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Aire libre

El Danubio, carril bici

Una línea ciclista entre Baviera, Viena y Budapest, pedaleando por las llanuras centroeuropeas Setecientos kilómetros a dos ruedas que combinan el pedaleo con las referencias literarias De Elías Canetti a Claudio Magris, pura cultura europea

El Danubio entre Passau y Linz, en Austria.
El Danubio entre Passau y Linz, en Austria.Andreas Strauss

Un viaje en bicicleta siguiendo el cauce del Danubio a lo largo de 700 kilómetros, de Alemania a Hungría, es materia fértil a todas luces. Y como el ensayista Edward Said sostenía que el viajero “ve siempre lo que ha leído”, nos inspiramos en un libro del escritor italiano Claudio Magris, quien traza en El Danubio un viaje sentimental que le sirve para reflexionar sobre el Viejo Continente. Encontramos en sus palabras el eco para relacionar la ruta ciclista más importante de Europa con los lugares donde nacieron y escribieron quienes marcaron un Occidente vintage y literario: Marx, Freud, Benjamin, Mann, Roth, Goethe, Canetti, Broch. Irreverentes guardianes de la modernidad que supieron alumbrar el futuro, y que enseñaron que los viajes abiertos también descubren las pequeñas geografías personales. Porque, como solía decir Musil —otro ilustre danubiano—, la historia está hecha de posibilidades.

Baviera
El Danubio a su paso por la localidad austriaca de Durnstein, en el valle de Wachau.
El Danubio a su paso por la localidad austriaca de Durnstein, en el valle de Wachau.R. Schmid

Aterrizamos en Múnich, primera parada de unas vacaciones ciclistas. El Danubio aún está lejos: nos espera a unos 80 kilómetros al norte de la capital de Baviera, en Ingolstadt. En Múnich, visitamos los estudios de cine Bavaria, lugar de peregrinaje para los amantes de las películas de Herzog, Wenders o Fassbinder. Cerca, atravesando un pequeño parque, se encuentra una de las muchas tiendas de bicicletas que una joven alemana ha recomendado a sus inquilinos del día, nosotros. Airbnb, el portal de alquiler entre particulares, exige al anfitrión una tácita generosidad en forma de indicaciones y trucos, los mismos que espera el turista para dejar de serlo y poder conocer el paisaje “más allá de la forma de lo pintoresco” que observara Roland Barthes en sus Mitologías. Compramos la bici (de segunda mano, 150 euros).

Libros

De un poeta romántico a un cantante de una banda de ‘dance punk’: libros que ayudan, motivan y evocan.

» El Danubio (Anagrama), de Claudio Magris.
» La lengua salvada, La antorcha al oído y El juego de ojos (Debolsillo), de Elías Canetti.
» Primavera de café (Acantilado), de Joseph Roth.
» La muerte de Empédocles (Acantilado), de Friedrich Hölderlin.
» Las tres vidas de Stefan Zweig (Papel de Liar), de Oliver Matuschek.
» La mujer justa (Salamandra), de Sándor Márai.
» El sobrino de Wittgenstein (Anagrama), de Thomas Bernhard.
» Diarios de bicicleta (Reservoir Books), de David Byrne.
» El Danubio en bici (Desnivel), de José Antonio Pastor González.

Salir a toda prisa camino del Jardín Inglés por el carril bici de rigor tiene su riesgo: la circulación es muy ágil y no se toleran despistes. Primera sorpresa: a las puertas de los Alpes se puede hacer surf, porque el río de Múnich, el Ísar, cuenta con una corriente circular que genera una ola, solo una. Después de la clase de geometría fluvial entramos en la Haus der Kunst (la Casa del Arte), lugar donde adquirimos por sorpresa una libreta para notas con cita de Walter Benjamin a modo de decoración. ¿Qué diría el pensador judío, fallecido en España huyendo de las SS, al ver su nombre en la tienda del único museo construido por el Tercer Reich? Los jóvenes pasan la tarde al borde del Ísar, en su cauce más calmado sin ola ni espirales, enfriando cerveza bávara con el agua de la rivera y bajo la atenta y recargada mirada del Parlamento de Baviera. Un par de horas después, aprendemos que disfrutar de la gastronomía bávara en las Biergärten (cervecerías al aire libre) de la Torre China, con música tirolesa en vivo, no se parece a ninguna otra experiencia. Recorremos los mismos caminos arbolados donde le surgieron a Von Aschebach —escritor ficticio al que Thomas Mann mató en Venecia— las ganas de viajar, “un deseo tan violento como un verdadero ataque y tan intenso que llegaba a producirle visiones”.

