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Fuera de ruta

India para soñar

Fascinante y colosal, distinguida y ‘kitsch’, a ratos frenética y siempre asombrosa. El triángulo de ciudades que forman Jaipur, Delhi y Hyderabad nos sumerge en una India de maharajás y leyendas donde los monos se burlan del viajero

La tumba de Humayun, en Delhi, del siglo XVI, en piedra arenisca roja.
La tumba de Humayun, en Delhi, del siglo XVI, en piedra arenisca roja.Stefano Amantini

Lo mejor será escoger el camino de Galta, recorrerlo de nuevo (inventarlo a medida que lo recorro)…”. Al llegar a Jaipur, iba acordándome del arranque de El mono gramático, de Octavio Paz, y pensando que sería bueno fiarme de todo un señor Nobel de literatura, seguir su consejo y empezar por visitar el legendario templo de los Monos en Galta, en las afueras de la ciudad.

Está dedicado a Hanuman, el simpático y astuto dios mono, capaz de cruzar de un salto de India a Ceilán y cargar con los Himalayas a sus espaldas. Pero sobre todo, según el Ramayana, nadie le igualaba en el dominio de las escrituras y como transmisor a la humanidad del lenguaje y la gramática.

Ambos eran buenos guías sobre el papel, pero en India nada resulta como uno piensa de antemano. Lo mejor es, desde el principio, aceptar que un higiénico desconcierto y una lógica alternativa, parecida a la de Lewis Carroll, trastocan siempre los planes: nada suele salir como espera el europeo armado de sus mapitas y horarios.

Un mono en el templo de Galta, a las afueras de Jaipur (India).
Un mono en el templo de Galta, a las afueras de Jaipur (India).Getty Images

Nada más empezar, resultó que el camino de Galta son en realidad dos: si el conductor de autorickshaw no está de humor para gastar gasolina, lo más seguro es que sin más explicaciones nos deje en la Galta Gate, un portón amurallado que se abre a un sendero empinado que trepa y retrepa por las peladas colinas rocosas al este de la ciudad (las vistas compensan los jadeos), y uno acaba por llegar a los tanques sagrados de las abluciones y la plazoleta del templo de Hanuman y sus dependencias después de dos kilómetros de subidas y bajadas entre desfiladeros y riscos calcinados. La caminata al sol merece la pena, pero cuando uno llega agotado y se encuentra con que había otro camino a Galta perfectamente asfaltado que rodea las colinas y deja a los visitantes al pie del templo, no sabe si reír o llorar. Tampoco sabe si se están riendo del enésimo turista desconcertado las familias enteras de macacos que campan a sus anchas por el recinto y, más que pedir, exigen gajos de una mandarina que hay que defender con uñas y dientes.

Una mujer vestida con un sari, frente a una ventana con calados de piedra en el fuerte de Amber de Jaipur (India).
Una mujer vestida con un sari, frente a una ventana con calados de piedra en el fuerte de Amber de Jaipur (India).Rich Jones

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Se puede y en realidad se debe volver al centro de Jaipur por la carretera oficial, porque esa sí es la ruta que recuerda Paz en su libro, arbolada y amena, y bordeada de templos y algunos palacios de recreo que pueden visitarse. Los jardines del palacio campestre de la reina Sisodia, dispuestos en terrazas y adornados de pabellones y fuentes y frescos con escenas de caza, dan una primera medida del refinamiento y el gusto por los placeres de la vida de la corte mítica de los maharajás de Jaipur.

Fundaron la ciudad en el siglo XVIII, y sus calles anchas y en retícula le ganaron el apodo de París de India. Pero en realidad uno piensa más en Versalles y otras grandes cortes barrocas europeas cuando entra en el recinto amurallado del City Palace, en el centro de la Ciudad Vieja, y empieza a ver cómo se suceden las maravillas. Es una verdadera ciudad dentro de la ciudad, y lleva su tiempo orientarse y ver una mínima parte de todo lo que contiene: patios, jardines, pabellones y el impresionante Durbar o salón de ceremonias.

Las cuatro puertas

Entre lo más memorable está el gran patio Pitam Niwas: en sus cuatro muros se abren cuatro puertas policromadas de una belleza que casi duele. La puerta del Loto, la puerta de la Rosa, la puerta Verde y la más impresionante, la puerta del Pavo Real: el abanico desplegado de su cola turquesa forma la bóveda de entrada y separa las dependencias privadas de la familia real de Jaipur, que aún vive en el palacio.

