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Reportaje:VAMOS A...CENTROEUROPA

Praga, mi madre y mi moto

Un viaje sobre dos ruedas desde Austria hasta Alemania pasando por la República Checa. Y de paquete, una motera de 72 años,la madre del autor

En Viena se detuvo a los invasores otomanos y pronunció Hitler un famoso discurso tras la anexión de Austria. Aquí durmió un confiado Napoleón y aquí le traicionó Metternich tras la derrota en Rusia por el General Invierno; aquí se restablecieron las fronteras europeas cuando cayó el pequeño gran corso y aquí se forjó el Imperio Austrohúngaro para parar los pies a una Alemania unificada. Aquí se acantonó durante 10 años el Ejército Rojo. Y ahora que los vieneses se creían curados de espantos, el último gran cataclismo ha sido la aparición de mi madre yendo de paquete en el asiento trasero de mi motocicleta.

He cruzado el mundo en moto, desde Irak hasta Zimbabue. No me considero un timorato; sin embargo, temblé como una hoja cuando oí a mi madre al otro lado del teléfono. Tiene 72 años y el carácter de un bulldozer. Como siempre, me comunicaba sus planes sin opción alguna a torcer lo más mínimo el fatal designio de la decisión tomada.

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"Hijo, he estado siguiendo tu blog y me encanta esa idea tuya de viajar en moto por etapas de fin de semana. He decidido que este viernes vuelo contigo a Viena para visitar Berlín".

Yo estaba recorriendo Europa sin vacaciones. Conducía mi BMW hasta un aeropuerto, la aparcaba allí y regresaba en vuelo barato. Estaba narrando estas etapas en mi web. Colgué con aturdida expresión. Tras tan inquietante llamada, pensé que las madres nunca debieran leer los blogs de los hijos, que eso era algo de algún modo contra natura. Uno actualiza bitácoras para proyectarse al mundo y no para que el mundo lo proyecte contra su madre.

Los cataclismos es mejor afrontarlos con espíritu estoico.

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Welles y la cerveza

Primera parada, Viena. Una vez en la capital austriaca visitamos el palacio del Belvedere. Eugenio de Saboya invirtió una fortuna en erigir ese precioso palacio de inmenso jardín que hoy se puede visitar por 10 euros. Yo quiero ver los cuadros del mortificado Schiele; mi madre, los del sosegado Klimt. La famosa pintura de El beso preside una gran sala alrededor de la cual orbitan manadas de japoneses.

Por la tarde subimos en la noria del Prater para contemplar desde lo alto "los puntitos negros", como llamaba Orson Welles a los transeúntes en El tercer hombre. "Mira ahí abajo", le decía a Joseph Cotten, "¿sentirías compasión por alguno de esos puntitos negros si dejara de moverse?".

La noria es un lento artefacto de arcaicos vagones de madera que se ha hecho universalmente célebre por la mítica película situada en ese periodo de posguerra en la que Viena estuvo dividida entre los rusos y los aliados durante 10 años.

Para cenar acudimos a una cervecería típica: Salm Brau. Me considero un bebedor resistente, pero mi madre se bajó litro y medio de un lúpulo espeso. Cuando regresamos por las callejuelas empedradas de la ciudad imperial, yo iba haciendo eses mientras ella caminaba alegre y pizpireta.

Al día siguiente desperté con resaca y un hambre voraz. En la entrada del comedor del Hotel Imperial Riding School me presentaron un papel a firmar donde se indicaba el precio del desayuno. ¡17,5 euros! Objeté que mi habitación lo incluía. Tras consultarlo en el sistema informático, me informaron de que no era así. La hipoglucemia me hizo rugir de furia.

Conseguí acceder a mi correo y les mostré la confirmación de la reserva. El tipo se encogió de hombros y me dijo con un tono neutro que entonces podía ir a desayunar. Cuando con un enfado considerable me dirigía al comedor, me crucé con mi madre, que ya había desayunado y zascandileaba por ahí. Le pregunté si acaso no le habían cobrado. Me miró como si hablara con un tontaina.

