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Bienvenidos a Sídney

Paseo de recibimiento junto a la Opera House, icono de la ciudad australiana, para contemplar el atardecer, vencer el jet lag y, por qué no, despedir el año

La Sydney Opera House, proyectada por el arquitecto Jorn Utzon, vista desde Royal Botanic Gardens.
La Sydney Opera House, proyectada por el arquitecto Jorn Utzon, vista desde Royal Botanic Gardens.E. Riera

Cuentan que andaba la señora Macquarie nostálgica de su Escocia natal, así que su marido Lachlan, Gobernador del estado de Nueva Gales del Sur, mandó a los convictos esculpir las rocas del extremo este de Farm Cove en forma de banco. Desde allí, Elizabeth divisaba con curiosidad y añoranza el continuo tránsito de aquellos barcos que, llegados desde el viejo continente, transportaban y descargaban junto a animales y mercancías, las miserias y esperanzas de las personas que arribaban a la nueva colonia penitenciaria.

Corría el año 1810 y la denominada por entonces Nueva Holanda se encontraba en plena ebullición y crecimiento, inmersa en continuos conflictos con la invadida población aborigen y con unos convictos que empezaban a formar parte de la sociedad civil, gracias al indulto de las penas que implantaría Lachlan Macquarie, considerado el primer gran gobernador de este Estado.

Lo que no sabían ni él ni Elizabeth es que un siglo más tarde nacería en Copenhague la persona que convertiría aquella incipiente Sidney en uno de los más fascinantes íconos turísticos del planeta, emplazando justo en el otro extremo de la ensenada, y a escasos metros de la residencia del gobernador y de su esposa, el emblemático Sydney Opera House. Diseñado por Jørn Utzon en un arrebato de inspiración mientras pelaba una naranja, compone junto a Harbour Bridge un espectacular enclave natural y urbanístico.

Si al aterrizar en Sidney el sol brilla como de costumbre, hay que adentrarse en los esplendorosos y cuidados Royal Botanic Gardens; deambular por el parque contiguo, The Domain, en dirección a la emblemática silla de la señora Macquarie, y, al llegar, sentarte y sentirse Elizabeth por unos instantes.

Después de saborear el impresionante enclave portuario y el devenir de sus embarcaciones, uno puede dirigirse al carismático auditorio bordeando Farm Cove. Al llegar a destino, conviene relajarse y acompañar el atardecer con un piscolabis en cualquiera de sus terrazas, observando como la ciudad y los ferries se iluminan mientras el sol se esconde tras la inmensidad del curvado puente. Además de estar venciendo el jet lag, posiblemente sentirá que ha llegado a un lugar viajero soñado, a un enclave único y privilegiado. Bienvenidos a Sidney.

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