Yo me salté la visita guiada porque costaba una pequeña fortuna (el nombre, Royal Grandeur Tour, también me ­desanimó un poco), pero cualquiera que visite el palacio por su cuenta acaba familiarizándose con los miembros más ilustres de la familia: Gayatri Devi, una de las últimas maharanís, liberal y culta y bellísima, que escribió unas memorias de su vida como princesa en la década de los cuarenta que no resistí el morbo de comprar (y que están francamente bien); el extravagante Ram Singh II, que a mediados del siglo XIX se aficionó a la fotografía y se autorretrató bajo muchos disfraces, a la occidental, a la oriental y hasta semidesnudo como ascético discípulo de Shiva; o el legendario Jai Singh II, coronado a los 11 años en 1700 y que llevó a Jaipur a su máximo esplendor.

Bazar en la ciudad antigua de Jaipur (India).
Bazar en la ciudad antigua de Jaipur (India).Getty Images

Su gran pasión fue la astronomía, y cerca del palacio construyó el Jantar Mantar u Observatorio Real: es una especie de parque a cielo abierto de descomunales arquitecturas metafísicas que más que a Octavio Paz recuerdan a Borges. Ni en sus cuentos más ambiciosos imaginó estructuras como el Samrat Yantra o Instrumento Supremo, el Krantivritta o Instrumento Eclíptico Abandonado, o los 12 Rashi Yantras (uno por cada signo del zodiaco). Los colosales astrolabios, cuadrantes y sextantes estaban pensados para medir posiciones celestes con una exactitud que todavía hoy no ha sido superada.

Esa mezcla casi mareante de lo totalmente desmedido y lo absolutamente refinado, de las proporciones colosales y los detalles más minuciosos, da a la imaginación los pies alados de Hanuman, excita la fantasía del más sereno, se sube a la cabeza rápido y se repite a menudo en el viejo Jaipur de los rajput: en los 12 pisos del Hawa Mahal o Palacio de los Vientos, por ejemplo, que por fuera parece la fachada de un edificio inmenso e intrincado como una colmena y que resulta ser desde el otro lado solo una pantalla de corredores y celosías de vidrio colorido superpuestas. Refugiadas tras ellas, las innumerables concubinas y mujeres nobles de la corte podían cotillear sin ser vistas los desfiles de aparato y procesiones sagradas.

Javier Belloso

O en el fuerte gigantesco de Amber, sobre las colinas rocosas parecidas a las de Galta, sede de la capital original a unos kilómetros del centro. Merece la pena llegar temprano para ver cómo los convoyes de elefantes (ahora pensados para acarretar turistas) trepan por las rampas escarpadas, cruzan el portón inmenso abierto en las murallas ciclópeas y entran en un laberinto de patios, jardines, pabellones abiertos y cisternas. Es una arquitectura aérea, pensada para combatir el calor y apabullar al visitante desprevenido: en el pabellón de recepciones Jai Mandir, las incrustaciones de espejo y vidrios coloreados eran protegidas del calor mediante esteras tejidas en raíces aromáticas que refrescaban y perfumaban el aire cuando se asperjaban de agua varias veces al día.

El cine más espectacular de India

De vuelta en la ciudad, ese mismo espíritu modernizado flota en los jardines y patios del Diggi Palace, el antiguo palacio convertido en hotel que se abarrota cuando sirve de sede al Jaipur Lit Fest, el mayor festival literario gratuito del mundo. Y sobre todo en las escalinatas, pasillos, vestíbulos e inmensa sala de proyección del Raj Mandir, el cine más espectacular de India (y del mundo), donde lo suyo es comprar entradas para el taquillazo de Bollywood que toque esa noche, coreado y aplaudido por los espectadores.

El Fuerte Rojo de Delhi

Después de la exuberancia de Jaipur, el paso por Nueva Delhi exige cambiar el ritmo y las ideas: la capital tiene verdaderos problemas de contaminación y cuesta adaptarse a la nube de smog casi perpetua y al cambio de escala y velocidad. El tráfico fluye raudo por el engranaje de rotondas y avenidas ajardinadas de la ciudad nueva, construida durante el Raj (el periodo de dominación colonial inglesa) por el interesante arquitecto y urbanista Edwin Lutyens. Y se atasca y colapsa en la ciudad vieja, alrededor del Fuerte Rojo y la soberbia Jama Masjid, una de las mezquitas más grandes de India, elevada sobre el caos de las callejuelas y herencia de la época de esplendor del reinado mogol.

