_
_
_
_
_
Fin de semana

Vuelo de cigüeñas sobre las ruinas de Mérida

Mérida guarda tesoros romanos, visigodos, islámicos y cristianos. Y un museo que es una de las mejores obras de Rafael Moneo

El templo de Diana, en Mérida, a vista de pájaro, con la intervención que encuadra la plaza (en blanco) del arquitecto José María Sánchez García.
El templo de Diana, en Mérida, a vista de pájaro, con la intervención que encuadra la plaza (en blanco) del arquitecto José María Sánchez García.Jesús Rueda Campos

Los romanos no daban puntada sin hilo. Este credo que resulta axiomático a nivel mediterráneo, es cómodamente ratificado en Mérida. La antigua Augusta Emérita, colonia fundada a principios del siglo I después de Cristo por legionarios licenciados que venían de las guerras cántabras, se erige en Badajoz a las orillas del río Ana -Guadiana para los árabes-, bajo un cielo azul de una rara pureza, y vigilada sempiternamente por las cigüeñas desde sus nidos de palitroque. Aparte de mantener el imperio “igual e indiviso” a base de gladius y latín, los romanos siempre supieron que el entretenimiento era una piedra basal de su estabilidad. El circo de Mérida -avenida de Juan Carlos I-, tiene una planta ovalada de más de cuatrocientos metros de largo, cuyas ruinas dejan entrever su antiguo esplendor, e invitan a imaginar las bigas y cuadrigas a toda pastilla, mientras tienes presente la insoslayable escena de Charlton Heston y Stephen Boyd recortándose en las curvas. Lástima que el centro de interpretación que lo enmarca esté tan oxidado como desatendido.

Un poco más allá, en el parque de San Lázaro, podemos visitar junto al acueducto los restos de las termas, donde se aprecia bien la palestra y parte de las salas, que de nuevo remiten a un lugar común, Espartaco, la escena en la que Marco Licinio Craso -Laurence Olivier- le explica su querencia por los caracoles y las ostras a un inquieto Antonino -Tony Curtis-.

A medida que nos adentramos en el meollo de la ciudad, ascendiendo por la empinada Ramón Mélida orillada por tiendas de recuerdos, seguimos comprobando que los romanos, de tontos, ni un pelo. El lugar elegido para seguir solazando al populus resulta espectacular por su serena belleza y los cipreses disparados al cielo. A falta de fútbol o telebasura, bien está el anfiteatro, parecen pensar. En su arena se derramó la sangre de cientos de gladiadores, mirmillones, tracios, Homoplachus… entre los berridos apasionados de los espectadores que abarrotaban las cáveas -gradas-, hasta que los ganadores salían por una puerta triunfal. Mientras estén ahí, no pierdan de vista la forma de construir romana, cuyos muros, bajo los primores de las láminas de mármol, eran levantados a base de piedras sueltas unidas por mortero, que les da una apariencia de turrón, si no muy estética, indudablemente práctica y solidísima.

El Museo de Arte Romano de Mérida, obra de Rafael Moneo.
El Museo de Arte Romano de Mérida, obra de Rafael Moneo.Luis Castaneda

Aledaño al anfiteatro tenemos el famoso teatro de Mérida, donde en verano se programa Sófocles o Aristófanes. Las magníficas columnas en el frente de escena, veteadas de azul, y un espacio concebido para seis mil personas dan una idea equivocada de los gustos imperiales, ya que la gente prefería las carreras o los juegos de gladiadores, y el objetivo prioritario -político y propagandístico- ya lo dejó claro Augusto con una frase: “al teatro se va a ver y ser visto, poco importan los versos”. Justo tras la escena podemos visitar un subrayado de su ideología, una zona ajardinada con un área dedicada al culto de sí mismo. Para tener una visión más completa y detallada es imprescindible la visita al Museo Nacional de Arte Romano, a un tiro de piedra; un edificio ideado por Rafael Moneo, de gran sutileza espacial, que permite disfrutar de estatuas tan herméticas como la del Dios del tiempo infinito de los cultos mitraicos, embelesarnos con el realismo de ciertos rostros esculpidos o sonreír ante la laxa moral romana, obsesionada con los colgantes de penes. Antes de darnos una tregua, y de camino hacia la plaza mayor, recomiendo un pequeño desvío a la izquierda, por la calle Sagasta, para admirar el inesperado y fabuloso Templo de Diana, que formaba parte de un complejo religioso imperial cuyos restos podemos contemplar unos metros antes en lo que queda del Foro. Recuerden lo que decía Edward Gibbon: “en cuanto a los distintos tipos de culto que prevalecían en el mundo romano, el pueblo los consideraba igualmente ciertos; el filósofo, igualmente falsos; y el magistrado, igualmente útiles…”. Ya de por sí el tamaño del templo nos asombra, pero lo que realmente choca es el palacio del siglo XVI erigido en su interior, que te hace pensar en las catástrofes urbanísticas contemporáneas, aunque luego te enteres que precisamente tamaño desatino permitió su buena conservación.

