Lógica campestre

Desde hace un tiempo, además del esquí y el turismo monumental, Ezcaray es un templo del comer. Marisa Sánchez inició la leyenda del Echaurren, le siguió su hijo Francis Paniego y ahora no hay calle o plaza sin un restaurante o un gastrobar. El vino llama, pero el afán de sus habitantes llama más. Con ciertas semejanzas, los Masip instalaron en una casa solariega de 1800 una tapería heredera de aquel asador de pollos que con bastante éxito había venido funcionando durante una década en Zorraquín, a dos kilómetros de Ezcaray. Corría el año 1984, y el oratorio de la casa despertaba tanta curiosidad en los viajeros que, 11 años después, se atrevieron a transformarlo en un restaurante de platos riojanos con tradición. Fallecido el patriarca, los cinco hijos —Pedro, Iñaki, Eduardo, Angelines y Magdalena— ampliaron el negocio con un hotel de 12 habitaciones sostenido sobre idénticos fundamentos: atención personal y un carácter antañón.

Coqueto, exclamarán algunos. Remedo, discutirán los demás. Pero no cabe duda de que la atmósfera al entrar cautivará enseguida a quien busca calor de hogar y una cocina de familia. Mientras los varones se ocupan de los fogones, las mujeres ejercen de anfitrionas y gestionan el alojamiento. En verano, el pueblo se llena de terrazas y en la plaza juegan los niños al balón. Pero en invierno, lo que procede es acurrucarse en los sillones y descorchar una botella de rioja.

Todo funciona por inercia natural y campechana. Quien sale de noche ya sabe que debe destrabar el portón de madera maciza con una llave que le confían a uno al momento de tomar posesión del dormitorio. Los muros de piedra guardan mil secretos. El mobiliario, a juego con la viguería de los techos, impregna las sábanas de un sutil aroma a madera viva. También juegan a entonarse de lo mismo las cortinas y las sábanas, los elementos del baño y la cosmética, el deseo y la necesidad.

Aunque más amplias y confortables son las habitaciones del segundo piso, el encanto se eleva hasta las abuhardilladas del tercer piso, con vistas a la arboleda inmediata, a los tejados del pueblo y a los montes circundantes. Nada puede importunar a los durmientes, máxime cuando abajo se han entregado a una buena cena.

El desayuno de bufé cumple con el guion habitual, pero decepciona si se espera una prolongación de la oferta culinaria. Afortunadamente, la calidez de los Masip regresa a su punto álgido en la despedida. Hasta pronto.

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