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ÓPERA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Rocco y sus hermanos

Luis Gago
Michael König y Adrianne Pieczonka, en 'Fidelio'.
Michael König y Adrianne Pieczonka, en 'Fidelio'.JAVIER DEL REAL (EFE)

En muchos sentidos, Fidelio es una suerte de antiópera, lo cual no es sino el corolario lógico de otra afirmación semejante: Beethoven es el anticompositor de ópera por antonomasia. Aunque el género había nacido en un ambiente de libertad y experimentación, con el tiempo fue convirtiéndose cada vez más en una camisa de fuerza que dejaba a sus autores presos de un sinfín de convenciones, algo con lo que Beethoven -tendente siempre a quebrarlas, no a respetarlas- nunca se avino bien. Su música es, de hecho, un ataque constante a la línea de flotación del estilo clásico. Quizá por todo ello Fidelio es una ópera que nos ha llegado con dos títulos, tres versiones y cuatro oberturas diferentes, un batiburrillo que obliga de entrada a tomar partido, aunque el reto más importante no es decantarse por una sola de las múltiples opciones, sino conferir consistencia dramática a una obra en la que su extraordinaria música no puede compensar los desequilibrios de su andamiaje argumental. A Beethoven, más que sus personajes, le interesa lo que representan. Por eso Fidelio empieza con la levedad doméstica de Las bodas de Fígaro y acaba con la fraternidad universal de la Novena Sinfonía o el humanismo trascendente de la Missa Solemnis.

Fidelio

Música de Ludwig van Beethoven. Con Adrianne Pieczonka, Michael König, Franz-Josef Selig y Anett Frisch, entre otros. Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real. Dirección musical: Hartmut Haenchen. Dirección escénica: Pier'Alli. Teatro Real, hasta el 17 de junio.

Al contrario que Schubert o Bellini, por citar a dos de sus coetáneos, Beethoven no fue un gran melodista. Eso lo alejaba también de la ópera, y del lied, y al examinar en la partitura la escritura vocal de sus arias, dúos, tríos o cuartetos uno cree estar viendo más bien música destinada al piano, o a un cuarteto de cuerda: también aquí las voces ejercen de símbolos de un pensamiento esencialmente abstracto e instrumental. Por eso es incómodo cantar Fidelio, aunque en su regreso a Madrid ha contado con un espléndido reparto. Adrianne Pieczonka tiene la voz y el talante ideales para el papel, con bajos firmes y agudos rotundos; Michael König, el "personaje ausente" del primer acto, cantó su aria con cierta rudeza, pero en conjunto compone un Florestan creíble; Franz-Josef Selig, el formidable rey Marke del año pasado, dio vida a un espléndido Rocco, el personaje de mayor recorrido psicológico, especialmente cuando su voz empezó a calentarse; y Anett Frisch, la inolvidable Fiordiligi del Così fan tutte de Michael Haneke, cantó su Marzelline aún mejor que entonces y confirmó su ángel escénico, a pesar de que ahora, al contrario que con la milimétrica dirección del austríaco, vaga por el escenario, como los demás, sin que pueda atisbarse trabajo teatral alguno.

Y es que este Fidelio tiene dos notorias vías de agua: la primera, una puesta en escena de Pier'Alli muy impactante en lo visual, pero intrascendente y simplista, cuando no ridícula (la coreografía soldadesca durante la marcha del primer acto) en lo dramatúrgico. La escenografía tiene algo de lóbrega e imponente cárcel piranesiana y se halla reforzada por vídeos que remiten a la estética de Minecraft, el popular juego de ordenador. Pero hay detalles incomprensibles, como la perturbadora desaparición de parte del atrezo en pleno trío del primer acto, o la virtual lluvia de piedras final -demasiado infantil- para simbolizar la destrucción de la prisión y el fin de la tiranía.

El segundo boquete, y más importante, es la dirección musical de Hartmut Haenchen, uno de los comodines predilectos, como Michael König, de Gerard Mortier, quien lo apadrinó confiándole óperas de gran enjundia (Boris Godunov o Lohengrin) en las que no pasó de ser un concertador plano y gris. Aquí ha vuelto a ofrecer una dirección sin brío, sin tensiones, sin contrastes, sin poesía (¡el maravilloso cuarteto del primer acto!), sacando un pobre partido de una orquesta que es capaz de producir un sonido beethoveniano mucho más compacto. Suya es también, al parecer, la estrafalaria decisión de embutir los dos últimos movimientos de la Quinta Sinfonía de Beethoven (sic) entre las dos escenas del segundo acto. Por si no habían quedado ya suficientemente patentes sus carencias, aquí se pusieron de manifiesto de manera palmaria. Fue Mahler quien consagró en 1904 la costumbre -que contaba con precedentes- de introducir en ese punto la obertura Leonore núm. 3, casi un resumen sinfónico de la ópera. Pero el motivo entonces (poder cambiar los pesados decorados de Alfred Roller antes del final) no puede justificar la intrusión -empeorada- más de un siglo después. Cuando la música se pone al servicio de la escena, y no viceversa, hay algo sustancial que está fallando.

Aun así, por el empaque vocal del reparto y por sus constantes ráfagas de portentosa música, ver este Fidelio, asistir a la progresiva transformación de Rocco y sus prisioneros en Rocco y sus hermanos, será para muchos una experiencia enriquecedora, como lo es siempre el contacto con el Beethoven humanista y, aquí más que nunca, libertario.

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Sobre la firma

Luis Gago
Luis Gago (Madrid, 1961) es crítico de música clásica de EL PAÍS. Con formación jurídica y musical, se decantó profesionalmente por la segunda. Además de tocarla, escribe, traduce y habla sobre música, intentando entenderla y ayudar a entenderla. Sus cuatro bes son Bach, Beethoven, Brahms y Britten, pero le gusta recorrer y agotar todo el alfabeto.

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