoclásicos levantados sobre torres vigía medievales. Todo envuelto en un paisaje de campiña y serranía, marcado por las interminables y uniformes hileras de olivos.

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Alcalá la Real

Con semejante currículo, es lógico que la ruta esté llena de castillos y fortalezas. La más impresionante de ellas es la de La Mota, en Alcalá la Real. Basta ver a lo lejos la majestuosidad de la fortaleza para saber que no era una más. Cuando Alfonso XI sitió la plaza en 1341 dentro estaban para defenderla los hombres de la tribu Banu Said, la última familia musulmana que dirigió sus destinos. Una vez tomada, los cristianos edificaron en su interior la iglesia abacial de Santa María la Mayor, el gran templo que ocupa parte de la antigua plaza del castillo. Fue concluida en 1620, pero al trasladarse la villa a la zona baja fue cayendo en desuso. A este paulatino abandono hubo que sumar los destrozos de la invasión napoleónica, en la que resultó gravemente dañada su estructura. Hasta 1950 fue utilizada como cementerio municipal, de ahí que todo el suelo de la nave esté horadado por docenas de tumbas que han salido a la luz tras las modernas excavaciones.

Durante 151 años Alcalá resistió como avanzada de la frontera cristiana ante el reino nazarita de Granada. Una vez completada la reconquista y pacificada la zona, sus habitantes abandonaron la vieja ciudad intramuros y fueron formando un nuevo núcleo abajo, en el llano. Es la Alcalá actual.

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