"Ah, no sé", dijo sonriendo, "a mí me han enseñado un papel y lo he firmado sin leer. Mientras me comía un estupendo apfelstrudel he pensado que ya te encargarías tú de averiguar de qué se trataba".

Jóvenes tatuados

Recorrimos la sinuosa zona fronteriza entre Austria y Eslovaquia. A veces estábamos en una, a veces en la otra. A mi madre le llamaba la atención lo bien cultivados que están los campos. Viñas y maíz. Divisamos una gran fortaleza. En plena ascensión nos cruzamos con una multitud de jóvenes tatuados, horadados por metálicos adornos. Era un festival de música electrónica que se celebra desde hace tres años en las estribaciones del castillo de Falkenstein. Mi madre planteó la posibilidad de quedarnos un rato con esos chicos tan simpáticos, pero yo intuía que su simpatía se la debían al éxtasis MDMA y no a su naturaleza bondadosa.

Entramos en la República Checa sin darnos cuenta. Surgió boscosa y primitiva. Real y aún salvaje. Paramos a tomar un café en un villorrio perdido en medio de la nada y mi señora madre se tumbó cuan larga es bajo un árbol. Los clientes de una sencilla terraza bajo una parra amarillenta nos miraban con evidente curiosidad. Para ellos éramos como dos marcianos recién aterrizados en mitad de la verdísima campiña bohemia.

Praga casi de cuento

Sobre la moto atravesamos la Praga monumental. Un museo al aire libre. Barroco, precioso, mágico, casi de cuento. Luego, la Praga real, donde viven los ciudadanos comunes que aman, ríen, sufren y trabajan. Un Dédalo de callejuelas empinadas. Se adivinaban pintorescos patios de vecinos detrás de los portales abiertos. En algunos se apilaban vacías botellas de cerveza Pilsen Urquell, auténtico orgullo local.

Salimos de la capital checa después de un buen almuerzo en el espectacular Café Savoy (gulash en la mesa y bellas arañas de cristal de Bohemia sobre nuestras cabezas). El paisaje brotó idílico y dulce. Melancolía de prados y campos de cereal.

De pronto, encontramos una gran fortificación con foso y, poco más allá, un cementerio con flores rojas, una enorme cruz y una no menos enorme estrella de David. Era Theresienstadt, donde se ubicó un terrible campo de concentración alemán en el que fueron asesinados miles de judíos checos y eslovacos, muchos procedentes de la cercana Praga.

A 20 kilómetros de Berlín me golpeó una piedrecilla en el centro del ojo. Tuve que detenerme. Escocía, dolía, lagrimeaba, veía borroso, pero debía seguir, seguir como fuera hasta la ciudad, donde mi madre, médico de profesión, consiguió comprar un colirio antibiótico a pesar de no hablar inglés ni alemán. Es como un panzer.

Un poco más aliviado, salimos a ver la Puerta de Brandeburgo, la impresionante Isla de los Museos y el Check Point Charlie, que no es más que un teatro con actores disfrazados de soldados para hacerse una foto por dinero.

En el lado oriental de la ciudad, donde más dinamismo hay en la actualidad, encontré un hostel. Era un edificio alto, inmenso, soviético. Fue una escuela. En el Plus Hostel hay un gran patio y una muchachada internacional. Mi madre deambulaba entre los mochileros vestida con su uniforme negro de motera. Creo que les daba miedo. A mí me lo da. Nos atendió una chica mexicana, Lina. Ofreció un cuarto con dos camas por 30 euros. El dormitorio estaba limpio, tenía una gran ventana que daba a la calle principal y un baño más que correcto. Wifi gratuita, sábanas y dos camas firmes. Un palacio sin detalles innecesarios. Nos gustó inmediatamente.

