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Reportaje:RUTAS URBANAS

Por los jardines y laberintos de Fez

Desde la ciudad santa de Marruecos hasta Meknès y Volúbilis

Hay ciudades comestibles y ciudades que te digieren. Unas se dejan consumir en porciones. Otras, como Fez, son animales vivos que se tragan entero al visitante. Cuando uno sale de la Ciudad Nueva, construida por los franceses a principios del XX para preservar la medina (y también, de paso, para mantener a los fasíes a buen recaudo entre sus murallas), deja atrás una ciudad masticable y a la europea para ser deglutido por Fès-el-Bali (la Vieja Fez).

Las puertas de las murallas, de Bab Guissa a Bab Ftuh, son como bocas siempre con hambre. Y al cruzarlas, uno se convierte en un pedacito de alimento que baja por una enorme garganta, como una célula más circulando -no del todo por voluntad propia- por el laberinto de venillas y arterias de una ballena de metabolismo particularmente acelerado. Deja de ver el cielo abierto, porque las calles se cubren de cañamazos que filtran la luz y apelmazan los olores. Suben y bajan burros y carretillas, estudiantes y mendigos, turistas, padres de familia, abuelas veladas y adolescentes pizpiretas.

Desde el siglo IX, la mezquita de Qarawiyin es la más importante de Fez, y quizá también la primera universidad del mundo y una de las bibliotecas más importantes del islam
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Y está el ruido constante de las alhóndigas, donde sierran, funden, martillean o echan chispas; de vendedores que anuncian la mercancía a grito pelado, aguadores con campanillas de bronce, móviles de politonos inauditos, muecines que canturrean con mayor o menor inspiración desde sus minaretes, radio-hits del pop magrebí, ofertas de chavales avispadísimos que te adivinan en la cara no sólo el país, sino la ciudad y el barrio donde te criaste, y gritan: "¡Real Madrid!" o "¡Visca el Barça!", o hasta "¡Rafa Nadal!", al paso del visitante aturdido.

Porque el mapa endiablado de Fez derrota incluso al españolito bregado en los laberintos de Toledo, Córdoba o Sevilla. Se dice que es imposible orientarse en la medina sin contratar un guía, y será verdad. Pero es que Fez se encuentra al perderse; y merece la pena tirar el plano y sumergirse en sus tripas sabiendo que antes o después se emergerá del otro lado: siempre habrá un petit-taxi para devolvernos al punto de partida. No se habrán tachado todos los monumentos de rigor, pero se habrá entendido algo de la caligrafía de la ciudad.

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El esófago de Fez es la Talaa Kebira, lo más parecido a una calle mayor que tiene la medina. Bajo sus toldos deja a los lados la soberbia medersa Buinaniya (las medersas fueron a esta ciudad lo que los colleges a Oxford), el misterioso reloj de agua que esconde la casa del judío Maimónides y los cien estómagos de sus alcaicerías y zocos: de carne, verduras, frutas, de especias; de pescados y despojos: ahí siguen, con su tristeza metafísica, las cabezas de camello como reclamos peludos sobre las casquerías.

En lo más profundo queda el cerebro: desde el siglo IX, la mezquita aljama Qarawiyin es la más importante de Fez, y quizá también la primera Universidad del mundo. Tiene una de las bibliotecas más importantes del islam, y contó con decenas de cátedras. Cada alim o maestro se rodeaba de sus talib o alumnos en torno a su pilar de la sala de oración, para impartir jurisprudencia, lengua, gramática, matemáticas, medicina o astronomía. Los no musulmanes no podemos visitarla, por ahora; lástima, porque su patio de abluciones es el más bonito de Marruecos.

Al lado está el corazón de la ciudad, que late y bombea multitudes día y noche: el mausoleo de Mulay Idrís II, rey y patrón. Es el lugar más santo de Marruecos, y las callejas en su torno trazan el horm o recinto sagrado. Vigas atravesadas a la altura de los hombros impiden el paso de los cuadrúpedos y obligan a inclinarse a los bípedos. Desde las mamparas de cedro labrado se ven a medias -y a lo mejor por eso impresionan el doble- las salas decoradas hasta el vértigo y el patio de mármoles traídos de Volúbilis y otras ruinas romanas.

Sobre el río, los intestinos malolientes de las tenerías que curten y tiñen los cordobanes que llevan cinco siglos dando fama a Fez. Y por suerte y para compensar, un poco por todas partes, los mil pulmones de una ciudad que esconde detrás de puertas anónimas riyads y jardines fabulosos, albercas y fuentes: los jardines públicos de Boujeloud los disfrutan a la hora del paseo los fasíes de toda la vida; los del mítico hotel Palais Jamaï sobrevuelan la medina y hay que verlos al anochecer (justo antes de cenar en su restaurante, uno de los mejores de Marruecos, aunque reviente el presupuesto). Y desde el mirador del patio de naranjos del palacio Dar Belghazi se vuelve a ver, por fin, el cielo protector sobre los cientos de minaretes y tejadillos verdes de la medina.

El sueño de Mulay Ismail

Porque si Fez es un animal de mil cabezas, Meknès nace del sueño de un solo rey: Mulay Ismail. Contemporáneo de Luis XIV (a quien pidió la mano de su hermana, la princesa de Conti), quiso levantar en Meknès su propio Versalles. Quedan todavía en pie Bab-al-Mansur y otras puertas del recinto de jardines y palacios de adobe. Efectivamente, en su época debieron ser versallescos a su manera, si juzgamos por las ruinas. Y todavía hoy la ciudad conserva plazas y avenidas a la europea, los bonitos jardines andaluces del Dar Yamai y la medersa Bou Inania en el centro de su medina. No envidia nada a las de Fez: por la tarde, desde su azotea, se ve el mar de tejas verdes brillantes de la mezquita y se oye a un muecín particularmente inspirado y triste.

También son algo tristes, a esa hora, las ruinas de Volúbilis: se quedan a oscuras los mosaicos de Hércules y Orfeo amansando las fieras, pero suelen haberse marchado la mayor parte de los turistas y se puede pasear casi a solas por el foro y las termas. Volúbilis fue una de las ciudades romanas más importantes de Marruecos y sirvió después de cantera para muchas obras por todo Marruecos. Quedan en pie, sin embargo, las columnas del capitolio, y se ven tras ellas las montañas del Zerhun, llenas de olivos, y la ciudad santa de Mulay Idrís, encaramada sobre dos colinas idénticas.

Javier Montes es coautor de La ceremonia del porno, premio Anagrama de Ensayo 2007

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