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En la agitada estación central de Múnich subimos al tren regional —nada de alta velocidad, este es el único que admite bicicletas— para dirigirnos a Ingolstadt. Colocar las bicicletas, equilibrar los pesos del equipaje y estudiar el camino se convertirán en tareas fundamentales cada vez que uno suba a un tren. Al poner pie en tierra, el viento llega ligero y fresco. El Danubio recibe a sus huéspedes, verde y oscuro, lleno de corrientes. Los olmos, los patos, las hayas, las grullas, genuinos habitantes de la zona, permanecen en alerta. Nadie más parece hoy, gris y fría jornada, dispuesto a pedalear. Mejor.

Magris sueña con que nuestra historia, nuestra civilización, nuestra Europa, sean hijas de este Limes germanicus que señalan los carteles, en los que se explica la historia de los fuertes fronterizos que separaban el Imperio romano de los pueblos germánicos. Apenas quedan ruinas entre los campos cerca de la abadía de Weltenburg (a unos 50 kilómetros de Ingolstadt). Su dramático altar, con un dragón y juegos escenográficos, inspira un tenebrismo hecho de colores pasteles y miga de oro. “Aquí hacemos una cerveza que os dará energía para el camino y, si necesitáis descansar, esta es vuestra casa”, dice un hombre señalando el merendero del pueblo. La torre de la localidad de Kelheim inaugura una serie de extraños edificios que culminarán más adelante en el Walhalla (1842), templo de aspecto griego en las cercanías de Ratisbona: 161 bustos de alemanes ilustres (Bach, Durero, Erasmo de Rotterdam, Goethe, Kant, Mozart, Heine...) con una soñada simbiosis entre Alemania y Grecia como contexto. El silencio parece la mejor manera de pedalear y continuar camino hasta Ratisbona, que hoy vibra de sol, turistas y universitarios. El centenar de torres románicas y góticas rotula el skyline. Goethe destacó la concentración de iglesias del lugar, que se aprecia al otro lado del puente de piedra, el más viejo del Danubio y de toda Alemania, una centenaria y bellísima construcción.

Ciclistas en la localidad alemana de Passau siguiendo el Donauradweg, el camino ciclista del Danubio.
Ciclistas en la localidad alemana de Passau siguiendo el Donauradweg, el camino ciclista del Danubio.R. Schmid

Visita relámpago esta, porque el sol empieza a descender y Passau es la meta donde acabar etapa, en la frontera con Austria. También nos hemos detenido en el palacio de Thurn und Taxis, opulento y ondulante. Diez kilómetros después, pedaleando por un camino aparentemente vacío, la mirada descansa de tanta agitación y creemos captar pocas cosas, pero ahí están los matices del aire o del atardecer, el color del río. La paciencia es la clave para saborear y percibir detalles fugaces y la bicicleta, al menos a esta velocidad, es perfecta para ello: es la estética del movimiento, esa relación con el espacio descrita por el crítico Jorge Carrión que abordaron Goytisolo y Sebald en sus escritos.

Descansando ya en la terraza del Café Bar de Passau casi parece que se hayan sucedido semanas desde la salida. Los callejones medievales, la confluencia de tres ríos (se unen aquí al Danubio, el Inn y el Ilz) y las afiladas torres en plazas imposibles le dan a esta ciudad, la más hermosa de la Baja Baviera, un inquietante aspecto veneciano, también por la epicúrea atmósfera de las cervecerías y bares, de día y de noche.

