_
_
_
_
_
Fuera de ruta

La tragedia del rey Boris

Los avatares del monasterio de Rila, símbolo de Bulgaria, en una visita que incluye reliquias y ecos del nazismo

Frescos en el monasterio de Rila, en Bulgaria.
Frescos en el monasterio de Rila, en Bulgaria.Christian Kober

Las líneas aéreas baratas han comenzado a volar a Bulgaria, que empieza a ser descubierta como destino turístico. Con playas de arena en el mar Negro, nieve asegurada en sus estaciones de esquí, bonitas ciudades como Sofía o Plovdiv, buena comida y precios muy asequibles, nos está llamando.

Una de sus joyas son sus monasterios. Y el principal es el de Rila, un lugar único, de enorme belleza, al pie de las montañas del mismo nombre, que cuentan con el pico más alto de los Balcanes, el Musala, de 2.925 metros. Desde Sofía, a unos 125 kilómetros, se tarda poco menos de dos horas en coche (el viaje en autobús es más azaroso), dependiendo del tráfico y, entre octubre y marzo, de la nieve. Abandonada la autovía, aún queda un rato por una carretera que asciende entre curvas y montañas boscosas casi verticales. Ese recorrido por una naturaleza silenciosa y profunda nos prepara para la meta, el monasterio, centro de peregrinación que sintetiza la historia búlgara.

La puerta Dupnitsa, con sus pinturas, nos da una pista de lo que aguarda al traspasarla: un estallido de color

Lo fundó en el siglo X san Juan de Rila, quien, harto de la inmoralidad de su época, vivió sucesivamente en el hueco de un árbol, en una cueva y sobre una roca. Destruido por los turcos siglos después, se restauró con donaciones de la Iglesia ortodoxa rusa. Convertido en un refugio donde los monjes conservaron la lengua, la cultura y la identidad búlgaras, un incendio que quemó “hasta las cucharas de madera” lo devastó en 1833. El símbolo nacional se reconstruyó de nuevo, con aportaciones de todos los búlgaros. Desde fuera, salvo por las ventanas, parece una fortaleza de gruesos muros de más de 20 metros de altura. La puerta Dupnitsa, con sus pinturas, nos da una pista de lo que aguarda al traspasarla: la sobriedad exterior es sustituida por un estallido de color, con arquerías y muros con franjas rojas, blancas y negras. Aparte de la iglesia de la Natividad, el patio lo domina la torre de Hrelyo, del siglo XIV. A ese colorido se añaden el amarillo de alguna de las torres del templo y, por supuesto, los frescos de su pórtico.

Los pintores más famosos del Resurgimiento Búlgaro, el despertar nacional del XIX, como Zahari Zograf, de la escuela de Samokov, trabajaron allí. El que muy raramente firmaran nos retrotrae a la época medieval, lo que casa bien con la temática de los frescos, llenos de mártires guerreros, de santos vestidos y de pecadores desnudos a los que demonios rojos y negros arrastran con cuerdas y cadenas, golpean con mazas y torturan de diversas maneras. Uno podría pasarse horas fijándose en los detalles. Arriba, los santos y la gloria, de brillantes colores, y abajo, el infierno, oscuro. El arcángel San Miguel se dispone a pasar por la espada a un rico. Más allá, a un condenado le salen culebras por la boca.

javier belloso

Boletín

Las mejores recomendaciones para viajar, cada semana en tu bandeja de entrada
RECÍBELAS

En el interior de la iglesia, con lámparas colgantes normalmente apagadas y escasa luz natural, entre techos y paredes pintadas, se halla la sencilla tumba de Boris III, el rey supuestamente envenenado por los nazis tras negarse a entregar a los judíos búlgaros, y el imponente iconostasio, junto al que, en un arca de plata tapada por un manto, se guarda la mano izquierda de san Juan de Rila. Según el libro que compro allí, de sus restos se desprende todavía hoy “un maravilloso aroma”. En las pinturas es reconocible por su barba blanca y su aureola plateada.

Visito el Museo del Tesoro, en el que hay desde iconos medievales hasta imprentas, libros, casullas, tapices o armas de los guardas del monasterio, que a lo largo de los siglos hubieron de defenderlo de los bandoleros: pistolas, escopetas, sables, un mosquete español de dos metros de largo… La pieza más famosa es la Cruz de Rafael, de madera, llamada así por el monje que la talló con un virtuosismo impresionante. En sus 36 escenas bíblicas y 600 figuras humanas se dejó 12 años y la vista.

Al salir, vagabundeo por el patio, admirando el colorido y las montañas que guardan el valle. Frente a la cocina veo la maqueta del monasterio, con el río, las montañas cortadas como con un hacha y la cercana estación de esquí. Subo por una escalera de madera a la galería del segundo piso. Aparece un monje vestido de negro que me dice algo. Imagino que me está reprendiendo y corro al claustro como ovejita traviesa que vuelve al redil.

Una de las alas del monasterio es una hospedería. De módicos precios y sobrias habitaciones, para dormir en pareja hay que demostrar que se está casado. Antes de salir, deseando que la vida me ofrezca la oportunidad de dormir alguna vez en una de ellas, me vuelvo. Me llega un delicioso aroma, quién sabe si de las montañas o de las reliquias de san Juan de Rila. En el patio se ha echado un perro negro. No es un perro especialmente bonito, pero allí, sobre la nieve blanca, recién caída, suave como el algodón, con un fondo de frescos, columnas, arcos pintados con franjas y galerías de madera, se convierte en una imagen sugerente llena de misterio. Eso es lo que tienen los lugares como Rila: lo realzan todo, y uno siente como una bofetada, la bofetada de la belleza de la vida.

Martín Casariego es autor de la novela Como los pájaros aman el aire (Siruela).

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_