El hostel tenía un restaurante italiano con mesas en la terraza. La temperatura era agradable y mil lenguas diferentes nos rodeaban. Franceses, ingleses, australianos. Éramos los más viejos, pero también los más locos. Pedimos unas pizzas magníficas por siete euros y una botella de Chianti. Mi madre y yo dimos cuenta de nuestro banquete con inusual apetito mientras recordábamos entre risas las anécdotas del viaje. La cálida noche berlinesa se cernió sobre nosotros sin apenas darnos cuenta y el calor del vino nos hizo olvidar que al día siguiente era lunes y que casi de madrugada tendríamos que ir al aeropuerto, aparcar la moto y tomar el vuelo de regreso.

Haciendo cola en el antiguo aeródromo de Shoenfeld, reservado para los vuelos baratos, yo miraba a mi madre con una nueva admiración. Un viaje en moto nunca es cómodo, ni fácil. Ella lo había llevado con determinación envidiable. Mientras esperábamos para embarcar me sorprendí a mí mismo examinando con ella el mapa y decidiendo la próxima etapa que haríamos juntos. Y es que las madres nunca deberían espiar los blogs de los hijos; los mayores cataclismos pueden entonces suceder.

» Miquel Silvestre es autor del libro de viajes en moto por África Un millón de piedras (Editorial Barataria).

Mercedes Silvestre con su hijo Miquel y la moto en que viajaron ambos, en la frontera entre la República Checa y Alemania.
Mercedes Silvestre con su hijo Miquel y la moto en que viajaron ambos, en la frontera entre la República Checa y Alemania.

Tres ciudades, tres escenas

Viena: la noria del Prater

El tercer hombre, película protagonizada por Joseph Cotten y Orson Welles en 1949 con guión de Graham Greene, narra una historia de ambición y contrabando en una Viena dividida en cuatro cuartos, cada uno gestionado por un ejército aliado, sistema que se repitió en Berlín y Trieste. La cinta popularizó Viena hasta el punto de que hoy una empresa organiza paseos por alguna de sus localizaciones, como la archifamosa noria del Wurstelprater, que ha sido objeto de numerosas historias literarias y cinematográficas desde el estreno de la celebérrima película de Carol Reed.

Praga: Museo de Kafka

En esta ciudad de cuento uno imagina princesas arrojando trenzas desde lo alto de las bellísimas torres que la salpican. Pero Praga es también la terrible urbe de las pesadillas del escritor judío Franz Kafka. Atormentado, algo enclenque, Kafka tuvo innumerables problemas de salud, amores tormentosos y un descomunal talento que le llevó a escribir obras maestras como La metamorfosis, El castillo o El proceso mientras trabajaba en un aburrido despacho de corredor de seguros.

Berlín: la Isla de los Museos

¿Expolio o conservación? Situada en una isla del río Spree, constituye un asombroso conjunto museístico que contiene museos tan ricos como la Galería Nacional, el Bode, la Galería James Simon y el más conocido de todos: el Pérgamo, construido ex profeso para albergar las babilónicas Puertas de Ishtar. Inaugurado en 1930, es perfecto ejemplo de una época eurocéntrica que otorgaba a Occidente derecho a tutelar Oriente. También a llevarse sus tesoros. Entonces se pensaba que en un museo estarían mejor protegidos. Y también que franceses, ingleses o alemanes, en cuanto que ciudadanos civilizados, merecían disfrutar de ellas más que un pastor nómada.

Guía

Información

» Turismo República Checa (www.czechtourism.com).

» Turismo Austria (www.austria.info).

» Turismo Alemania (www.alemania-turismo.com).

Dormir

» En Viena, hotel Imperial Riding School (http://riding-school-vienna.hotel-rez.com).

» En Praga, hotel Atos (www.hotelatos.cz/en/city-partner-hotel-atos-prague.htm).

» En Praga, residencia Lundborg (www.lundborgresidence.cz).

» En Berlín, Plus Hostel (www.plushostels.com).

Comer

» En Viena, cervecería Salm Brau (www.salmbraeu.com).

» En Praga, café Savoy (http://prague.mydestinationinfo.com/es/cafe-savoy).

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