Austria
Museo de Arte Moderno Lentos de Linz (Austria).
Museo de Arte Moderno Lentos de Linz (Austria).Quadriga

La identidad austriaca aflora en las fachadas discretamente ornamentadas de los centros urbanos y en las calles cuidadas, en los quioscos de comida rápida de hot dogs con curri especial, y en sus cafés (vaso de agua, bandeja de latón, pequeño papel de borde ondulado), pero, sobre todo, en sus gentes, elegantes y educadas. La caja de resonancia, de la que hablaba Thomas Bernhard, esa burguesía perfecta pero abismada que un turista apenas percibe. El Danubio se curva a los pies de Linz, ciudad preeminente en el medievo y capital industrial de la región, reconstruida en tres cuartas partes tras la II Guerra Mundial. Se respira calma, pero moverse en bicicleta no resulta tan sencillo como debiera. Un desayuno en el Walker y una visita fugaz al Ars Electrónica sirven de punto de partida para la siguiente etapa. El camino, asfaltado y sencillo por la rivera norte, es muy popular. Grandes barcos con carga, pero también embarcaciones de paseo surcan el río. Llanuras de árboles dan paso a las granjas y a los vehículos de maquinaria agrícola con los que se comparten tramos en los pequeños pueblos.

Música

» Para los paisajes urbanos: Gravity, de The Notwist.
» Para las pájaras: We don't play guitars, de Chicks on Speed.
» Para los paisajes campestres: Als lebten die engel auf erden, de Popol Vuh.
» Para los finales de etapa: Life is life, de Opus.
» Para beber Bier y comer Wurst: cualquier canción de uno de los tres recopilatorios de folclor bávaro Obacht! Musik aus Bayern.
» Para llegar y a partir de Viena: la Sinfonía número 9 de Gustav Mahler. La interpretada en vivo por la Berlin Philharmonic en 1979 y dirigida por Leonard Bernstein es la que recomienda el prestigioso crítico Alex Ross.

Sorprende que en un lugar bucólico y amable, en lo alto de un cerro y tras desviarse del camino, se llevaran a cabo los metódicos horrores del régimen nazi en el campo de Mauthausen. La subida es muy probablemente lo más duro de la ruta. Como escribe George Steiner, para el judío “la historia es el escenario de una gradual humanización”, y eso nada tiene que ver con el océano de huesos que el visitante observa en las fotografías. Merecen la pena la cuesta y la travesía por los terribles barracones y pasillos.

En marcha de nuevo por el camino, en Sankt Florian uno cree estar ante un palacio principesco, tal es la pompa decorativa de los conventos austriacos. En la calle principal del pueblo, la cerveza artesana se disfruta con gusto. La llegada a Grein, una ciudad a medio camino entre las torres abombadas bávaras, los detalles marítimos y ciertos dejes alpinos, “parece el arribo final de una vida irreal”, como decía Magris.

Cruzar el río para acceder a la rivera sur es una de esas posibilidades que, señalaba Musil, fabrican la vida y que, en este caso, aparece en forma de consejo cazado al vuelo en un supermercado: la norte va paralela a una carretera, lo opuesto a los bosquecillos y casas de madera de su contraria. A este lado de las montañas se suceden los valles angostos con cascadas, alguna central eléctrica y la casa donde nació el pintor y poeta Óskar Kokoschka. En Poschland se le venera con sencillez, tal y como él fue en vida, a pesar de sus relaciones apasionadas con los grandes de la época, incluida Alma, la mujer de Mahler.

Localidad austriaca de Durnstein, a orillas del Danubio.
Localidad austriaca de Durnstein, a orillas del Danubio.G. Gräfenhain

Los ruiseñores y las referencias al Cantar de los Nibelungos, poema épico sobre caballeros, reyes y dragones, se suceden a lo largo del camino, tocando de manera puntual ciudades como Krems y Tulln. El bosque “verde fosforescente” de Magris, que el viajero cruza, bien merece un desvío. Casi tanto como el que puede hacerse hasta la pequeña localidad de Kierling, donde en el número 3 de la Haupstrasse se encuentra la habitación que alojó a Kafka el día de su muerte, en 1924. Demasiado recorrido, si hoy queremos cruzar el Wachau, impresionante vergel de viñas y frutales que acoge el Danubio en su siguiente tramo por Austria.

