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Escapadas

Memoria bajo los tilos

Nazis, terrazas, filósofos y reyes locos. Un recorrido de Berlín a Fráncfort, pasando por Heidelberg y Múnich

Una joven esperando en el anden del U-Bahn, el metro de Berlín.
Una joven esperando en el anden del U-Bahn, el metro de Berlín.iStock

Cualquiera que visite Berlín, incluso si se trata del turista más pachanguero e irreflexivo, se enfrenta con una realidad que define la dificultad de relacionarse tranquilamente con la Alemania de hoy. Por un lado está el pasado nazi, condensado en el estremecedor museo que se levanta en el solar que fue sede de las SS (la Schutzstaffel, la guardia personal de Hitler), donde apuñalan en el corazón baldosines sobrevivientes de habitáculos en los que sabemos que estuvieron presos inocentes cuya suerte nos ofende y exige compunción, reverencia, ayuda infinita, piedad ilimitada. Por otro, está la fractura que surgió del fin de la Segunda Guerra Mundial, con esas dos ciudades separadas por un ominoso muro, construido en 1961, 16 años después del final del conflicto, y del que aún quedan rastros que el viajero busca con algo más que curiosidad histórica. Finalmente, está la ciudad como tal, reunificada, radiante, esplendorosa, con montones de atractivos, desde el maravilloso barrio judío (Scheunenviertel) al delicioso Prenzlauer Berg, pasando por el étnico y muy de moda Kreuzberg. Eso sin hablar del majestuoso paseo Unter den Linden (literalmente, bajo los tilos), flanqueado por la Isla de los Museos y la legendaria Universidad Humboldt. Lugares ultramodernos como Potsdamer Platz o el Reichstag, con su afamada cúpula transparente —obra del arquitecto Norman Foster—, no impiden, sin embargo, que el otro Berlín regrese a la vuelta de la esquina, especialmente si visitas el Museo Judío o te pierdes entre las callejuelas del impresionante Monumento al Holocausto, lindante con la calle de Hannah Arendt, en honor de la filósofa judía.

En un AVE que no lo es — Alemania también falla y no da explicaciones—, llegamos a Fráncfort, una ciudad que parece respirar paz de la mano de Goethe, al que sus conciudadanos le han dedicado una plaza donde reina su efigie aristocrática. Alivio, presente inocente, pasado glorioso. Sin embargo, en plena plaza de Römerberg, en el mismísimo centro de la ciudad, con perfumes de armonía en apariencia imperturbables, unos enormes cartelones que cubren un espacio en obras nos recuerdan los bombardeos de la II Guerra Mundial. ¿Por qué ese empeño en recordar? ¿De qué clase de herida estamos hablando?¿Qué te pasa, Alemania?

Día soleado a orillas del río Main en Frankfurt.
Día soleado a orillas del río Main en Frankfurt.Meinzahn

Para impedir que se asiente la pesadumbre, bajamos caminado al río Meno, cuyas orillas están atestadas de francfortianos que disfrutan de la vida, mirando a las barcazas, tomando una salchicha, bebiendo cerveza o, simplemente, paseando. Deliciosa Fráncfort, discreta, cuyo centro financiero ignoramos —olor a “dinero dios”—. El viajero sabe que en esa ciudad fueron preceptores Hölderlin y su amigo Hegel, y que en ella vivió casi media vida Schopenhauer, y que también residió y enseñó T. W. Adorno. Gran cultura alemana, alivio, entusiasmo, felicidad. Desde Fráncfort emprendemos una excursión a la cercana Heidelberg, con sus calles que rezuman tiempo silencioso y tranquilo, y saberes académicos de vieja universidad. En una cima, su célebre castillo destila historias para novelas góticas y anhelos caballerescos.

La Rosa Blanca

 En un AVE de verdad, sin roña camuflada, llegamos a Múnich, ciudad elegante donde las haya, en la que parece que los ecos de la tragedia quieren apagarse del todo a base de confortabilidad, plazas deliciosas, fiestas populares, cerveza perfumada, cánticos bávaros. Ah, por fin, adiós, historia; adiós, memoria obsesiva y machacona. Pero mira por dónde, cuando menos te lo esperas, aparece en pleno centro ese Museo Judío, de arquitectura refinada, que vuelve a contar una demoledora sucesión de desgracias. Igualmente, en la universidad una placa recuerda a aquellos valientes estudiantes, comandados por Sophie Scholl y su hermano Hans, que bajo el nombre de la Rosa Blanca se levantaron contra el horror. Fueron delatados por un conserje y decapitados. Otra vez la incansable memoria en una ciudad tan deliciosa y acogedora, donde empezó el ascenso de Hitler, donde vivió Thomas Mann hasta que tuvo que irse, dejando su casa para solaz de las huestes nazis, desde donde llegaron a planificar sus crímenes.

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Déjanos descansar, memoria, no nos mortifiques más; sé clemente, impón el olvido de una vez por todas. Déjanos respirar y caminar por el paseo peatonal que arranca de Marienplatz, gran delicia; déjanos recorrer esas plazas encantadoras, con sus terrazas casi madrileñas; déjanos recordar a Paul Klee —que también vivió aquí—, y, no lejos de Múnich, déjanos ir a conocer los castillos de Luis II de Baviera —Linderhohf y Neuschwanstein—, el rey loco, glorioso y desafortunado, que quiso vivir en el pasado porque no soportaba su presente. Los palacios son el increíble testimonio de su locura ilustrada, de su genialidad insumisa, de su infinita y artística rareza.

Pasando por Oberammergau, pueblo célebre por sus anuales recreaciones de la pasión de Jesús, regresamos a Múnich, a respirar fiestas populares, merendolas que para sí hubiera querido Renoir, cervezas que recuerdan ambrosía, puro presente que quiere ser solo eso, algo parecido a la felicidad. Ah, y no me olvido de los alrededores, en los que se levanta la ciudad olímpica y el Allianz Arena, de reciente y feliz memoria… para un inveterado madridista como yo.

» Ángel Rupérez es escritor. Recientemente ha publicado la novela Sensación de vértigo (Narrativa Izana) y el libro de poemas Sorprendido por la alegría (Bartleby).

Guía

Información

» Oficina de turismo de Alemania (www.germany.travel).

» Visit Berlín (www.visitberlin.de/es).

» Turismo de Múnich (www.muenchen.de/int/en).

» Turismo de Fráncfort (www.frankfurt-tourismus.de).

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