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Los hoteles del amor en Buenos Aires

Los 'telos' son puntos de encuentro para amantes, jóvenes sin casa propia y parejas en busca de algo nuevo

La Cigarra es el telo más famoso de Buenos Aires.
La Cigarra es el telo más famoso de Buenos Aires.Ana Manghi

Los argentinos se atribuyen la paternidad de ese sólido aporte al ars amandi que son los hoteles del amor. Si bien es cierto que en la actualidad existen en casi todos los países (salvo en buena parte de Europa) bajo diferentes nombres (en Estados Unidos, no-tell motel; en algunas zonas de España, meublés; en México, hoteles de paso), solo en Argentina y en Japón están felizmente integrados en la cultura popular y el paisaje urbano.

Su origen aquí se remonta al año 1937, cuando el Gobierno de Agustín P. Justo promulgó la Ley de Profilaxis, legislación que terminó de modo muy eficaz con los prostíbulos y provocó, de modo igualmente eficaz, el nacimiento de la posada: una casa de pocas habitaciones que se alquilaban por horas para encuentros con prostitutas. Estas habitaciones amobladas (amobladas fue el primer nombre popular de los actuales hoteles del amor) se legalizaron en la década de los 60 del siglo pasado, cuando un decreto municipal las convirtió en hoteles con alojamiento por horas y luego en albergues transitorios. A pesar de la variedad de los eufemismos, el acervo popular recurrió a una denominación más simple, la única que los argentinos realmente usamos: el telo.

Hoy en día estos hoteles ya no tienen nada que ver con la prostitución. El telo (hotel con las sílabas invertidas) tampoco es un hotel tradicional, sino un edificio específicamente diseñado para que dos personas vayan a tener relaciones sexuales. Hacia el exterior, la arquitectura proyecta discreción: no suele haber ventanas, las puertas de entrada son pequeñas, nunca transparentes, y los accesos están en calles secundarias, jamás en avenidas. Hacia el interior, se trata de transmitir intimidad: salvo ascensores o pasillos, no hay áreas comunes como recepción, sala lounge, bar o piscina. Es muy raro cruzarse con el personal: si se hace un pedido a la habitación, se deja junto a la puerta para que el huésped lo reciba sin ser visto. Todo este celo en la privacidad (que llega a recepcionistas que atienden tras un vidrio oscuro y empleados de limpieza que no miran a los ojos) también enfatiza la idea de que allí sucede algo cuestionable. Es verdad que una parte de la clientela de los telos está compuesta por amantes clandestinos, pero también hay jóvenes sin casa propia o parejas en busca de algo nuevo.

Desde el año 1997 es ilegal que un albergue transitorio niegue el acceso a una pareja gay. Por otro lado, ninguno permite que más de dos personas se alojen en una misma habitación. El telo nunca descansa. Es posible conseguir una habitación instantáneamente a las 8 de la mañana o a las 12 de noche. El horario más frecuentado, excluyendo la noche de los sábados, suele ser la tarde de los días laborables. A diferencia de un hotel, el huésped no tiene que presentar ninguna identificación salvo que tenga que acreditar su edad (los menores no pueden alojarse) o pague con tarjeta de crédito. La habitación no se contrata por día sino por turno, que suele durar un par de horas. El precio de cada turno varia entre los 15 y 120 euros, según la categoría del telo.

El más elegante de los telos porteños es el Hotel General Paz (Av. General Paz 3921 y Monteagudo 1672; +54 4752 0777), cuyas habitaciones, en una mirada apresurada, pueden ser confundidas con las de un hotel de una cadena internacional, salvo porque la cama es el centro geométrico y el jacuzzi está ubicado en el living. El más célebre de estos establecimientos es La Cigarra (Godoy Cruz 2883; +54 4773 7225), escenario de dos películas de éxito de la década de los 60: La cigarra no es un bicho y su secuela, La cigarra está que arde, que dan testimonio del lugar primordial que tiene el telo en la cultura argentina.Tanto es así que la periodista Florencia Werchowsky tituló su autobiografía El telo de papá. En su obra, el hotel (la narradora en verdad es la hija del dueño del único telo de un pueblo pequeño del interior) es una máquina de producir historias atravesadas por la hipocresía, los eufemismos y la ambigüedad ante un lugar fascinante que no desaparece porque, como dice uno de los personajes, “la gente siempre va a querer coger".

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