Las viñas en terraza, los aromas a flores y a frutas, las casas señoriales victorianas con frescos en las fachadas abrazan el río sin descanso durante las horas de la tarde. En Spitz la habitación disponible tras la tormenta repentina tiene vistas al río. “En realidad, desde todas las camas se ve el Danubio”, comenta orgullosa la anfitriona de una Gasthaus (casa de huéspedes) familiar y coqueta.

Durante muchos años, el escritor Thomas Bernhard y Paul Wittgenstein, sobrino del filósofo, dieron en Viena una lección de disciplina. Aprendieron a desenmascarar la “intachable” sociedad burguesa de mediados del siglo XX sentados cada día en la misma esquina del hotel Sacher. Nada que ver con los cafés literarios a los que acuden turistas y curiosos en busca de las huellas de la intelectualidad que preconizara los atributos del hombre moderno. En las mesas del café Herrenhof, Joseph Roth, Hermann Broch o Robert Musil conversaban y escribían. Al Central iban Freud y Hugo von Hofmannsthal; en el Museum, minimal y sobrio, las lámparas en forma de esfera reflejan las esquinas en las que se establecían los círculos de Klimt, Berg, Kokoschka, el furioso Karl Kraus, Schiele, Otto Wagner, el compositor Léhar, el escultor Wotruba y, claro, Canetti, fervoroso descriptor de la ciudad, quien en este establecimiento hablaba durante horas sobre la Biblia con su amigo Sonne.

Terraza de un restaurante en Viena.
Terraza de un restaurante en Viena.Massimo Ripani

La llegada a Viena desde el valle del Wachau ha tenido lugar en tren y culmina con esta visita improvisada a los cafés, previo paso por la estatua de Goethe, al lado del “verdadero centro de esta ciudad, la Ópera”, que escribiera Canetti. Los cuadros de Peter Brueghel El Viejo esperan tras las puertas del Museo de Historia del Arte y en el número 21 de la Rembrandtrasse la otra casa —la primera era el café, ya se sabe— de Joseph Roth, cuyas crónicas vienesas del periodo de entreguerras son la mejor guía no-turística escrita sobre una ciudad. La foto en la puerta de la austera pero exuberante casa que Wittgenstein diseñó, en el tercer distrito y hoy sede de la casa de cultura búlgara, supone la penúltima parada de un recorrido intenso por Viena. La barra del Loos-Bar espera sin prisa y sin pausa. Ya de madrugada, en el bar Flex, un poco de buena música al aire libre y en el puesto de Artur, cerca de la catedral, una hamburguesa sencilla.

La capital de Austria es una ciudad tranquila, donde bares y restaurantes siempre están llenos y donde las transiciones y desplazamientos no parecen tener lugar: incluso las bicicletas parecen pocas para mover de un sitio a otro el bullicio de locales y parques. La Casa de Correos y las estaciones de metro diseñadas por Otto Wagner se contemplan con parsimonia sin usar el cambio de la bici. Tampoco necesario para visitar el Cementerio Central, lugar al que acuden a menudo los vieneses en modo parque y los melómanos extranjeros en busca de las tumbas de Schubert, Brahms, Beethoven o Strauss. Alrededor de la de Karl Kraus solo hay silencio, igual que en la de Bernhard, en el otro cementerio, el de Grinzing, a casi una hora de camino.

Hungría
Un ciclista en el centro de Budapest (Hungría).
Un ciclista en el centro de Budapest (Hungría).Isaac S. Calvo

En mitad del atardecer, “los Altos Trata se dibujan ya negros” —seguimos de nuevo las huellas de Magris por el Danubio—, “con el misterio profundo de las grandes montañas”. En tren llegamos a Bratislava, ciudad de relojeros, la linde entre Austria y Eslovaquia, y desde donde pedaleamos hacia Komorn, ciudad de símbolos magiares. El amarillo de los girasoles y de los cereales se esparce sobre el horizonte. En los campos de Hungría existe algo de ese Oriente lejano que los cuentos narran y que desaparece al pisar ciudades como Vac (llena de palacios renacentistas y barrocos), Gyor (con un entorno industrializado de trazo comunista: ojo a la estación de tren-mole) o la colorista Szentendre, coordenada ideal para descansar antes de adentrarse en la capital húngara.

