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Escapadas

Tempo lento con Britten

Visita en Aldeburgh, un pueblo de pescadores, a las dos apacibles casas del compositor inglés en el centenario de su nacimiento

Casas en Shingle Beach, en Aldeburgh.
Casas en Shingle Beach, en Aldeburgh.Panoramic Images

El próximo viernes, 22 de noviembre, justo por Santa Cecilia, Benjamin Britten habría cumplido los cien. A su manera reposada, pero convencida (y concienzuda), los ingleses lo celebran como se merece su gran compositor moderno. Y el centro de la fiesta está justamente todo el año en Aldeburgh, el pueblecito de pescadores de su Suffolk natal, donde convivió cuarenta años con el tenor Peter Pears. Fue una de las parejas sentimentales y creativas más duraderas y productivas del siglo. Las cartas de amor (y, lo que es más impresionante, de admiración por el talento mutuo) que se escribieron hasta la muerte de Britten en 1976 son una prueba muy envidiable de entendimiento íntimo y profesional durante tantos años.

Allí fundaron precisamente el Festival de Aldeburgh en 1948 para devolver algo de optimismo y brío a la Inglaterra gris de la posguerra y equilibrar los riesgos siempre latentes de su tentación insular. Se ha convertido con los años en la réplica británica a la desmesura de Bayreuth o el empingorotamiento de Salzburgo: un festival recogido, casi hogareño y, a la vez, cosmopolita, que se reparte entre las iglesias del pueblo, su pequeña sala de conciertos y la sede hermosa y funcional de la vieja fábrica de malta del cercano Snapes. Un evento abierto a los vecinos y al que los visitantes acuden sin endomingarse, por el que fueron pasando todos los grandes de la música y la cultura del XX (de Menuhin a Shostakóvich, Rostropóvich y Sviatoslav Richter, de E. M. Forster a Auden) y durante el que Britten estrenó El sueño de una noche de verano y otras piezas fundamentales de su canon. Este año tuvo como plato fuerte el montaje de la ópera Peter Grimes al aire libre: cantos sobre los cantos rodados de la mismísima playa donde sucede el drama. Dicen que fue fresquito, pero impresionante.

En realidad, Britten encontró Aldeburgh gracias a Peter Grimes. Pacifista convencido, había tenido el coraje de declararse objetor de conciencia en una Inglaterra volcada en la guerra y que le ofrecía una llevadera y resguardada carrera militar como artista de prestigio. Prefirió emigrar a Estados Unidos, y seguramente habría tardado más en volver si Forster no le hubiera enviado su ensayo sobre George Crabbe, un poeta del XVIII nacido en Aldeburgh. La nostalgia por el paisaje marino de su infancia evocado en su obra lo convenció para volver a la tierra natal y basarse en uno de sus poemas para componer allí Peter Grimes, su primera ópera. “Entendí dos cosas de golpe: que debía componer una ópera, y dónde estaba mi hogar”, contaba después.

El Moot Hall (edificio para las asambleas) de Aldeburgh.
El Moot Hall (edificio para las asambleas) de Aldeburgh.Richard Taylor

Y precisamente su éxito le permitió comprar su primera casa en el pueblo, Crag House. No se visita, pero tiene la consabida placa redonda y azul, de esas que tanto gastan en la isla para conmemorarlo todo. Su jardín diminuto da a la playa, y se pueden espiar las habitaciones y el salón donde compuso y recibió a los amigos: quedan fotos estupendas del cuarto y del piano inundado de papelotes mientras pensaba con Forster el libreto y la partitura de Billy Budd.

Allí arranca un peregrinaje britteniano señalizado con puntillosidad británica; no hace falta ser fan acérrimo del compositor para disfrutarlo: Aldeburgh es un pueblo marinero inglés de libro, con su playa de guijarros infinita y metafísica, sus casetas de baño impecables que realizan en miniatura el ideal y casi la manía doméstica de los isleños, la parroquia gótica donde Britten estrenó Noye’s Fludd (la función infantil con animalitos que montan en la reciente y estupenda película Moonrise kingdom, de Wes Anderson, todo un homenaje a su música de principio a fin), el Moot Hall, que sirvió de concejo durante 500 años, los puestos de pescado donde campan a sus anchas unas tiesas caballas ahumadas que uno mastica con tesón, los salones de té hirviente, muy bienvenido tras el pescado más frío que fresco y el baño gélido incluso en pleno verano.

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Baños diarios que Britten nunca perdonó después de sus paseos pensantes (los llamaba él) por la orilla, durante los que planeaba su jornada de trabajo. Cuando componer en Crag House se hizo difícil, precisamente por culpa de los cotillas que fisgaban por las ventanas desde la playa a la caza del compositor famoso o de alguna celebridad de visita, Britten y Pears se mudaron a la Red House, más retirada, pero a diez minutos del mar caminando a buen paso. Esta sí está abierta al público, y los aficionados al género de la casa de artista reconocemos instantáneamente uno de los ejemplares más conseguidos, más armónicos e impregnados del espíritu de trabajo de quienes vivieron en ella: todo un ejemplo de lo mejor que puede dar la cultura inglesa. Allí está su comedorcito luminoso donde almorzó la reina cuando visitó a la pareja, y el salón de acústica excelente para las sesiones improvisadas de música: forrado de una fina lámina de corcho sobre pan de oro, idea de Peter Pears. Da el tono, nunca mejor dicho, a toda la casa: una mezcla de buen gusto, discreto por lo sencillo y lo útil, que recoge las fijaciones domésticas de la tierra sin perder la voluntad de vanguardia (un poco como la propia música de Britten) de sus muebles escandinavos y la muy estimable colección de arte contemporáneo que fueron reuniendo.

Javier Belloso

También eligieron la arquitectura moderna de su amigo Cadbury-Brown para levantar el espacioso estudio sobre el garaje: un cuarto que cualquiera que trabaje en casa envidiará, con sus dos mesas y su amplio ventanal. Una grabación de la voz de Britten resuena a ratos y ayuda a imaginarlo allá, distraído, como dice, por el mirlo que ha anidado en el árbol que queda enfrente: los progresos de sus pollos, confiesa, le interesan más que las partituras pendientes.

El mismo arquitecto construyó la biblioteca de musicología anexa, que sirvió desde el principio de sala de reuniones, ensayos y estudio. Allá sigue la imponente mesa de roble, donde podían desplegarse partituras y apilarse tazas sin miedo a crueles derramamientos de té. Mucho espacio, silencios largos, tempos lentos y cosas acordes en buena armonía: la Red House, como Aldeburgh mismo, descansa en ese sensato concepto inglés de la buena vida enemiga de la grandilocuencia.

Javier Montes es autor de la novela La vida de hotel (Anagrama).

Guía

Cómo ir

Información

» Aldeburgh se sitúa a unos 175 kilómetros de Londres (unas dos horas y media en coche). Se puede ir en tren o autobús (www.travelineeastanglia.co.uk).

» The Red House (www.brittenpears.org). En invierno abre de martes a viernes, de 14.00 a 17.00. Entrada gratis. La casa se encuentra a unos 20 minutos a pie del pueblo de Aldeburgh.

» www.brittenaldeburgh.co.uk

» www.aldeburgh.co.uk.

» www.suffolkonboard.com

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