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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Genealogía de la radicalidad

Europa necesita políticas radicales, en el sentido de que vayan a la raíz de las transformaciones en curso. España ha sido una sorpresa: en vez de descomponerse por la extrema derecha, el sistema se rehace por la izquierda

Josep Ramoneda

El diario The Guardian, en un reportaje sobre la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, constata que “en el mundo Occidental se ha convertido en un tópico hablar de la nueva política en respuesta a la apatía de los electores, la crisis económica, la corrupción y el declive de los partidos políticos, pero en el caso de España ha sido cierto”. Y se formula una pregunta de alcance europeo: “¿Podrán poner en práctica su agenda radical?”

Los nuevos se incorporaron a los procesos electorales hace dos años. Y se hicieron con cuotas importantes de poder municipal en tiempo récord. Esta rapidez da la medida de la debilidad de los dos partidos tradicionalmente hegemónicos, de la diversidad política del mapa español y de la disposición de la ciudadanía a sacar de su ensimismamiento a PP y PSOE, que se consideraban propietarios a perpetuidad de los poderes del Estado.

En 2003, Cataluña abandonó el bipartidismo. PP y PSOE no entendieron el aviso. Aferrados a la parte alta de la pirámide de edad, se han mantenido en el poder, lo que a la larga ha beneficiado al PP, más cómodo en el universo conservador y en el discurso del miedo, que al PSOE, que ha visto como se marchitaba su más preciada bandera: la del progresismo y la alternativa. Con su rotunda apuesta por los derechos civiles, el presidente Zapatero agotó las últimas cartas, antes de que el partido, que ya había asumido el escenario económico y social de la derecha, entrara en depresión crónica.

El delirio nihilista de los años anteriores a 2008, estalló en forma de crisis. Desde entonces, todo fue muy rápido: de la indignación (2011) a la pequeña revolución municipal, que puso a las principales capitales en manos de los llamados radicales, apenas pasaron cuatro años. Empezó así un proceso acelerado de adaptación a la realidad institucional, que unos han hecho con mayor eficacia y rapidez que otros. Mientras, los dos grandes partidos, bloqueados por la rigidez y el carácter jerárquico de sus estructuras y por la trama de intereses adquiridos, seguían siendo incapaces de repensarse. Al PP, con la emergencia de la corrupción, se le ha desmontado parte del sistema clientelar que le sostenía. Y el PSOE no consigue encontrarse a sí mismo, una vez roto el matrimonio bipartidista.

La práctica del poder no es impune. No todos los nuevos han sabido mantener la empatía y la conexión con la ciudadanía, que sigue teniendo, por ejemplo, Ada Colau que, a su vez, es quizás la que ha adquirido más rápidamente el empaque institucional. La experiencia de Syriza también pesa sobre los nuevos. Y se nota en la prudencia de Podemos a la hora de hablar de economía.

La derecha insiste en presentar a los podemitas como la gran amenaza, porque sabe que la polarización y el miedo son sus únicas bazas. Y, sin embargo, hay que ser muy sectario para no congratularse de la flexibilidad de un sistema que ha sabido meter a los antisistema dentro del marco institucional. Hay quien ve a Podemos, a medio plazo, como la nueva centralidad ideológica y social del país. No olvidemos que su fuerza está en el electorado menor de cincuenta años.

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Corresponde a los nuevos incorporar al espacio institucional en el que han entrado una mayor comprensión de los cambios de fondo que vive la sociedad para traducirlos políticamente. Sería triste que este proceso acabara con una simple sustitución de los viejos actores del bipartidismo, conservando el modelo intacto. La ducha de realismo de la experiencia del poder no debería ser incompatible con la innovación. Y, sin embargo, ahora mismo hay más titubeos que novedades. Ni siquiera algo como la renta básica, que un país nada revolucionario como Suiza se apresta a votar, está en la agenda de los debates.

Europa necesita políticas radicales, en el sentido de que vayan a los raíces de las transformaciones en curso. España ha sido una sorpresa: en vez de descomponerse por la extrema derecha, el sistema se rehace por la izquierda. Y se ha puesto en el escaparate europeo. Ahora falta que los nuevos actores estén a la altura. Y sepan trabar proyectos y complicidades, aquí y fuera de aquí. La nueva radicalidad será europeo o no será.

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