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Tomate que sabe a tomate

Volver la vista hacia la naturaleza es una opción vital cada vez más extendida Consumir productos cultivados con respeto, sin aditivos, se consolida como alternativa

Karelia Vázquez
Vicens Giménez

Para algunos, comer natural es un asunto teórico: intentan leerse todas las etiquetas al menos por encima –conocen las siglas de algún aditivo con mala fama–, compran de vez en cuando verdura ecológica en el mercado y en otras ocasiones eligen pan o pasta integral. Les gustaría hacer más, mucho más por su dieta, pero no tienen tiempo.

Para otros, en cambio, la vuelta a la naturaleza es una opción de vida. Una decisión que les ha traído cambios más o menos drásticos, que airean orgullosos a la primera oportunidad. Es gente que cree poco en las etiquetas, nada en la publicidad y cada vez menos en su frutero o panadero del barrio. Ellos quieren tener el control. Y eso significa en algunos casos convertirse en agricultor a tiempo completo; en otros, solo por un día a la semana. Se organizan en “redes de confianza” en las que unos cultivan verduras, otros se encargan de la leche, otros crían las gallinas… Es el único modo que tienen de garantizar que en su dieta no entran fertilizantes químicos ni hormonas, y que lo que llega a su mesa viene directo de la tierra, se ha producido en condiciones éticas, con absoluto respeto por los animales y se ha cultivado cerca de sus cocinas para cumplir así el mandamiento del kilómetro cero.

Vicens Giménez

Rocío Vicente, licenciada en Biología, empezó recogiendo una cesta de verduras ecológicas y ahora gestiona un huerto de dos hectáreas plantadas y una de barbecho en Perales de Tajuña, a 25 kilómetros de Madrid. Allí se producen 100 cestas de verduras de temporada por semana. Todos los martes, hacia las ocho de la tarde, los miembros de esta especie de cooperativa van a buscar sus verduras al campo, y los domingos, los que quieran pueden ir a trabajar a la huerta. “De cada cesta pueden comer tres personas. Digamos que para una pareja y un niño sería perfecta”, explica. “Se reparte todo lo que se cosecha y no se puede elegir”. Es decir, que no se puede pedir más de la verdura que a uno le gusta, ni escoger las más grandes y hermosas. “A veces tocarán cosas pequeñas; otras, amargas, pero lo normal es que todo esté buenísimo”, afirma.

Una de las consecuencias de lidiar con la naturaleza es que no es perfecta. Sospeche de los tomates alineados en perfecta armonía en un supermercado, todos del mismo tamaño y color. “La diferencia con eso es abismal”, asegura Rocío, “el sabor de la zanahoria y la lechuga es bestial”. Rocío da la cara por sus verduras, pero tampoco se fía de cualquier carne. Tienen una especie de red de “productos amigos”: a unos les compran la carne; a otros, los yogures y los chorizos, y a otros, el aceite. “Vamos a verlos de vez en cuando, estamos seguros de que producen de modo ecológico, ¡hemos visto lo que comen sus gallinas!”. Para esta bióloga, ver la producción real es una garantía mayor que la que puede ofrecer una etiqueta.

Hay alternativas menos extremas para aquellos interesados en la ecología de su menú, pero que no pueden desplazarse un par de días a la semana al campo, y es llevar la huerta a la azotea o a su terraza. Y a eso se dedica precisamente GrowinPallet, una empresa fundada por Rubén García y Daniel Roig que vende huertos urbanos que se pueden acomodar en las zonas infrautilizadas de las azoteas de los edificios de las ciudades. “Cada vez hay más personas interesadas en saber de dónde vienen los productos que consumen. Ya no solo aspiran a mantener una dieta sana y equilibrada, sino que ahora quieren asegurarse de que sus hortalizas hayan sido cultivadas sin pesticidas ni fertilizantes químicos”, explica Rubén. Entre los clientes de GrowinPallet hay restaurantes, escuelas y guarderías, pero también particulares que quieren tener su huerto ecológico a tiro de piedra. Los interesados compran mesas de cultivo para sembrar sus hortalizas. “En la azotea de un edificio no habrá suficiente espacio para el consumo de verduras de todos los vecinos, sobre todo si son vegetarianos, pero se podría cubrir entre un 10% y un 20% del consumo anual”, dice Rubén. Para los legos en la materia, la empresa ofrece un agricultor urbano que una vez por semana se ocupará del huerto y, de paso, enseñará algo a los nuevos hortelanos. Rubén aclara que ir al supermercado sale desde luego más barato. En cambio, asegura: “¡Estos tomates tienen sabor!”.

