El Celler de Can Roca: el crítico le da un 10
El restaurante familiar de los hermanos Roca, en Girona, se convierte en una leyenda gastronómica
Con el paso del tiempo, la trayectoria de los hermanos Roca apunta a convertirse en leyenda. En el ámbito de la alta cocina se cuentan con los dedos de la mano las familias con méritos equiparables. Aquella sencilla casa de comidas en la que décadas atrás nacieron los tres hermanos —Joan, Josep y Jordi— a las afueras de Girona se ha consolidado como el testimonio más elegante de la vanguardia en cualquiera de sus versiones.
Puntuación 10 | |
Pan | 9 |
Café | 9,5 |
Bodega | 10 |
Aseos | 9 |
Ambiente | 10 |
Servicio | 10 |
Cocina | 10 |
Postres | 10 |
Tres pilares sustentan su trabajo: las recetas, excepcionales, síntesis de innovación y academicismo; la bodega, inabarcable, una de las más meditadas y mejor gestionadas del Viejo Continente, y los postres, intuitivos, que fusionan técnica e imaginación a partes iguales. No deja de resultar insólito que dentro de un mismo restaurante trabajen en libertad y en la misma dirección tres mentes brillantes, pero en campos distintos. ¿Cuántos restaurantes en el mundo se aproximan a la perfección absoluta? Ninguno. O muy pocos. Si alguno roza ese estatus, es precisamente El Celler de Can Roca.
Memoria y raíces
A semejanza de temporadas anteriores, el menú degustación 2012 constituye un desfile de sabores muy meditados con golpes de humor imprevisibles. Lo de siempre, pero con media vuelta de tuerca en el refinamiento. Cocina con memoria y raíces que admite influencias de todo el universo gastronómico y se resuelve con técnicas a la última. Los comensales que viven la experiencia comprueban que cada bocado encuentra una prolongación natural en la bebida: vino y cocina forman en esta casa un todo inseparable. Como es habitual, lo que detecta la nariz de Josep, sumiller o camarero de vinos según él mismo se califica, lo interpretan en clave salada o dulce Joan y Jordi, respectivamente.
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Boletín
Para abrir boca, una sucesión de pequeños aperitivos de gusto incisivo. Comerse el mundo es el nombre de cinco mordiscos que recuerdan a Marruecos, México, Perú, Líbano y Corea. Los bombones de pomelo rojo y campari que siguen actúan de refrescos tonificantes, y la tortilla de calabacín en cuchara y su versión de los calamares a la romana con los que rematan la serie constituyen un homenaje a su madre. La complejidad y la sutileza vegetal (purés, jugos y sorbetes) se dan cita en la ensalada verde, que contiene aguacate, pepino, berros, rúcula y aceitunas. Después, un gran testimonio de la cocina al vino, la moluscada al albariño, que entremezcla berberechos, ostras y almejas con frutas y salsa bearnesa. Y luego, otro plato más sutil, la tarta helada de espárragos con la apariencia de aquellas exitosas comtessas, esta vez con lascas de trufa entreveradas. A continuación, algo más canalla, la ventresca de caballa con verduritas. El cambio de ritmo es una constante. Con la ostra al ajo blanco y negro se emula el yin y el yang gastronómico, mientras que la gamba roja sobre una falsa arena, el fondo del mar y su paisaje. El lenguado a la brasa sobre velo de leche a la meunière rememora la cocina académica, y la blanqueta de cochinillo, la mejor cocina al vino.
Siguen el suquet de salmonetes, las mollejas y ventresca de cordero con verduras y el hígado encebollado de pichón. Tres composiciones redondas. El trallazo final lo aporta la bola de caramelo soplado rellena de espuma de rosas, gelatina de miel, flores y helado de manzanilla.
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