Cuando llegamos a Budapest, el oído se ha acostumbrado fácilmente a la musicalidad del húngaro —su fonética ya fue alabada por el escritor Sándor Márai—, y no tanto a la contabilidad de los florines. Más allá del Palacio de Buda, el busto de Márai, el burgués que nunca quiso serlo, mira al visitante con cierta distancia. Budapest se cose en el Danubio gracias a los nueve puentes que unen Buda y Pest. La ciudad no descansa, especialmente de noche, y da la sensación de que en las plazas y calles del barrio judío la explosión de la cultura juvenil de los noventa se reproduce aquí ahora, feliz, de manera violenta, con la peculiaridad de la mezcla: la herencia otomana, judía y cristiana se percibe. Relajarse en los balnearios, probar un menú casero en Keksz por poco menos de seis euros o bailar al ritmo de Chico Trujillo en el Yellow Zebra Bar, prepara el momento de poner a la venta a la compañera de camino. “¿Habéis atado bien las bicis?”, saluda el dueño de la tercera tienda que visitamos para ofertar la bicicleta, un pequeño local situado justo delante de la sinagoga que dejó diseñada Otto Wagner. “No está mal, pero tampoco es tan bonita”. ¿La bici o la sinagoga? “Si vieras los planos originales…”. ¿Planos originales? “Mi bisabuelo era Otto Wagner. Por cierto, apenas puedo darte 80 euros por ella”.

Trucos para la travesía danubiana

01 Invierte en una guía

02 Información

03 Bici

04 Equipaje

05 Dormir

06 Horario

Y la mejor es la Danube Bike Trail(Verlag Esterbauer). En realidad, son cuatro: una para cada tramo de los cerca de 3.000 kilómetros del segundo río más largo de Europa después del Volga. Mapas, indicaciones de alojamiento y restaurantes, qué ver, qué evitar y varias alternativas según la rivera del río. Invierte también en una funda para llevar la guía visible todo el tiempo sobre el manillar. Si no sabes inglés (esta guía no está en castellano), invierte en el viaje de un amigo que sepa. La mayoría de kilómetros transcurre por carriles bici bien señalizados, especialmente en Alemania y Austria, donde la ruta ciclista tiene nombre propio: Donauradweg. En Hungría, la cosa se vuelve más salvaje.

El nacimiento del río, Donaueschingen, se encuentra a unos 90 kilómetros de Zúrich (Suiza) y a 120 de Stuttgart (Alemania). Otra opción es iniciar y terminar el viaje en Múnich (a unos 80 kilómetros del río y más o menos a mitad de camino entre Donaueschingen y Passau). Más información en Turismo de Alemania y Turismo de Austria, las webs del camino del Danubio en Alemania y en Austria.

Puedes alquilar bicicleta: hay lugares para ello en cada tramo. Pero si quieres vivir la experiencia completa, mejor llevar la tuya y/o comprar una en Alemania. Lo ideal es una de trekking o touring,que vienen ya preparadas para largas distancias y son robustas. En las tiendas alemanas Globetrotter tienen buenos precios; para encontrar de segunda mano tendrás que investigar en la ciudad de partida.

El equipaje ha de ser muy ligero. Una opción es comprar camisetas y prendas de interior de algodón económicas, y luego ir deshaciéndose de ellas por el camino. ¿Imprescindibles? Impermeable, culottes, casco, prenda térmica, gafas de sol deportivas, guantes de bici y alforjas impermeables. Incluye una camisa para poder acercarte en Viena a tomar un cocktail al Barflys (Esterhazygasse 33) y en Budapest al Boutiq Bar (Paulay Ede utca 5).

Para las ciudades grandes, haz reserva de alojamiento con anterioridad (la web de Airbnbn es muy útil); en el resto, déjate llevar por la aventura buscando un zimmer (habitación) en una Gasthaus (casa de huéspedes) de las que hay por el camino. Siempre incluyen desayuno. Por cierto, lleva efectivo porque en pocos sitios podrás pagar con tarjeta.

Madruga. Para poder disponer de la tarde en algunos destinos. Dormir ocho horas es imprescindible.

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