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Reportaje:ESCAPADA

Los secretos de una vieja dama

Turín se descubre con motivo de los Juegos Olímpicos de Invierno

Los primeros meses los pasé en un soleado apartamento situado en la plaza de Maria Teresa, uno de los rincones más bellos de la ciudad. Con sus soportales afrancesados y sus delicadas palomas picoteando sobre los bancos de hierro, la plaza es uno de los corazones del barrio aristocrático. Sus palacios de granito torneado acogen suntuosas viviendas con pedigree, tiendas elegantes y pequeños delicatessen. Era una plaza muy silenciosa y acogedora. Muy aburrida, también.

Así que me mudé a Via Piave, a una corrala llena de viejos, estudiantes e inmigrantes marroquíes. Via Piave, en aquellos años (los primeros noventa), era una divertida tierra de nadie sobre la que ya empezaba a crecer lo que hoy se llama Il Quadrilatero, el núcleo trendy de la ciudad, repleto de locales a la última, galerías de arte y talleres de jóvenes que intentan cambiar el mundo.

No había más de un kilómetro entre uno y otro, pero el contraste entre el barrio sofisticado y chic y el bohemio y multiétnico fue tan absoluto como el cambio que di a mi vida en aquellos años. Pero esa es otra historia...

Y es que el contraste es una característica fundamental de Turín. La ciudad mezcla con singular elegancia el Barroco seicentesco con la arquitectura más futurista; la cocina de fusión con los guisos tradicionales de trufa y caza; la alegría de los emigrados del sur (terroni) con la afectada signorilità de los aburguesados piamonteses; los anticuarios más prestigiosos con las mejores colecciones del arte más contemporáneo; las ruinas romanas y la colección de arte egipcio más completa de Europa con las últimas tecnologías, llámense Olivetti o Fiat, del diseño industrial.

Sí, Turín es una ciudad industrial. La gran ciudad industrial: la ciudad de la Fiat. Todo giraba y gira (horarios, costumbres, modas) alrededor de ese mastodonte del automóvil cuya familia fundadora, los Agnelli, es considerada en Italia más real que la auténtica familia real, los Saboya. Agnelli, Saboya. Dos nombres, dos familias. De Turín, naturalmente.

Quizá sean éstos los dos rasgos característicos de esta desconcertante ciudad: la industria y la realeza; la disciplina y el protocolo; la seriedad mercantil de las grandes empresas, y la brillantez y el romanticismo de las viejas monarquías. Las dos se unen ahí donde terminan: en la decadencia.

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La decadencia de Turín se resume con la frase que glosó la clausura de su anacrónico zoo: "Hic sunt leones". Aquí hubo leones. Nacieron y crecieron aquí, pero luego se fueron como todo lo demás. Cuando los ilustrados concejales del Ayuntamiento decidieron cerrar el zoo, retiraron a las fieras de sus habitáculos, diminutos paraísos artificiales construidos a finales del siglo XIX, y las sustituyeron por obras de arte contemporáneo: happenings, performances, montajes efímeros... moría una manera antigua de entender la cultura y nacía una más nueva, más vanguardista, más in, porque en esta ciudad ha nacido prácticamente toda la Italia moderna: La Unificación (Il Risorgimento), la Política, la Resistencia, el Comunismo, los Movimientos Sindicales, los Anni di Piombo, las Brigadas Rojas, la Revolución Industrial, la Moda, la Arquitectura, el Diseño, la Música, la Literatura, la Masonería, El Arte Povero, el Cine, la Televisión, El Automóvil... Todo ha nacido aquí para luego crecer y olvidarse de esa gran madre polvorienta y fría que recuerda lo que pudo y quiso ser y nunca fue: la Capital de Europa, el Ombligo del Mundo.