Lo interesante es ser cada vez más independiente y tocar la tierra. Sienta muy bien

Según cuenta Rocío Vicente, hay mucha gente deseando pasar de la teoría a la práctica en su vuelta a la naturaleza. “Sobran las personas interesadas, pero no tienen tiempo para implicarse, y hay trabajo que hacer. Algunos optan por venir una vez a la semana a recoger la cesta y punto, a otros se las llevamos a casa, pero lo interesante es ser cada vez más independiente y tocar la tierra: desentumece el cuerpo y sienta muy bien”, asegura.

Para Adelina del Álamo, vegetariana desde hace más de una década y fundadora de la Asociación Maná Cultura, la vuelta a la naturaleza es un paso obligado que acaba ocurriendo en algún momento de la vida. Su decisión de ser vegetariana se sustenta en el respeto por los animales. “No tolero la crueldad a la que se les somete”. Cuando alguien le sugiere que el vegetarianismo podría no ser del todo sano, saca una ristra de vegetarianos brillantes y casi longevos: “Pitágoras, Mahatma Gandhi, León Tolstói, Albert Einstein…”. Adelina pertenece a un grupo de consumo en el barrio de La Prosperidad (Madrid) para “comprar frutas, verduras y productos de despensa que vengan directamente del productor”, sin intermediarios y sin gastarse una fortuna. “En lugar de ir de compras individualmente, combinamos nuestros pedidos para conseguir mejores precios, principalmente en frutas y verduras ecológicas”.

Aser García Rada, un médico pediatra, que hace varios años dejó de comer pollo cuando un amigo que había trabajado en una granja intensiva le contó lo que pasaba allí, reconoce que una vez que se da un primer paso, se entra en una dinámica de respeto a lo natural: “Yo no soy vegetariano, pero estoy seguro de que algún día lo seré”.

Vicens Giménez

En Estados Unidos, del mismo modo que antes surgían urbanizaciones alrededor de un campo de golf, ahora crecen vecindarios agrupados en torno a un trozo de tierra ecológica cultivable o cultivada llamados agrihoods. El sueño de sus habitantes es tener todas las ventajas de los campesinos con la mitad de sus responsabilidades. Es decir, tener verdura de temporada y de proximidad; aprender a cultivar la tierra, tocarla y estar cerca de sus cultivos; respirar aire puro, pero no tener, por ejemplo, que madrugar cada día. Para solucionarlo, contratan entre todos a agricultores profesionales que se encargan de mantener abastecido el mercado del agrihood. Según el diario The New York Times, esta tendencia se hizo fuerte como consecuencia del colapso inmobiliario y la crisis de las hipotecas subprime de finales de los años 2000 y ha acabado extendiéndose a muchos barrios de las grandes ciudades. “La demanda no para de crecer animada por los movimientos slow food y la aspiración de los estadounidenses de ser señoritos de campo. En estos tiempos, todo el mundo quiere ser Thomas Jefferson”, razona el diario neoyorquino. Un hombre que idealizaba al pequeño agricultor y despreciaba a los urbanitas y financieros. Gente poco natural.

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Sobre la firma

Karelia Vázquez
Escribe desde 2002 en El País Semanal, el suplemento Ideas y la secciones de Tecnología y Salud. Ganadora de una beca internacional J.S. Knigt de la Universidad de Stanford para investigar los nexos entre tecnología y filosofía y los cambios sociales que genera internet. Autora del ensayo 'Aquí sí hay brotes verdes: Españoles en Palo Alto'.

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