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Travesía Noruega (IV)

Prohibido morirse en Svalbard

Misterios de la naturaleza ártica y viejos pueblos mineros en el archipiélago noruego

Crucero en la bahía de la Magdalena, en Spitzenberg.
Crucero en la bahía de la Magdalena, en Spitzenberg. Huber Gräfenhain

El dato impresiona. Junto con ciudades como Reikiavik o Helsinki, Oslo se cuenta entre las capitales más septentrionales de la tierra. Pues desde Oslo hasta África hay la misma distancia que desde Oslo hasta Svalbard, nuestro punto de llegada. Así de cerca de la cima del mundo nos hemos venido.Svalbard constituye la última frontera a la que un barco puede asomarse antes de que los hielos eternos cubran la superficie del mar. Nosotros hemos llegado navegando en el velero Sternaen una travesía de varios días desde el continente europeo. Nuestro primer refugio lo constituye el fiordo de Hornsund, en el sur de la isla de Spitsbergen. La latitud es 77º Norte. Nos hallamos a unos 1.500 kilómetros del Polo Norte.

Típicas casas de colores en el archipiélago de Svalbard.
Típicas casas de colores en el archipiélago de Svalbard. Don Landwehrle

Rodeados de glaciares y armados con nuestro fusil —la ley obliga a llevar uno debido a la presencia de osos polares— bajamos a tierra en una playa que nos ofrece un paisaje lunar. Lo primero que nos encontramos es un pequeño zorro ártico que nos mira con ojos nerviosos, como si quisiera saber el motivo por el que estamos ahí. Avanzamos por la orilla rocosa, vadeamos un arroyo de deshielo y damos con los restos de una cabaña de cazadores que se eleva solitaria en la otra punta de la bahía. Cualquier construcción anterior a 1946 es considerada una ruina en Svalbard y protegida como tal, es por eso que a lo largo de toda su geografía pueden hallarse refugios de tramperos y cazadores en perfecto estado de conservación. El que nos encontramos no tiene más de cuatro metros cuadrados y una única ventana pequeña. Al entrar damos con una especie de despensa que aún contiene latas de conservas y algunas botellas vacías. Sobre la mesa hay dos hachas y algunas otras herramientas, y un poco más allá, junto a la estufa de hierro que preside la estancia, se reparten un par de ollas, un cazo y algunos cubiertos oxidados. Se nos hiela el alma al pensar en la vida que llevaban los hombres que allí vivían. Es verano en Svalbard y el sol está alto en el cielo las 24 horas. Llevamos días sin conocer la oscuridad y el ánimo empieza a verse algo afectado, pero no es nada en comparación con lo que deben haber soportado esos individuos en la noche perpetua del invierno polar.

Viejo teléfono en el asentamiento ruso de Barentsburg.
Viejo teléfono en el asentamiento ruso de Barentsburg.Sergio Pitamitz

Bases balleneras

En 1920, el mismo tratado que reconoció la soberanía noruega sobre Svalbard autorizó a algunos otros países a explotar sus recursos naturales. Compañías inglesas, holandesas y españolas establecieron allí sus bases balleneras, y del mismo modo se levantó el poblado minero ruso de Barentsburg, nuestra siguiente parada. Un pueblo posapocalíptico. Una serie de barracas semejantes a dormitorios de tropa o pabellones de prisioneros descansan sobre las laderas ennegrecidas por el carbón, y una sinfonía de tuberías, grúas oxidadas y maquinaria en desuso completan el cuadro. En sus épocas de esplendor, Barentsburg llegó a contar con más de 2.000 habitantes. Arktikugol es el nombre de la compañía que ha explotado sus recursos durante más de medio siglo y que llegó a acuñar su propia moneda, con la cual los trabajadores podían hacerse con algunos productos en los comercios de la empresa. Hoy, ante la inminente clausura de la única mina que continúa en funcionamiento, Arktikugol está intentando reconvertir las instalaciones en destino turístico. Por ahora solo hay un hotel, que además de ofrecer habitaciones posee uno de los dos bares/restaurantes de la localidad. En la ladera negra de la montaña puede verse la boca de una antigua mina. Una estructura de madera soporta las vías por las que el carbón era transportado hasta el puerto en un recorrido que no parece haber sido planificado. Nada allí lo parece. Las estructuras que caen en desuso son abandonadas y a su lado se levantan las nuevas. Como si hubiera surgido espontáneo de la montaña y de las necesidades inmediatas a las que la minería en condiciones extremas obliga, el pueblo aparece como una herida en el paisaje cubierta de polvillo negro.

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Javier Belloso

Nuestra última parada es Longyearbyen, el mayor asentamiento del archipiélago, la residencia del gobernador y el punto de partida de las excursiones turísticas, que representan la principal fuente de ingresos de la zona. Casas bajas y de colores vivos constituyen su centro urbano. A un par de kilómetros del pueblo se encuentra el Banco Mundial de Semillas, una estructura subterránea a prueba de terremotos y bombas atómicas que salvaguarda la biodiversidad de las especies comestibles del planeta en caso de que ocurra alguna catástrofe. En el pequeño cementerio que hay en las afueras, hace 70 años que no se entierra a nadie. Alentados por la fantasía de una criogenización espontánea, muchas personas mayores o enfermas empezaron a querer ser enterradas allí, lo que obligó a las autoridades a tomar medidas. Las instalaciones de Svalbard carecen —a propósito— de facilidades para ancianos y discapacitados, y si uno empieza a encontrarse mal, es inmediatamente subido a un avión y enviado de vuelta a casa. Morir es algo que está prohibido en Svalbard.

Longyearbyen constituye la última parada de nuestra aventura polar. A la mañana siguiente volaremos a Oslo y, desde allí, a casa. Por la tarde, al llegar, me sentaré en el balcón y esperaré pacientemente a que se haga de noche. Primer anochecer después de un día que ha durado varias semanas. En mangas de camisa me dedicaré a mirar las estrellas. Verano mediterráneo. Bendita oscuridad.

» Javier Argüello es autor del ensayo La música del mundo (Galaxia Gutenberg).

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