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El caso de los catalanes

El secesionismo ha conseguido una enorme resonancia, pero una escasa aceptación por parte de Gobiernos y opiniones públicas

Lluís Bassets
Manu Fernández (AP)

La esperanza del soberanismo catalán es conseguir que desde fuera le ayuden a resolver lo que no consigue desde dentro. La mediación o al menos la presión internacional sobre el Gobierno de Rajoy es el clavo ardiendo al que se agarra el movimiento que encabeza Artur Mas. Para conseguirla ha desplegado ingentes recursos a través de un servicio diplomático oficioso, encargos a consultoras y agencias de relaciones públicas, así como notables esfuerzos en sus contactos con los medios de comunicación internacionales.

El resultado es satisfactorio en cuanto a resonancia, pero decepcionante en cuanto a la respuesta de Gobiernos e instituciones. Las grandes fechas soberanistas han situado el conflicto en el mapa internacional, manchando las primeras páginas y ocupando el prime time audiovisual con las noticias de Cataluña y notablemente con la última y más destacada, como ha sido la celebración de unas elecciones con propósitos plebiscitarios.

Si el balance en cuanto a presencia informativa es bueno, no lo es el de los artículos editoriales, reflejo de las ideas compartidas por las grandes formaciones políticas y los Gobiernos que cuentan en el mundo. La idea secesionista ha merecido reconvenciones más o menos explícitas desde los Ejecutivos de Estados Unidos, Alemania, Francia y Reino Unido, además de la Comisión Europea, en muchos casos bajo el mantra de que se trata de un asunto interno, exactamente el muro que pretende saltar el soberanismo con la idea de una intervención exterior.

El Gobierno catalán explica esta dificultad por los esfuerzos del Ejecutivo español para obstaculizar la difusión del proceso, incluso con la compra de apoyos. No cabe descartar que algunos gestos amistosos hayan recibido contrapartidas desde Madrid, pero esta es una explicación que se queda corta ante la dificultad generalizada con que tropieza el soberanismo para encontrar simpatías exteriores.

La dificultad primordial es de orden geopolítico en un mundo donde la integridad de los Estados y la intangibilidad de las fronteras cuentan como valores políticos a preservar. En las secesiones clásicas siempre actuaban agentes e intereses extranjeros, que han dejado de existir en la época de la cooperación europea, cuando nadie tiene interés en una España debilitada o disminuida territorialmente.

En el ámbito europeo, esta secesión ofrece además la perspectiva de enclavar entre Francia y España una nación irredentista con reivindicaciones territoriales e incluso propósitos de extensión de la ciudadanía al Rosellón, la Cerdaña francesa, las Baleares, la Comunidad Valenciana y las comarcas aragonesas de habla catalana; un proyecto que solo tiene hoy parangón en la Hungría de Viktor Orban.

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El conjunto de la UE no tiene tampoco estímulo alguno para aceptarla. La entrada de un nuevo socio implica reconocerle el derecho de veto que se mantiene en un buen número de capítulos, como política exterior y seguridad, ciudadanía, fiscalidad indirecta, parte de los asuntos de justicia, seguridad y protección social, finanzas de la UE y adhesión de nuevos miembros. El ingreso de Cataluña en la UE significaría aceptar que el actual veto español se convirtiera en dos, o incluso tres o cuatro en el caso más que probable de que otras comunidades autónomas lo pidieran.

Cataluña es una de las regiones europeas más prósperas y envidiables desde todos los puntos de vista. Para la UE sería difícil evitar la emulación, abriendo las puertas a un escenario de fragmentación sin fin. A pesar del despliegue propagandístico sobre el Estado hostil que sufre Cataluña, no hay argumentos con credibilidad internacional para defender que la secesión remediaría una situación de injusticia y de violaciones de derechos humanos y políticos, es decir, que la secesión pusiera fin a una status quo insostenible como sucedió con Kosovo.

Las viejas ideas de emancipación nacional, recuperación de unas libertades nacionales arrebatadas por la fuerza o autodeterminación de los pueblos colonizados no tienen sentido alguno para una opinión internacional muy bien informada sobre el nivel de autogobierno que goza Cataluña y la recuperación de su lengua y de su cultura. España no es una cárcel de los pueblos, según tituló esta semana el diario zuriqués NZZ (Neue Zürcher Zeitung).

El único argumento que finalmente se entiende es el de las transferencias fiscales, pero su aceptación abre las puertas a que todas las regiones ricas de la UE quieran también ‘emanciparse’ de las más pobres. Todo esto explica la mala acogida internacional del caso y su acotación a un problema interno que, ciertamente, dejaría de serlo el día en que afectara a la estabilidad de la eurozona, algo que a su vez despierta nula simpatía europea e internacional con quienes la puedan promover.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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