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Reportaje:VIAJE DE AUTOR

Una irlandesa en la Santa Croce

Visita a la famosa iglesia florentina y a la enigmática tumba de Anna Maria Ball

Desde arriba, desde el campanario de Giotto o desde la cúpula de Santa María del Fiore que ejecutó Brunelleschi, más alta todavía que el primero, ves una ciudad rojiza, igual que un tahúr avergonzado al que has descubierto con todos los ases en la manga. Así es Florencia: una jugadora ventajista que sabe que no puede perder la partida, pues en cada uno de sus rincones guarda un triunfo perentorio e irreversible.Húmedas sobre el Puente Viejo, las joyerías se amontonan sobre el río Arno -sus aguas son color espinaca-, aguardando a que el hombre araña les dé una piadosa mano de pintura. En Florencia, los días se suceden entre gigantes: el David de Miguel Ángel -con esa mano libre, ¿no es cierto?, tan desproporcionada-, o su copia en la plaza de la Señoría; el Neptuno que en la misma plaza castiga con su peso a los caballos marinos, o las estatuas que perseveran en la capilla de los Medici, sujetas a posturas no siempre desahogadas.

El autor no se fija tanto en los lugares donde reposan Galileo o Miguel Ángel como en una lápida anónima de una joven celta. Su texto ganó el concurso de relatos viajeros de El País-Aguilar.

Todo es tan grande, en fin, tan noble, que a menudo olvidamos lo pequeño, hasta que la humildad, harta de una belleza que no nos deja cicatrices, se amotina. De repente, como si la vida le fuera en ello, un palacio susurra que la historia de Florencia no la escribieron sólo los Dante, los Lorenzo el Magnífico o los siniestros Savonarola; que tras las vírgenes que arrancan suspiros en la galería de los Uffizi hubo unas modelos anónimas que probablemente no brillaran por su santidad, como aquellas que inspiraron al salvaje Caravaggio.

¿Acaso los cabellos que defienden el sexo de la púdica Venus de Botticelli o los de esa Flora perseguida por un Céfiro con cara de zombi en La primavera no fueron alguna vez alisados por dedos humanos? Yo creo que sí. Y creo, como ese palacio indiscreto, que las ciudades se hacen más por la noche que por el día, más en la cama que en una cantera, en una lágrima que en una alabanza y en un rapto de ira que en una tregua.

La mañana que visité la iglesia de la Santa Croce me puse en camino con cierto recelo, legítimo por lo que ya he apuntado: demasiado grande y noble, y solemne y aspaventosa. Todas las guías la recomendaban, pese a que se hallaba un poco a trasmano, junto a la Biblioteca Nacional y pasado el puente de Gracia, al sur de la casa Buonarroti. Era una especie de panteón de hombres ilustres, en el que, además de los monumentos funerarios a Dante, Galileo, Miguel Ángel y Maquiavelo, había una célebre capilla, la de los Pazzi, obra, como la cúpula del Duomo, de Filippo Brunelleschi.

Paseo entre mármol

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Después de ese paseo entre mármol e imaginados ecos seguí recorriendo el complejo de la Santa Croce: su museo, con un San Ludovico en bronce de Donatello, y la capilla de los Pazzi, con el apóstol absorto de Luca della Robia... Y cuando ya buscaba la salida me topé, a la derecha del claustro, con una galería que un pequeño cartel identificaba como el "cementerio moderno".

Lejos del circuito habitual, ese que dictan las señales fosforescentes, nadie se había adentrado en el pasillo, repleto de tumbas en el suelo y algún que otro monumento funerario en las paredes, iluminado por pálidos reflectores, alguno ya fundido. Quizá algún curioso asomara la cabeza, pero, al no ver metales preciosos ni sucedáneos de obras de arte (sólo un techo blanco, como de hospital o sala de espera, y unas piedras anémicas y vagas), pasara de largo, convencido de cumplir con el prontuario del perfecto turista: si no viene en el plano, no existe, como esos productos de los que no se hace publicidad en la tele.

Pues bien: existía. Aquel pasillo asfixiante existía. Representaba, secretamente, sin pincel ni escoplo, la vida de Florencia durante el siglo XIX, una época de la que los libros no decían gran cosa; porque, como por ensalmo, los grandes personajes, esos que nunca duermen, habían desaparecido.