Un vermú en la plaza de España, limpia y tranquila, resulta inexcusable, o si es usted cervecero, puede degustar las cervezas artesanales que se elaboran en la zona, Jara, Marwan, o mi preferida, Sevebrau, acompañadas de unas características olivas negras. Para comer buen jamón, solomillo ibérico relleno de higos o un plato de exquisito venado se pueden entrar en Rex Numitor -calle de Castelar-, o siguiendo la calle Trajano, en el restaurante A de Arco, tienen a su disposición una carta con sabroso lomo, revueltos de morcilla o torta de Trujillo. Y amén. La peculiaridad de este local es que se pueden degustar las viandas tocando los sillares del Arco de Trajano -que ni es arco ni es de Trajano-, ya que uno de sus lados está integrado en la pared del comedor.

Boletín

Las mejores recomendaciones para viajar, cada semana en tu bandeja de entrada
RECÍBELAS
Javier Belloso

Una vez recuperadas las fuerzas, podemos continuar recorriendo el mundo contado por Horacio, Tito Livio y Suetonio, pero ya comprobando que Mérida amerita ser tierra de frontera no solo por su situación geográfica, sino por los estratos históricos que se han acumulado en ella. Junto a un precioso paseo a la vera del Guadiana, encontramos el área de la Morería, un pastel con diferentes capas ante el cual podemos pasar rápidamente páginas del almanaque y distinguir barrios romanos, visigodos, islámicos, cristianos… En una de las calzadas, ancha como para permitir el paso de dos carros, llama la atención un hito de piedra que dizque era un ¡limitador de velocidad! Todo apasionante, aunque se repite el mismo déjà vu que se tiene en el circo: cierta desidia a la hora de controlar los accesos y cuidar los vestigios. Dando un paseo mientras disfrutamos de la zona arbolada, llegamos a otro de los must de Mérida: la Alcazaba. Una fortaleza árabe levantada por Abderramán II para controlar el acceso a la ciudad, de planta compleja, desde cuyos muros podemos admirar el río y la magnífica ingeniería del puente romano, tajamar incluido. En su interior nos aguardan más sorpresas; un fabuloso aljibe al que se desciende por un doble corredor; los muros deconstruidos que funcionan como máquinas del tiempo dejando a la luz su fábrica romana, visigoda y musulmana; los bolaños acumulados bajo un olivo, restos de los asedios durante la guerra entre Isabel y Juana la Beltraneja; el convento edificado en un extremo por la Orden de Santiago, que actualmente es la sede de la presidencia de la Junta de Extremadura…

Si aún le queda gasolina en el depósito y curiosidad histórica, puede seguir por la calle de Oviedo hasta la Casa de Mitreo, junto a la plaza de toros, una casa con interesantes mosaicos y pinturas murales, o si lo que le va es lo visigodo, volviendo a la plaza de España, en el convento de Santa Clara, tiene toda una colección visigoda, porque no olvidemos que aunque se respire “garum” por doquier, Mérida fue capital del reino visigodo de Hispania durante sesenta y cinco años. Puede completar el circuito con los restos bajo la basílica de Santa Eulalia, en la avenida de Extremadura, o el Xenodoquio -cerca de las termas romanas-, un hospital albergue para peregrinos que formaba parte del complejo religioso de la basílica. Elijan lo que elijan, Mérida es una apuesta segura, aunque se quede uno con la sensación de que, a estas alturas, debería de brillar entre los destinos turísticos mundiales con mucho más vigor. Supongo que la solución pasará por la voluntad institucional.

Ignacio del Valle es autor de la novela Busca mi rostro (Plaza & Janés).

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_