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LA MEMORIA DEL SABOR
Columna
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La fundación de Leo Espinosa

Nació para reivindicar las tradiciones culinarias de Colombia, pero hoy respalda procesos de crecimiento rural dentro del marco de la seguridad y la soberanía alimentaria

Leonor Espinosa y su hija Laura Hernández, en el comedor de Misia, en Bogotá.
Leonor Espinosa y su hija Laura Hernández, en el comedor de Misia, en Bogotá.

“Cuando empecé a investigar en nuestra cocina no era capaz de quedarme sentada leyendo; preferí hacerlo viajando. Y así recorrí la costa del Pacífico y acabé enamorada de la cultura afro, de esa tierra y esa gente”. Por lo que me cuenta Leonor Espinosa, la cocinera elevada por los ranking culinarios al lugar más destacado del escalafón colombiano, este fue el punto de partida de lo que el tiempo ha convertido en una especie de cara b de su trayecto culinario, concretada desde agosto de 2008 en Fundleo, la fundación que lleva su nombre. Me gusta hablar con Leonor Espinosa. Imposible que nadie que viva la cocina con algún sentimiento cercano a la pasión pueda escapar a la seducción de su discurso, ilusionante y siempre comprometido. Hay emociones, referencias estimulantes y sabores, pero sobre todo rebosa sentido común y compromiso. Me parece imposible que la consistencia de su relato no acabe contagiando a la jet set culinaria colombiana, tan enfrascada hoy en la distancia hacia lo propio. Llegará el día; seguro.

Encuentro a Leo en el comedor de Misia, su segundo negocio en Bogotá y uno de los poquísimos espacios, si no el único, que escenifica la ceremonia de la cocina colombiana en la llamada Zona G; la mayor acumulación de comedores de lujo y cocinas sin alma que he visto nunca. Misia representa la reivindicación de lo propio en medio de una explosión de restaurantes que miran invariablemente hacia fuera. Es motivo suficiente para dedicarle atención, pero hoy el tema no es Misia o Leo cocina y cava, el negocio que le dio reconocimiento, sino la fundación que construyó para concretar y ordenar el trabajo que hacía desde una década antes con las que ella y su hija Laura Hernández, actual directora ejecutiva, llaman “cocineras portadoras de tradiciones”.

No hay manera de escapar a la cocina. La mesa se llena de conversación y preparaciones. Un jugo de borojó, esa fruta a la que algunos adjudican efectos casi milagrosos, empanadas de maíz, “hacemos la masa, la cocinamos, la molemos…”, mote con queso, costillas en su jugo y unos cuantos platos más que acaban llevando el desayuno al mismo terreno en el que se maneja la fundación: la recuperación y puesta en valor del patrimonio culinario de Colombia para convertirlo después en un arma de desarrollo.

Nacieron para reivindicar las tradiciones culinarias de Colombia, pero hoy concretan su actividad dando respaldo a procesos de crecimiento rural dentro del marco de la seguridad y la soberanía alimentaria. Generan canales de comercialización con pequeños productores, trabajan con Oxfam en temas de mujeres y desarrollo territorial, dedican esfuerzos a la innovación en cocina para diversificar el uso de la biodiversidad, o a proyectos relacionados con la nutrición, el emprendimiento o el turismo diferencial, concretados casi en comunidades étnicas. Laura me los detalla uno a uno. “Hacemos”, concluye, “un énfasis especial en el trabajo con mujeres y el trabajo tanto en la zona del Pacífico como en las comunidades afro del Caribe que, como sucede con la Amazonía son las zonas más ricas y al mismo tiempo las más vulnerables”.

Empezaron en Cupica, una comunidad del Chocó reubicada tras ser arrasada por el río en los años noventa, que arrastra problemas de identidad, nueva territorialidad y soberanía alimentaria y a partir de ahí los proyectos se suceden y a veces se acumulan. Me hablan de la recuperación del cultivo de los cultivos tradicionales de arroz de la comunidad Naya y la promoción de su uso alimentario, del trabajo con niños y adultos de la comunidad Guapi en el cuidado y aprovechamiento del manglar, del recetario de Barula, una de las zonas más deprimidas del país, de la cartilla de agricultura urbana para grupos de mujeres de Bogotá… El próximo es un centro integral de gastronomía en el Golfo de Tribugá, muy cerca de la frontera con Panamá capaz de crear un marco alternativo al narcotráfico que rige la vida de la zona. Será un restaurante basado en la pesca responsable y huertos sostenibles que crecerá en lo que está cerca de ser declarado reserva de la biosfera y ocupará de una forma u otra a los 200 miembros de la comunidad. En dos años podremos verlo.

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