En Delhi todo se mezcla: las colonias ajardinadas de edificios del más puro racionalismo para los más pudientes (con un aire inesperado a la colonia de El Viso madrileño), las reminiscencias londinenses en torno a Connaught Place, los puestos callejeros en torno al Fuerte Rojo, el art déco suntuoso del hotel Imperial construido por los ingleses, los restaurantes iraníes y afganos en torno al mercado central, el optimismo posindependencia de la arquitectura moderna y arbolada del campus de la Universidad Nehru.

Para descansar (y sobre todo respirar), lo mejor es escapar de cualquier cosa motorizada que nos salga al paso y darse una vuelta por los jardines de Lodhi, en torno a las tumbas arruinadas de esa dinastía que gobernó la ciudad en el siglo XV. Quienes no tengan tiempo de acercarse al Taj Mahal, en Agra (o les dé pereza las hordas de turistas), pueden ver casi a solas el bellísimo mausoleo mogol de la Tumba de Humayun. Elevado sobre un plinto majestuoso, perfectamente simétrico y elegantísimo al combinar arenisca roja e incrustaciones de mármol, sirvió de modelo y precedió en más de medio siglo al Taj Mahal: en mi opinión, no tiene demasiado que envidiarle.

Mercado junto al Charminar, famoso monumento de Hyderabad (India).
Mercado junto al Charminar, famoso monumento de Hyderabad (India).Markus Gebauer (Getty Images)

Hyderabad, un respiro

Todas esas huellas de la India musulmana se vuelven deslumbrantes en Hyderabad, la capital del nuevo Estado de Telangana, en el centro del país. No suele incluirse en los circuitos clásicos de India y es a la vez una pena y una suerte, porque permite al europeo que recala por aquí (y llama la atención por las calles de la ciudad vieja) visitarla creyéndose a ratos un viajero del siglo XIX.

Porque aquí es casi imposible resistir la tentación culpable del orientalismo más recalcitrante: desde la Edad Media, los nizams de Hyderabad compitieron con los maharajás del Rajastán en munificencia y boato, monopolizaron el comercio de diamantes y gemas de India y dotaron a la ciudad de grandes monumentos, mezquitas, palacios y fuertes.

Para guiarme por los zocos de la ciudad vieja, sustituí a Octavio Paz por otro escritor, inopinado e irónico: el español Juan Benet, ni más ni menos, que en su día contó su propia visita a la ciudad y la impresión de atravesar en un frágil rickshaw los enjambres y marabuntas de peatones, animales y vehículos de todas las formas, tracciones y combustibles imaginables. El tráfico demencial de las ciudades indias se vuelve aquí una experiencia ya casi sobrenatural, a la par terrorífica y euforizante: según Benet, a quien sobrevive le queda “la impresión infantil después de una vuelta en el tiovivo, el güitoma o la montaña rusa; una mezcla de alivio y anhelo de repetición…”.

El trayecto casi suicida compensa, desde luego, cuando se visitan los salones magníficos del complejo de palacios conocidos como Chowmahalla, que incluyen el fabuloso Rolls-Royce ceremonial de principios del XX, ejemplar único, incrustado de piedras preciosas y esmaltado ex profeso con el amarillo real, que está como nuevo y solo acumula unas pocas millas en su cuentakilómetros (servía en las grandes ocasiones para cruzar la calle hasta la mezquita Masjid); el fuerte arruinado de Golconda y las tumbas de la dinastía Qutub Shah, tan evocadoras en su desolación a las afueras de Hyderabad; o los templetes funerarios de las tumbas de la familia noble de los Paigah, los únicos cuyas hijas podían dar herederos a los nizams: son dificilísimas de encontrar y el rickshaw de turno dará muchas vueltas hasta depositarnos en el recinto, pero la extrañeza y el refinamiento de sus estucos labrados dejan sin aliento.

El mono Hanuman

Cerca del extraño y aparatoso monumento del Charminar, una especie de arco de triunfo cuádruple con mezquita elevada y minaretes incorporados que sirve de símbolo a Hyderabad (y que es más bonito al natural que en foto), Benet pretendía haberse topado en una tienda de estampitas religiosas hindúes y cromos de líderes políticos con la lámina de un avatar o un dios menor idéntico al escritor Juan García Hortelano, que ese 1992 acababa de morir en Madrid.

Daba indicaciones precisas para encontrar el puestecito (“Allí ha quedado en un tenderete de Sardar Patel, cerca de Charminar, según se baja hacia el puente a la izquierda…”), pero yo no encontré ni la estampa, ni la tienda, ni siquiera el puente del que habla. Me parece que el propio avatar de Benet, sentado cerca del mono gramático Hanuman, se estaba riendo en algún lado de mi enésimo desconcierto indio.

Javier Montes es autor de la novela ‘Varados en Río’.

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