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Escapadas

Graciosa y San Jorge, las Azores secretas

El turismo de aventura y naturaleza descubre dos islas poco conocidas. Aquí compra algas el chef gaditano Ángel León

Cráter volcánico en la isla de San Jorge, en las Azores.  
Cráter volcánico en la isla de San Jorge, en las Azores.  M. Abreu

Aunque pertenecen al llamado grupo central de las Azores, son islas poco frecuentadas por los turistas. Hasta ahora, porque las conexiones van mejorando. A Graciosa la llaman “la isla blanca”, no se sabe muy bien si por la leche y el queso, o por la piedra volcánica que tiene allí ese raro color. San Jorge, la más grande y alargada como una pescadilla, es también la más despoblada y salvaje del archipiélago. Ambas se abren paulatinamente a un turismo de aventura y naturaleza.

Graciosa

Graciosa es muy chica, unos 12 kilómetros de largo, y solo cuenta con cuatro municipios, aunque son muchas las feligresías o aldeas. Tiene mucha historia. Los primeros colonos trajeron unos curiosos molinos con un tejado en forma de caperuza roja, afición al vino, que cuidan en pequeños corrais (corrales) de piedra, y la manía de cazar cachalotes; por aquí faenaron balleneros citados en Moby Dick, y todavía es posible pegar hebra con algún viejo cazador jubilado.

Javier Belloso

A Graciosa se llega por barco o en avión. Allí aparecen los primeros molinos (reconvertidos en alojamiento rural) y una arquitectura popular tosca y admirable a la vez. El puerto, aunque parece pequeño, es importante. Preparan y exportan congrio seco, al estilo del bacalao, y sobre todo, últimamente, algas. Es extraordinaria la demanda, tanto por la industria alimentaria como para la cosmética y otros usos (gelatinas, gomas). El “cocinero del mar”, el chef gaditano Ángel León (dos estrellas Michelin), es uno de los muchos que se abastecen aquí.

A un par de leguas hacia el sur, la Ponta da Restinga, con el islote de Baixo enfrente, es uno de los muchos y espléndidos miradores de Graciosa. Amparado bajo sus acantilados está el Lugar do Carapacho, donde se están renovando unas termas que vivieron días de gloria a principios del siglo XX. Las vistas que tienen los vecinos campistas, por nada de dinero, no las podrían ofrecer los más lujosos hoteles. También la comida casera del bar Dolphin, a base de pescado fresco, es algo fuera de concurso.

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Muy cerca está la joya de la isla, la Caldeira y Furna do Enxofre. Es el vientre de un antiguo volcán, hundido en medio de la floresta, con un lago sulfúreo subterráneo. El centro de visitantes es una caja de cristal, respetuosa y rica de explicaciones, unida por una pasarela de madera a la boca de la caldera. A esta se desciende por una escalera de piedra de 183 peldaños. Eso ahora, porque Alberto de Mónaco (no el actual, su bisabuelo) tuvo que bajar por una escala de cuerdas; era un intrépido. El flanco sur de la isla está acorazado por acantilados de vértigo. Porto Afônso y más adelante Ponta da Barca, con un faro impresionante, ofrecen imágenes retorcidas y negruzcas que parecen de otro planeta.

Excursionistas en Santa Cruz, en la isla de Graciosa.
Excursionistas en Santa Cruz, en la isla de Graciosa.T. Stankiewicz

Señales de humo

Santa Cruz es la capital. Se abarca de un vistazo desde el monte de Nuestra Señora da Ajuda, que era el punto vigía para avistar ballenas y hacer señales a los barcos (con humo o con trapos, a falta de móviles). En Santa Cruz hay molinos con caperuza, casas de piedra oscura de los siglos XVIII y XIX, y varias iglesias y “misericordias” (casas de caridad). Y también un museo recién renovado, que cuenta el idilio de esta isla con América. La primera oleada de emigrantes fue a Brasil, en el siglo XIX, luego siguieron otras a América del Norte, cuando algún volcán se había pasado de la raya.

A la isla de San Jorge hay que llegar en barco (o en helicóptero o avioneta). Pese a ser la más grande de las Azores, es la más salvaje y despoblada, con apenas 10.000 residentes. Los bordes de toda la isla son acantilados a pico, de los cuales se desprendieron, en tiempos remotos, planchas enormes de roca que llaman fajas, que pueden incluso albergar una laguna interior, y cuya plataforma es solar de algunas aldeas. No hay pueblos en el interior, montañoso y abrupto, convertido en una ristra de reservas forestales y pistas que atraen a senderistas avisados de todo el planeta. Desde esta isla se divisa a la vecina Pico y su volcán empenachado de nubes, a unos 15 kilómetros, separadas ambas islas por el traicionero canal de San Jorge.

Guía

Información

Solo hay dos poblaciones de cierto empaque, Calheta y Velas. A Calheta arriban muchos de los barcos y allí se organizan excursiones marinas para pescar o hacer submarinismo y otros deportes. El bar del puerto es como un salón de estar. Camino de Velas, en Urzelina, un seísmo se tragó la iglesia y perdonó solo a la torre. Velas luce como toda una capital. Varias iglesias, varios “imperios” (capillas del Espíritu Santo, para una curiosa tradición de los barrios ajena al clero), calles empedradas, casas nobles, terrazas… Sosiego y buenos precios. Es obligada una excursión a la cara norte de la isla, sobre todo al mirador de Norte Pequeno. Desde allí se ciernen en hilera las fajas dos Cubres, do Belo o da Caldeira do Santo Cristo, con sus lagunas, envueltas en espuma y nubes, como monstruos marinos resoplando en la lejanía.

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