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Blogs / Cultura
Del tirador a la ciudad
Coordinado por Anatxu Zabalbeascoa
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Más mercado y menos supermercado

Las lonjas urbanas no solo determinan nuestra alimentación, también dibujan el urbanismo de las ciudades, la forma de circular por las calles y, por lo tanto, las relaciones sociales

Anatxu Zabalbeascoa
Mercado de La Boquería de Barcelona.
Mercado de La Boquería de Barcelona.

Creo que los bares de los mercados son importantes. Tanto como las pescaderías. Pero pienso que cometemos un error transformando los mercados urbanos de productos frescos en food courts. No tengo nada contra los puestos de comida cosmopolita, pero todo contra la desaparición de los mercados. Voy a tratar de explicar por qué.

Hace unos días, un amigo que estudia medicina y quiere ser psiquiatra contaba, fascinado, la correlación entre estómago y cerebro. “Lo llaman el segundo cerebro”, decía asegurando que casi todas las patologías psíquicas tienen un eco en la nutrición. O al revés.

Mercado de Las Verónicas de Murcia.
Mercado de Las Verónicas de Murcia.

Si uno tiene cierta edad, ha vivido ya muchas modas, manías, descubrimientos o manipulaciones que llevan a consumir y a dejar de consumir ciertos alimentos. No hablo solo de la comida que entra por los ojos, de la fascinación ante lo exótico o de la incoherencia de querer comer cerezas en navidad y naranjas en agosto, me refiero a los progresivos descubrimientos que, como consumidores, vamos haciendo: desde el ubicuo aceite de palma presente en tantas galletas y en casi toda la bollería industrial a los efectos de la sacarina y el azúcar, los de los conservantes o la leche de vaca convertida en anatema —y todo sin apenas rozar el alcohol y el café que para muchos forman parte de la dieta diaria—.

La abundancia de productos frescos en los mercados determina un tipo de ciudad. De la misma manera que la adquisición generalizada del coche y el auge de los hipermercados van de la mano del urbanismo que sembró la periferia de adosados, la crisis del pequeño comercio de barrio y la compra en el supermercado también guardan una estrecha relación. Hoy sabemos que comer menos productos frescos y caminar menos no nos ha hecho más modernos. También que hacer la compra una vez a la semana exige convivir con más conservantes o tener mayores congeladores.

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Aunque esa idea de comodidad tampoco nos ha hecho ni más organizados ni más sanos, en muchas ocasiones nos ha llevado a comprar una caja de helados cuando sólo queríamos uno. Y además ha terminado con el paseo hasta la heladería para contrarrestar, en parte, la ingesta de los helados. ¿Nostalgia? Puede ser. Pero de la misma manera que mi amigo estudiante de medicina relaciona estómago y cerebro, uno puede pararse a pensar en la relación entre mercado y barrio. En el mercado, donde salvo las salazones todo es, o era, producto fresco, los tenderos suelen ser dueños de sus puestos. Y saben que tratar bien a un cliente fideliza. No lo han aprendido en un curso de formación. Lo han respirado. Por eso nunca lo olvidan. Uno llega a los mercados con tiempo para aparcar un momento el carrito y charlar un rato con un amigo. Los tenderos han asistido a los cambios de tu vida de la misma manera que tú has visto pasar los suyos.

Las calles que rodean a los mercados suelen ser estrechas, vivas y limpias —porque los mercados se hacen y deshacen a diario— y por ellas no pueden pasar los coches ni sus humos ni sus prisas. Allí se dan cita los mercadillos temporales, los que a todos nos gustan cuando visitamos otras ciudades. La peatonalización de los centros urbanos favorece la recuperación de los mercados como focos de vida urbana y como negocio libre de conservantes. También como espectáculo: las visitas de los turistas convierten la cotidianidad de vendedores y clientes en espectáculo —¿cuántos se llevarían de una visita al supermercado un recuerdo memorable?— y, sin embargo, aplaudiendo ese espectáculo lo empujan a desaparecer.

Los mercados tradicionales, amenazados en tantas ciudades, pueden también morir de éxito si confunden su función. En Barcelona, el ayuntamiento ha puesto a trabajar guardias de tráfico en el interior de La Boquería. Las fotografías y los selfies de los turistas no permitían que los clientes llegaran hasta los puestos de pescado y verdura. La solución pasa, una vez más, por la convivencia. Los vendedores de zumos se podrían quedar en la periferia o los fruteros desordenar sus pirámides de fruta para rebajar el interés de los turistas. No es fácil dar con una solución cuando el turismo convierte a los ciudadanos en atrezzo urbano. El mercado, como el supermercado, revela nuestras prioridades. Expone la naturaleza de nuestra convivencia y nuestra manera de habitar la ciudad. Por eso, al final, también termina por dibujar el urbanismo, la cotidianidad y la vida en las calles del lugar donde habitamos.

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