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fuera de ruta

Una atracción engañosa

Visita a Potosí y su mítico cerro, símbolo de la riqueza minera de la plata y de los agravios coloniales

La ciudad boliviana de Potosí, dominada por el Cerro Rico.
La ciudad boliviana de Potosí, dominada por el Cerro Rico. Rafael Campillo

Dicen que en Potosí el diablo se disfraza de viento, ese que corre helado por la calle de la Pulmonía y del que no puedes protegerte así te metas en la calle de la Puerta Falsa y busques refugio en alguno de los patios virreinales por los que pasó, entre timbas y cuchilladas, la Monja Alférez, al tiempo de la guerra entre vicuñas y vascongados, cuando más furiosa fue la explotación de aquel cerro del que salía plata como agua.

Mapa de la localidad boliviana de Potosí.
Mapa de la localidad boliviana de Potosí.JAVIER BELLOSO

Viento, un sol abrasador y el Cerro Rico, rojo, blanco, pardo, violeta, siempre presente. En Potosí, la que fue una de las mayores ciudades del mundo, vayas por donde vayas acabas tropezando con esa silueta cónica, descarnada y herida, cubierta de las marcas de los socavones, los derrumbes y los caminos de extracción del mineral por donde ves, diminutas, las siluetas de las palliris, las mujeres que arañan la plata de los escombros. Más de cuatro siglos y medio de explotación feroz. Fue un símbolo mundial de riqueza y hoy es un escenario de historias y leyendas de horror. “Vale un Potosí”, se sigue diciendo, pero detrás de esa frase están todas las codicias, los abusos, las tragedias, las supersticiones, los agravios imperdonables, las riquezas que chorrean sangre, que tienen a ese cerro por escenario, en tiempos de la colonia y ahora mismo, cuando bajar a las profundidades de los socavones donde el calor y la falta de oxígeno ahogan es una “atracción turística” o una hazaña deportiva, de la que se regresa cubierto de tierra y con el olor agrio de la dinamita y de la copajira en las narices.

Cúpulas de la iglesia de San Francisco, en Potosí (Bolivia).
Cúpulas de la iglesia de San Francisco, en Potosí (Bolivia).Gonzalo Azumendi

Unos traguitos

El cerro está horadado a conciencia, como un termitero. Hubo explotación feroz de sus entrañas en el pasado y la sigue habiendo en el presente, convertida en algunos socavones en atracción turística con disfraces de “minerito” en los comercios de la calle Hernández: hoja de coca (la de mejor calidad se vende en el Mercado Uyuni), dinamita, alcohol Guariba de 90 grados “apto para el consumo” y visita ritual al Tío, señor de las profundidades, pareja de la China Supay, al que los mineros ofrecen todos los días una challa pidiendo su protección y favor, antes de ponerse a trabajar, mientras se arman el primer bolo de hoja de coca (pijtu), echan unos traguitos y fuman un cigarrillo tumbaburros. Los sábados de mayo son los de la wilancha, el sacrificio ritual de llamas que esperan apelotonadas y decoradas con cintas en el mercado callejero. Las degüellan a la entrada de los socavones, y el rociado de sangre por las bocaminas, previo a la asadura de las entrañas y a los dinamitazos, es una fiesta de carcajadas y música de acordeones y quenas, huaiños y yaravíes, buenos para tristear, que es lo propio de las desolaciones rojizas.

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A la vista de sus iglesias, de las fachadas y portaladas de las casas palaciegas, viajeros entusiastas como Eugenio Noel o Ernesto Giménez Caballero dijeron que Potosí era la ciudad más española de la América hispánica. Se olvidaron de cómo fue explotado el cerro, de los mitayos indígenas y de su cuasi esclavitud. No hay cuidado, no hay quien no te lo recuerde.

Guía

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En Potosí, de la mano de Manuel Mujica Laínez y sus diablos voladores, Belcebú, príncipe de la gula, baja a ponerse las botas en compañía del general Melgarejo, un fantasma hecho de pólvora y locura, asistiendo a un festín digno del recetario de doña Josepha de Escurrechea, condesa de Otavi, entre cuyas líneas quedan jirones de los lujos, fastos, salas de baile y de juego, frontones de pelota vasca (todavía hoy) y escuelas de esgrima, teatros, títeres, amotinados y amotinadorcillos, rescatadores y azogueros que no siempre escaparon de la ciudad imperial con su botín a lomo de llama.

Otros tiempos, mejor perderse en los bulliciosos mercados: el Antofagasta; el Vicuña, en cuya trasera atienden las k’awayos, las mujeres herboristas de saberes ancestrales; o el Uyuni, el indígena, donde las burras se ordeñan en plena calle y los cueros de los carneros dan prueba de lo fresca que es la carne que se vende. Mercados que no defraudan, olor de especias, olor de asaduras, anticuchos de corazón de res y menudencias, ajíes, salteñas, chambergos (rosquillas), kalapurka (sopa de carne a la piedra rusiente) y pucheros que a 4.000 metros pueden tumbarte.

En Potosí tal vez no encuentres a las k’awayos que pueden curarte hasta de los males que no tienes, pero como preguntes por un tapado te puede dar la del alba. Los tapados: los tesoros ocultos y sus guardianes, prelados enjoyados en las profundidades de la tierra, como el que encontró la madre del pintor potosino Cecilio Guzmán de Rojas, casas encantadas, carruajes fantasmas, caballerías nocturnas que no hieren el adoquinado, como las que utilizaba Juan de Lizarazu para sacar de la ciudad su mineral de contrabando.

Mercado de Potosí (Bolivia).
Mercado de Potosí (Bolivia).Rafael Campillo

Adoración de los magos en la iglesia de San Lorenzo y máscara grotesca y festiva en la entrada de esa Casa de la Moneda donde se conserva la maquinaria de la acuñación de la moneda virreinal; riquezas y patios llenos de colorido del convento de Santa Teresa, restaurado por una monja arquitecta sevillana, y reziris ciegos (rezadores por encargo y eficaces intermediarios con el más allá) de los pasadizos del enrevesado mercado artesano donde los peces tropicales se venden a la puerta de la sauna junto a la vendedora de jugos y remedios “con sabor a selva”; charlatanes (pajpakos) del más allá y fabulosas pinturas coloniales de la iglesia de Jerusalén; fachadas republicanas de “maestros fachadistas” que esconden insondables patios donde el pasado virreinal duerme en galerías y columnatas, escudos nobiliarios y monstruos de piedra; perros bravos del Callejón de las Siete Vueltas, donde pasan hechos títeres de sombra los cuchilleros y las mujeres de honor abollado, y golpes rituales de soroche que te hacen caminar como si no pisaras el suelo. Estás lejos y estás muy alto, y al fondo de la calle, sin escapatoria posible, el cerro, de día y de noche, a la luz de la luna o de las bombillas que lo convierten en una engañosa atracción de feria.

Miguel Sánchez-Ostiz es autor de la novela Zarabanda y del libro de poemas Deriva de la frontera.

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