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Un paraíso llamado Mafia

Nadando junto al tiburón ballena, un coloso vegetariano, en la isla tanzana

Una de las playas de la isla tanzana de Mafia.
Una de las playas de la isla tanzana de Mafia.Pavan Ando

La pequeña avioneta, no mucho mayor que una de esas reproducciones con las que juegan algunos adultos, debía cruzar un mar azul y verde que, según nos habían dicho, estaba lleno de tiburones y de fauna marítima. Nuestro destino era uno de los pocos parques naturales del mundo en los que se puede nadar con tiburones ballena: la isla de Mafia.

Mafia, ¿quién podría imaginar que una palabra tan llena de connotaciones violentas podía esconder en realidad un paraíso, uno de los pocos lugares casi vírgenes que quedan sobre la tierra?

Frente a la isla de Zanzíbar, en la ruta del tráfico de las especias, se encuentra un pequeño archipiélago de mucho menor tamaño y sin el bullicio de su vecina. Su historia, en cambio, sí que es comparable a la de su hermana mayor. En la isla de Mafia recalaban los barcos que llevaban esclavos. Se dice que en el siglo VIII llegaron a la playa 80 canoas llenas de caníbales de Madagascar que se comieron a casi toda la población.

Hoy día, la isla vive casi enteramente del turismo. Convertida en parque nacional desde 1995, todo en ella es fiel a una divisa nacional: pole, despacio.

Un puesto de venta de artesanía en Chole.
Un puesto de venta de artesanía en Chole.Pavan Aldo

Mafia es en realidad un archipiélago verde rodeado de las aguas azules del Índico. Está situado a 20 kilómetros de Tanzania y está constituido por una isla de mayor tamaño (394 kilómetros) y otras de mucha menor extensión.

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La avioneta aterrizó en lo que los locales consideran un aeropuerto, pero cuya pista de aterrizaje parecería, a los ojos de cualquier occidental, un camino de cabras. Un jeep del hotel vino a recogernos a la salida, y después de media hora cruzando cocoteros llegamos a la entrada del parque nacional.

Tras pagar las tasas en una especie de chiringuito lleno de fotos de tiburones ballena nos adentramos en la vegetación del parque. Ya nos estaban esperando en el hotel. Se llamaba Pole-Pole, un lugar en el que la divisa nacional valía por dos. Nada allí estaba descuidado o viejo. Nada allí era precipitado u ordinario.

Rodeados de una vegetación de lianas y cocoteros cuyos troncos estaban horadados por huecos por los que trepar, los cocos eran la bebida natural. Todo estaba vigilado además por hieráticos masai. Nuestra habitación era un pequeño bungaló de madera con una terraza sobre el mar. Los caminos del hotel eran de arena de playa para que uno nunca tuviera que ponerse zapatos. Y la comida era propia de un delicatessen: marisco y pescado obtenidos directamente por los pescadores del lugar.

Al atardecer, un atardecer lleno de los colores africanos, el cielo se llenó de lo que creíamos que eran cientos de pájaros gigantes. Nos dimos cuenta de nuestro error cuando los vimos por encima de nuestra cabeza dando círculos. Eran en realidad murciélagos, que a esa hora se descuelgan de los árboles donde pernoctan para ir a buscar comida. Nos tranquilizó bastante averiguar que su fuente principal de alimento es la fruta.

En las atarazanas

 Al día siguiente decidimos visitar la isla de Chole. Como es un lugar musulmán, tuve que ponerme manga larga y pantalones hasta el tobillo. Visitando las rústicas atarazanas en las que a mano tallaban sus barcos, el calor apretaba. Pero todas mis cuitas se me pasaron cuando un grupo de niños salió a nuestro paso. No había nada que les gustara más que les hiciéramos fotos. Nos sorprendió encontrar entre ellos un niño albino, un niño con el pelo tan rizado como el de sus amigos y con los mismos rasgos, salvo por el hecho de parecer el negativo de la fotografía de sus hermanos.

Javier Belloso

Pero, sin duda, la experiencia más espectacular, el fin último de nuestro viaje, era la de nadar junto a los tiburones ballena. Juré que no me iba a tirar al agua ni por todo el oro del mundo y que los esperaba en la barca. Sabía perfectamente que el tiburón ballena, a pesar de su nombre, solo come plancton. Pero donde hay tiburones ballena puede haber también tiburones a secas. Todos mis reparos y miedos se evaporaron cuando apareció la primera aleta. El chico que conducía la barca y que la había detenido en mitad del océano nos la señaló con el dedo mientras nos apremiaba para que saltáramos. Los tiburones ballena salen a la superficie solo unos minutos antes de volver a hundirse en las profundidades. Llevada por mi poco carácter, salté con mis aletas y mi tubo, centrada solo en nadar junto al bicho, que tenía el tamaño de un autobús. Quizá aquella cosa no comía carne humana, pero si no lo hacía era porque no quería, porque en su boca hubiéramos cabido yo y mis aletas.

No sé cuántos kilómetros nadé ese día. Tampoco sé la velocidad a la que lo hice. Pero moverse a la velocidad de aquel animal prehistórico era como volar. Una olvidaba sus aprensiones —el miedo a quedarse sin oxígeno, a alejarse demasiado de la barca, a que apareciera de pronto un escualo— y solo pensaba en ir hasta donde el tiburón ballena me llevara.

Al día siguiente, todo mi cuerpo tenía agujetas. Decidí disfrutar de la playa sin pensar en la naturaleza que me rodeaba. Y ver, por esa vez, el mar desde fuera. Olvidar todo, incluso que estaba en el paraíso.

Hay lugares únicos y hay experiencias únicas. En Mafia se unen las dos cosas.

Paula Cifuentes es autora de Tiempo de bastardos: Beatriz de Portugal, una mujer contra su destino.

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