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Reportaje:ESCAPADAS

Praga, pasado agridulce

Los demócratas ordenaron la voladura del monumento a Stalin. Historias de una ciudad mucho tiempo aplastada

Una noche de febrero de 1948, los jerarcas Gottwald y Clementis salieron a un balcón de la plaza Vieja de Praga para anunciar a la multitud que Checoslovaquia se había convertido al comunismo. Hacía mucho frío y Clementis cedió su sombrero a Gottwald. A los pocos meses, Clementis cayó en desgracia y Gottwald ordenó eliminar la imagen de su camarada de todos los documentos gráficos en que aparecieran juntos, incluida la foto del balcón. De Clementis solo quedó su sombrero en la cabeza de Gottwald.

El hecho lo cuenta el escritor Milan Kundera en su obra El libro de la risa y el olvido (Seix Barral). Cuando el viajero aterriza en Praga, lo primero que ve es un edificio de ladrillo rojo y paredes ocres que produce pavor. En esta prisión, Clementis y otros 13 altos dirigentes fueron torturados hasta confesar lo que deseaban de ellos sus verdugos soviéticos. Durante dos años supieron que estaban en la prisión de Ruzyn solo por el ruido de los aviones. Finalmente, Vladimir Clementis y otros 10 acusados fueron colgados en 1952. De la soga se libró por los pelos Artur London. Su esposa, Lise, hija de aragoneses, no cesó hasta conseguir su libertad cuatro años después.

La cola del pan

Los comunistas checos quisieron glorificar a Stalin con el mayor monumento erigido en su honor. Eligieron la cima del parque Letna, sobre el barrio de Mala Strana, a ojos de toda la ciudad. Stalin guiaba a un grupo de obreros, campesinos y soldados hacia el paraíso proletario. Los praguenses no tardaron en bautizar la estatua como la cola del pan. En los años noventa, el monumento fue volado por orden de las nuevas autoridades democráticas. Durante unos meses, a Stalin lo sustituyó una imagen de Michael Jackson, hasta que fue reemplazada por un enorme metrónomo en recuerdo de una frase de Mozart: "Esta ciudad tiene ritmo". El metrónomo sigue en pie, y colina abajo siete estatuas de bronce, con deliberadas minusvalías en cerebros, ojos y brazos, recuerdan a las víctimas del comunismo.

Plaza Wenceslao

En 1968, tanques rusos finiquitaron el periodo de libertades conocido como la Primavera de Praga entrando a las malas en la plaza Wenceslao. Esta plaza muy poco circular, repleta de fachadas modernistas, es el lugar donde los praguenses se rebelan, ganan o pierden y lloran a sus muertos. El 16 de enero de 1969, el estudiante Jan Palach se inmoló a lo bonzo a los pies del caballo para protestar por la invasión soviética. Al mes siguiente, otro estudiante, Jan Zazic, hizo lo propio. Hoy son recordados con una placa y una cruz de bronce frente al Museo Nacional. Unos metros más abajo se abre el café Europa, un prodigio de elementos déco y liberty, donde Kafka leyó por primera vez su obra La condena.

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Los delegados comunistas aplaudían a la búlgara a sus dirigentes en los congresos y después se relajaban en los bajos del hotel Explanade (Wasingtonova, 19) sin preguntar el precio. El hotel, un lujurioso ejemplo de art nouveau, conserva todavía el glamour de aquellos años de acero.

El régimen no admitía fácilmente que el nuevo hombre quisiera evadirse de la realidad. Le permitía beber, pero a escondidas. Las vinarnas cumplían este papel. Establecimientos camuflados en callejas y sótanos con un mobiliario mínimo donde echar un trago. Sobreviven algunas, pero ya con otra decoración y, sobre todo, con otro espíritu. U Sudu (Vodickova, 10) es una red de cuevas, con mesas discretas, un piano libre, buena cerveza y horarios flexibles.

Avenida Nacional

La prisión de Pankrác (Praga, 4) figura en el triste recuerdo de los checos porque allí funcionó la guillotina durante la ocupación nazi. Tres habitaciones visitables atestiguan todavía el paso de la cuchilla. Uno de los ejecutados en 1939 fue el estudiante Jan Opietal. Cincuenta años después, sus compañeros de universidad quisieron recordarlo con una manifestación hasta la plaza Wenceslao. Eran ya los tiempos de la perestroika de Gorbachov, y a la altura de la avenida Nacional (Narodni Trida) la marcha derivó en una exigencia colectiva de libertades. La policía cargó, pero aquel 17 de noviembre de 1989 comenzó la llamada Revolución de Terciopelo que en 42 días sustituyó el comunismo por un régimen democrático en Checoslovaquia sin disparar un tiro. De aquellas noches multitudinarias de velas y flores quedan dos vestigios: un relieve de manos abiertas en el lugar de la carga policial y una estatua de seis metros de altura confeccionada con 85.000 llaves en la plaza de Franz Kafka, junto al Ayuntamiento viejo.

De la noche a la mañana, el escritor Václav Havel pasó de disidente a presidente. Su café preferido era el Slavia, frente al Teatro Nacional. En el Slavia, Havel y su grupo de intelectuales conspiraron pacíficamente con unas estupendas vistas hacia el castillo, el Moldava, el puente de Carlos y los dulces tejados del barrio de Mala Strana. Las fotos de estos artistas cuelgan de las paredes, al lado de un espectacular reloj de entreguerras. El tiempo ha colocado aquel régimen comunista que duró cuarenta años en su sitio: un pasaje oculto al lado de un Burger King. Ahí se encuentra el Museo del Comunismo (Na Prickope, 10). Cuando acaba la visita, sales convencido de que en su esencia, signos e iconos aparte, una dictadura se parece a otra como el reflejo de un castillo en su río.

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