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Reportaje:ESCAPADAS

Horizontes imprecisos del Ribatejo

De Santarem a Tomar, un viaje medieval por la región portuguesa

Paco Nadal

Desde lo alto de las Portas do Sol, la vieja fortaleza de Santarem, el río Tajo (Tejo en portugués) simula una lámina bonancible presa de la quietud de la llanura. Hay que fijarse muy bien para apreciar el movimiento de esas aguas mansas. A ambas orillas, el paisaje prolonga la misma sensación de equilibrio en una llanada perfecta, como si aún estuviera por descubrir la tercera dimensión. Es el Ribatejo, la región portuguesa por la que el Tajo enfila sus últimos kilómetros en busca del estuario, y que, en palabras de José Valentim Fialho de Almeida, el gran cronista portugués, produce una "urgente sensación de valle del Nilo, una tierra de promisión vascular, una teta de la abundancia puesta en la boca del hombre como diciéndole: ¡bebe!".

El Ribatejo, de límites imprecisos, de horizontes infinitos, es una de las regiones más difusas y, sin embargo, con más fuerte personalidad de Portugal. Su frontera sur no parece ofrecer dudas: la desembocadura del río en el estuario de Lisboa; pero sus bordes septentrionales se desdibujan por las campiñas de Tomar y Abrantes y de sus muchos afluentes. Un escenario minimalista y rectilíneo donde las grandes vegas fluviales lo cubren todo. Sobre ellas despuntan a duras penas las formas copudas de algunos chopos y álamos y los campanarios blancos de las aldeas agrícolas.

No hay atalaya más ventajosa para hacerse una idea de este plano-secuencia ribatejano que las Portas do Sol de Santarem, la antigua fortaleza de esta ciudad del gótico, un baluarte estratégico que fue sede de las cortes portuguesas, posición deseada por todos sus reyes y freno a los avances de musulmanes y castellanos. Dicen que en tiempos revueltos del medievo apareció cerca del río el cadáver de una doncella que se defendió hasta la muerte del intento de ultraje por parte de un monje. La joven se convirtió en santa Irene, y la ciudad, poco a poco y a base de contracciones, adquirió su topónimo actual.

Santarem es una ciudad de calles curvilíneas y colores imprevistos. Calles peatonales, huidizas y frescas donde asoman arquerías, pasadizos, farolas y capillitas forradas de azulejos. Hay muchas iglesias, así que conviene optimizar la ruta. Se puede empezar en la Praça Sá de Bandeira, en el extremo opuesto a las Portas do Sol, a cuyo perímetro irregular se asoma la iglesia da Piedade, apoyada en un antiguo lienzo de la muralla y en la Puerta de Leiria. A uno de sus costados se alza el antiguo seminario y el templo de Nuestra Señora da Conceição, construidos ambos sobre el solar del antiguo palacio real, hoy sede catedralicia. Y frente a ésta, una casa solariega con una delicada ventana manuelina que escenifica el ambiente palaciego que vivió la ciudad en su máximo esplendor, entre los siglos XIV y XV. Desde la plaza conviene seguir el paseo por la Rua Serpa Pinto, peatonal y llena de comercios, hasta la iglesia da Graça, un tremendo monumento del gótico portugués más exultante donde está enterrado Pedro Álvares Cabral, el descubridor de Brasil.

Toros y caballos

Como buena comarca agrícola, la vida del Ribatejo está ligada a los ciclos agrícolas. Vila Franca de Xira se ha especializado en la tauromaquia y su plaza de toros es una referencia en el mundo de los toros. Vila Franca oferta también un sorprendente Museo del Neorrealismo portugués, movimiento surgido en los treinta en contraposición a la dictadura de Salazar. En Leziría se crían los mejores toros y caballos. Y en Azinhaga, el pueblo más bonito del Ribatejo, localidad natal del escritor José Saramago, los campos de maíz lamen la fachada de susmansiones solariegas. Río arriba está Golegá, localidad monumental (imprescindible ver el pórtico manuelino de su Igreja Matriz) donde todo gira en torno a los equinos y la Feria Nacional do Cavalo.

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La esquina norte de la comarca está protegida por otra ciudad monumental y su castillo, esta vez a orillas del río Nabão, un tributario del Tajo. Es Tomar una villa histórica muy vinculada a la Orden de Cristo, la hermandad de monjes-guerreros que en Portugal tomó el testigo de la Orden del Temple una vez que ésta fue disuelta en 1314 por el papa Clemente V. Fueron ellos los que levantaron en lo alto de la colina el convento de Cristo, un conjunto de edificios con siete claustros en torno a una charola central de planta octogonal y aires bizantinos. Aquí residió Enrique El Navegante, el rey que dio un imperio colonial a Portugal, y aquí aclamaron las cortes portuguesas como nuevo monarca a Felipe II de España en 1581. En las calles medievales que rodean la Praça da República de Tomar, la vida sigue casi tan pausada como cuando los caballeros de Cristo estaban en la fortaleza. Atmósfera del siglo XII en un envoltorio del XXI.

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