La Gran Madre

Es curioso cómo una de las iglesias más características de Turín se llame precisamente así: la Gran Madre. No Santa Maria de Algo, como la mayoría de las iglesias que brotan sobre Italia. No. Gran Madre. Una mole imponente, blanca y un poco pagana, que recuerda los grandiosos templos de la fe precristiana. Bajas por Via Po, desde la plaza del Castello, desembocas en la plaza de Vittorio Veneto y ahí está, al otro lado del río y bañándose en ese Po que fertiliza todo el norte de Italia: la Gran Madre. A secas. Testigo mudo de esa maternidad olvidada y renegada de la que nadie quiere acordarse. Sin Turín, la Italia de hoy no existiría. (Y quizá hubiese sido lo mejor, piensan muchos).

En Turín trabajé en la industria, por supuesto. El Gruppo Finanziario Tessile era, en aquellos años, la empresa de moda más poderosa del mundo. La línea directa de avión Turín-París se abrió por culpa suya. Porque era muy difícil llegar a Turín (ahora ya no tanto). Incrustada a los pies de los Alpes como una verruguita coqueta, aislada por verdes y frondosos valles, Turín defendía incluso su inaccesibilidad y su aislamiento. Estaba, y está, orgullosa de ello. Orgullosa... y muy sola.

Yo viajaba en tren desde Milán. Dos horas a través de las veredas y los arrozales del Po. A veces veías alguna garza y a lo lejos, marcando su territorio, las cumbres nevadas de los Alpes. La llegada del tren a Turín tenía algo de película antigua, al estilo de Doctor Zhivago. La estación de ferrocarril de Porta Nuova es majestuosa, o lo era cuando se construyó. Quizá sea esta estación de tren la que mejor represente ese espíritu industrial de los padres decimonónicos de la ciudad: al atravesar sus pasillos de mármol, bajo bóvedas llenas de nervios vibrantes en eterna restauración, uno puede imaginar el carácter emprendedor y descaradamente moderno de esos visionarios que quisieron transformar en una poderosa y fértil matrona a la discreta madama del norte de Italia. No lo consiguieron.

Madama. Otra extraña palabra que se te queda en la cabeza. Es el término que define a las marujas de Turín y es el nombre de un delicado palacio construido a escasos metros del imponente Palacio Real para alojar a dos madamas reales, Maria Cristina de Francia y Giovanna Battista de Nemours.

Los cimientos y la fachada sur, de origen romano y medieval, nos recuerdan los sólidos y guerreros orígenes de la ciudad. Pero la fachada norte, la que se abre sobre Via Garibaldi, es un merengue blanco y delicado firmado por Juvara, que inicia aquí ese estilo cortesano, exquisitamente aristocrático, que culminaría años mas tarde en el Palacio Real de Madrid.

Sí, Turín exportó arte y arquitectura; porque si amáis la arquitectura, sin duda amaréis Turín. Conozco pocas ciudades tan bellas, como desconocidas, que reúnan en su interior tantos estilos diferentes. Obras clásicas de Vitozzi, Guarini, Baroncelli y el ya citado Juvara conviven con los proyectos más modernos firmados por arquitectos como Renzo Piano, Arata Isozaki o Gae Aulenti. Desde el barroco furioso de las iglesias de Corpus Domine, San Lorenzo o Santa Cristina, por citar sólo las tres que yo prefiero, y el modernismo floreado de los barrios burgueses de la Crocetta, hasta el bellísimo racionalismo fascista del palacio de Justicia y la sencillez funcional del Lingotto, la sede de la Fiat por excelencia, cada calle es una expresión del gusto, la riqueza y la cultura de sus instruidos habitantes que siempre quisieron ser los primeros en todo.

Los sábados por la tarde me dejaba llevar.

Algunas veces cogía el tranvía de cremallera y me iba de excursión hasta la basílica de Superga con su fachada neoclásica firmada también por Juvara, que atesora en su interior el panteón de los Saboya. Otras, llegaba hasta la Mole Antonelliana, esa grandiosa sinagoga transformada hoy en uno de los mejores museos del cine del mundo. Desde las dos me relajaba admirando un paisaje que supera cualquier proeza arquitectónica y te deja boquiabierto: los Alpes perfilados contra un cielo azul y muy frío.

Frialdad. Turín no es una ciudad cálida, ni siquiera en verano, cuando fácilmente se alcanzan temperaturas de hasta 30 grados.

