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De San Martín a Monsanto por una raya fronteriza que no existe

Un viaje por los bosques de alcornoques, encinas, pinos y robles entre la provincia española de Cáceres y la Beira Baixa portuguesa

Paco Nadal

Le llaman la raya. Pero lo cierto es que no se ve por ningún lado. Pocas fronteras son tan inexistentes como la que separa España de Portugal por Extremadura. Llevamos dos días con la #AventuraEcosport de Ford recorriendo pistas forestales de esta zona fronteriza entre la provincia española de Cáceres y la Beira Baixa portuguesa y si no fuera porque la cobertura de los celulares se empeña en bailar de una compañía nacional a otra, nadie diría que cambiamos de país continuamente.

Esta mañana salimos desde San Martín de Trevejo, uno de los tres pueblos del valle de Jálama -en la sierra de Gata- que comparten el mañegu, una lengua romance que solo se habla aquí. San Martín es un pueblo que vive del turismo rural gracias al excelente grado de conservación de la arquitectura popular de la sierra. Casonas sólidas y centenarias, con base de sillar, poyetes en las fachadas y amplios lagares bajo tierra donde se hace vino de pitarra. La plaza Mayor es el típico espacio de pueblo en el que apetece sentarse en una terraza de los soportales a esperar que el reloj del Ayuntamiento dé las horas para valorar ese pequeño placer de dejar pasar ocioso el tiempo. Si no hay muchos turistas, hasta se oye el run-run del agua que corre por los canalillos sin entubar que hay en mitad de las calles.

Pasamos por Eljas y por San Valverde del Fresno, que aunque no han conservado un casco antiguo tan compacto como el de San Martín, también tienen su pequeño encanto. En cualquiera de ellos podemos parar a comprar el famoso aceite de Denominación de Origen Protegida Gata-Huerdes, el oro verde de esta comarca, que se elabora con oliva manzanilla cacereña.

Hay vías rápidas para cruzar a Portugal, pero aprovechando nuestra caravana de Ford Ecosport, preferimos hacerlo por caminos y pistas que atraviesan bosques de alcornoques y encinas, de pinos y de robles. En apenas unos minutos dejas atrás el mundo domesticado y te sumerges en un insospechado territorio natural que se desborda a ambos lados de la frontera. Además, la primavera ha estallado este fin de semana con toda su intensidad y el sotobosque y las praderas desnudas aparecen cubiertos de florecillas: retamales, jaras, lírios amarillos e incluso serapias verdes, una especie de orquídea endémicas de esta zona de la península ibérica. ¡El paisaje es deleite para la vista!

A veces, cuando conduces a media ladera, la visión se pierde en la inmensidad de las dehesas mediterráneas. Otras veces la pista se interna en un bosque de castaños centenarios, como el que hay al salir de San Martín, o en pinares viejos de repoblación tan cerrados que la foresta crea un bóveda verde oscuro sobre la caravana.

A media tarde llegamos a Monsanto, uno de los pueblos más singulares de la Beira Baixa. Monsanto está construido sobre una colina de domos de granito; o más que “sobre” habría que decir “entre”, porque las gigantescas bolas de roca ígnea son una parte más de la fisonomía urbana y pueden aparecer bajo, al lado o –literalmente- sobre las viviendas.

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Los grandes penedos (como se les llama en portugués) rodantes pesan cientos de toneladas y a veces los caprichos de la erosión los ha dejado en posición tan equilibrista que parece que fuera a echar a rodar monte abajo, no dejando a su paso nada de mayor grosor que una hoja de periódico.

A estos afloramientos de granito –frecuentes en esta zona de Portugal- los llaman montes-isla porque despuntan sobre la llanura adehesada como pequeñas ínsulas redondeadas y solitarias entre un mar de alcornoques y encinas.

Hay un mirador oficial con una buena vista de los tejados rojizos del pueblo. Pero las mejores vistas panorámicas se tienen, primero desde un bar llamado Taberna Lusitana, cuya terraza está montada -¡como no!- sobre un gigantesco domo de granito. Y segundo, desde el castillo. La subida a la fortaleza, sobre todo en pleno verano, exige su pequeño esfuerzo, pero se paga con la recompensa de una vista soberbia sobre las llanuras adehesadas de esta zona tan bella y desconocida de Portugal, a pesar de que está a apenas 20 kilómetros de la raya; esa línea fronteriza que no existe.

Esta noticia, patrocinada por Ford, ha sido elaborada por un colaborador de EL PAÍS.

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