Florencia estaba sola. Se adhiriera o no a la causa unificadora, lo estaba, pues había dejado de ser parte activa del mundo. La ciudad se preparaba para el siglo más inverosímil de su historia: el de la II Guerra Mundial y las inundaciones de 1966; el de un turismo goloso de arte, pero incapaz de robar el alma a la belleza y llevársela de regreso a casa. No obstante, la vida había seguido tras sus muros, como lo confirmaba el que la noche y el crepúsculo no hubieran faltado a su encuentro con sus habitantes.

Entre todas aquellas tumbas me fijé en una grabada en inglés. Cuando viajas hoy es imposible sentirse extranjero, pues el mundo es una torre de Babel, y entre la lengua de Shakespeare y el lenguaje de signos logramos hacernos entender hasta por el hombre de las cavernas. Pero Anna Maria Ball, la chica enterrada, murió como irlandesa en Florencia, y yo no sé si sabía italiano ni por qué había viajado a esa ciudad. ¿Por el clima?, me pregunté, y recordé el Grand Tour de los románticos. No era más que una conjetura.

Una vida breve

Su historia, escrita en inglés, tal como la apunté en mi libreta es ésta: "Aquí yacen los restos mortales de Anna Maria Ball, nativa de Irlanda, que partió de esta vida en Florencia, el 9 de julio de 1844, a los 22 años. Su vida fue corta, pero llena de sufrimiento (...). Su hermano hizo colocar esta lápida en su memoria".

No sé nada de Anna Maria Ball, aunque podría caer en la seducción de la mentira, y hacer del fin, como T. S. Eliot, el principio de la literatura: inventarme a propósito una historia de amor desgraciado que zanjó una tuberculosis; decir que encontré el manuscrito de su vida -redactado, cómo no, por el mismo hermano que había archivado sus recuerdos en la piedra-, bajo una columna en el jardín de Boboli o en las fauces de un tritón, o fantasear con la figura de un deus ex machina al que Anna dictó sus memorias justo antes de morir. Pero no.

Cuando me marchaba de la basílica, sintiendo que había aprendido algo nuevo y distinto, me acordé de una amiga, Beatriz, que, también a los 22 años, se fue a Florencia a pasar un fin de semana o tal vez algunos días más, y que antes de coger el avión me escribió un mensaje en el que, de broma, me comparaba con Virgilio. Estaba enamorado de ella; y pensé que también Beatriz había sufrido mucho, y deseé que en ese momento estuviera conmigo en la Santa Croce o que en su primera visita hubiera visto lo mismo que yo: esa tumba, esa vida anónima salvada con un gesto. Le gustaba Julio Cortázar y hacía como él: se paraba en las calles, leía las placas y se aprendía la leyenda de los graffiti.

Me pregunto por qué esperamos a que la historia o la literatura escriban sobre nosotros y juzguen si estábamos o no preparados para dejar este mundo. Me pasa cuando viajo que echo de menos a la gente que más quiero, y que me enamoro de personas a las que no conozco, incluso de los muertos.

Alberto Frutos Dávalos (Madrid, 1979), licenciado en periodismo y primer premio del certamen de relatos viajeros de El País-Aguilar 2007

GUÍA PRÁCTICA

Cómo ir- Meridiana (www.meridiana.it; 807 40 50 18) vuela directo a Florencia desde Madrid. Ryanair (www.ryanair.com) vuela a Pisa-Florencia desde Girona, Valencia, Alicante y Sevilla.Visitas- Galleria degli Uffizi (00 39 05 52 38 86 51; www.uffizi.firenze.it). Piazzale degli Uffizi, 6. Abre de martes a domingo, de 8.15 a 18.50. Entrada, 6,50 euros.- Basílica de la Santa Croce (00 39 05 52 46 61 05; www.santacroce.firenze.it). Piazza Santa Croce, 16. Abre de 9.30 a 17.30; domingos y festivos, de 13.00 a 17.30. Precio de la entrada, 5 euros.- Catedral de Santa María del Fiore (www.duomofirenze.it y www.operaduomo.firenze.it). De 10.00 a 17.00; los jueves sólo hasta las 15.30 y domingos de 13.30 a 16.45. Entrada gratuita. La cúpula se puede visitar de lunes a viernes, de 8.30 a 19.00 y sábados, de 8.30 a 17.40; la entrada cuesta 6 euros.Información- Turismo de Florencia (00 39 055 29 08 32; www.firenzeturismo.it).- Museos de Florencia (www.polomuseale.firenze.it).- Turismo de Italia en España (www.enit.it; 915 67 06 70).

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