Turín hace de su fría, casi gélida, cortesía una bandera bajo la que desfilan sus cafés tan absolutamente parisienses, sus intelectuales librerías, sus boutiques exquisitas y repletas de las más rabiosas tendencias. Incluso sus trufas negras y sus refinados chocolates, cuya textura y delicadeza se aprecian y se cotizan en todo el mundo, tienen algo de helada perfección.

Los colores de Turín son fríos también, el gris, el blanco, el negro y un rosa pálido y húmedo (el color de la fachada del palacio Carignano), y todos ellos envueltos en esa niebla, foschia, que causa tantos muertos en la autopista que llega desde Milán.

(No es fácil acercarse a Turín).

Sus gentes son corteses y educadas, pero con una cortesía y una educación glaciales, sin ruidos y sin gestos, siempre con el usted -el lei italiano- por delante y esa erre gutural que les hace parecer acatarrados crónicos. Cerrados absolutamente a cualquier cosa que no conozcan pero secretamente envidiosos de todo lo que venga de fuera, me dejaban siempre con la palabra en la boca, envueltos en un misterio de novela negra.

Masones y brujos

Sí, Turín cultiva el misterio. Es uno de los vértices de ese triángulo maldito y siniestro de los masones y los brujos que se remata con París y Praga. Acoge, en su catedral de San Juan (otro Santo Oscuro), la Sacra Sindone o Sábana Santa, y, para empeorar las cosas, la atraviesan tres ríos: el Po, el Dora y el Stura, cuyo continuo entrecruzarse produce no sólo rincones de extraña belleza, sino un auténtico desasosiego y una completa desorientación. Porque en Turín es muy fácil perderse.

Y yo me perdí muchas veces.

Y me encontraba fantaseando en el parque y palacio de Valentino, dentro de su pastiche prerrafaelista y medieval desde el que soñaba un futuro cinematográfico lleno de aventuras... o curioseando por los brillantes escaparates de Via Roma o de la Galleria Sabauda, donde las sastrerías más tradicionales conviven con las tiendas de diseño más actuales... o saboreando un merengue con nata en una de las pastelerías que jalonan los soportales de la plaza de San Carlo, il salotto di Torino... o husmeando entre los volúmenes de la librería Druetto, cuya dueña, una autentica torinese, con su apretado moño y sus viejas chaquetas de tweed, me descubrió a otra torinese de excepción: Natalia Guinzburg... o trapicheando en El Balón, el rastro de Turín, cuyas mercancías son el testimonio fiel de los pasados esplendores de la ciudad más orgullosa y enigmática de Italia.

Hace mucho tiempo que no regreso a Turín. Me dicen que ha cambiado, que es una ciudad menos reservada, más abierta, más luminosa. Que, ilusionada como una novia, se prepara para los Juegos Olímpicos de Invierno.

Yo, sinceramente, no me lo creo.

Pienso que es otro de sus disfraces y de sus trucos de dark lady, y que al final se saldrá con la suya: permanecer misteriosa y oculta para vivir su vida al margen del tiempo, del mundo y de la historia.

Lorenzo Caprile es modista. Vive y trabaja en Madrid

Pista de patinaje en la plaza de Solferino de Turín, la ciudad italiana que acoge los XX Juegos Olímpicos de Invierno (desde ayer hasta el 26 de febrero).
Pista de patinaje en la plaza de Solferino de Turín, la ciudad italiana que acoge los XX Juegos Olímpicos de Invierno (desde ayer hasta el 26 de febrero).MASSIMO PINCA

GUÍA PRÁCTICA

Datos básicos

- Prefijo telefónico: 00 39.- Población: Turín tiene un millónde habitantes.

Cómo ir

- Iberia (902 400 500; www.iberia.com) ofrece vuelos directos, con salidas desde Madrid y Barcelona, a partir de 152 euros.- Alitalia (902 100 323; www.alitalia.es). Vuelos de ida y vuelta Madrid-Turín, con escala en Milán, a partir de 149 euros más tasas y cargos de emisión.

Información

- Oficina de turismo de Italia en Madrid (915 670 670; www.enit.it).- www.turismotorino.org.- www.comune.torino.it.- www.torino2006.org.

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