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Reportaje:VAMOS A ... RÍO DE JANEIRO

Nos vemos en la palmera más alta de la playa

Las caipiriñas en la arena siguen triunfando, aunque ya no se llevan los tangas de hilo. La gente guapa de Río se da cita en el 'posto' 9 de Ipanema

Desde hace una semana, Río de Janeiro entero celebra ya los Juegos Olímpicos con un subidón colectivo que prueba el don de los cariocas para implicarse hasta el tuétano en los cambios de humor de su ciudad.

Porque también, a veces, ha pasado lo contrario: en 1960 a Río le cambió la cara cuando la capital del país se transfirió a Brasilia. Acababan los felices cincuenta de la bossa nova y la prosperidad cosmopolita de una burguesía que, con Kubitschek, se soñó viviendo en una ciudad europea de playas tropicales, eternamente bronceada, al son de la música de Tom Jobim.

La industria y las empresas emigraban a São Paulo y los estados ricos del sur; los ministerios y embajadas se mudaron a los edificios recién construidos en el centro árido del país por Niemeyer, arquitecto favorito e hijo pródigo. Empezaron los años de plomo de la dictadura militar, se exiliaron músicos y artistas. Y llegó también el éxodo rural y el crecimiento descontrolado de las favelas sobre los morros verdes: un cilicio -cinturón es poco decir- de miseria y de violencia todavía muy presente, que amenazó con asfixiar los barrios ricos e irresponsables del sur, degradó el centro y las zonas de clase media a su alrededor y desfiguró las orillas paradisiacas de la bahía de Guanabara.

Los cariocas, eternos niños mimados del Brasil, tardaron en digerir tantos reveses. Durante los setenta y los ochenta, la Cidade Maravilhosa estuvo a punto de dejar de serlo: afligida por el tráfico demencial (de coches, de drogas, de armas), la contaminación, la corrupción política, la dejación de funciones de una clase alta asustada y apática que se recluyó en los shoppings frigorizados de los condominios de Barra de Tijuca y los nuevos barrios al sur de Ipanema (por llamar de alguna forma a las hileras de parcelas herméticas y calles privadas).

Pero por algo todo Brasil, aunque sea a regañadientes, se mira en el espejo de esta ciudad-mundo. Río de Janeiro encarna allá como ninguna otra la energía para reinventarse, hacer virtud de la necesidad y encontrar la forma más creativa y más elegante de salir de un apuro: esas cualidades resumen el jeitinho carioca y son lo más admirable del carácter brasileño.

Ya antes del tirón de Lula, la vuelta a la democracia, el Plan Real y la sensatez económica de Fernando Henrique Cardoso en los noventa devolvieron a Brasil cierto optimismo. Y a los cariocas el orgullo algo vapuleado por una ciudad que a pesar de todo sigue maravillando. Río también participa -si es que no abandera- en la fe en el futuro de un Brasil que se afianza como gran potencia. Los problemas diarios y la desigualdad sangrante siguen siendo muy graves. Pero, al menos, poco a poco se reconocen y se afrontan con planes ambiciosos como el Favela-Barrio: no hace tanto que las favelas ni siquiera figuraban en los mapas oficiales de la ciudad, y ahora algunas, como Rocinha o Dona Marta, abren supermercados y bancos, se lavan la cara y venden casas con vistas espectaculares a los primeros extranjeros avispados. El transporte público se va volviendo racional, el metro se amplía lentamente, y hay planes para restaurar la zona del puerto y proteger un patrimonio histórico que hace poco se pasaba por la piqueta sin miramientos.

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Río siempre estuvo ahí, desde luego, pero los Juegos Olímpicos serán la ocasión para que el mundo la redescubra como una de las ciudades más fascinantes, complejas (y completas) de un mapamundi recalibrado. Hace un mes, una encuesta profética de Forbes le concedía el título de ciudad más feliz del planeta. Y es verdad que cuando quiere puede hacer muy feliz al forastero, aunque de muchas más formas de las que ese forastero imagina. Su historia bicentenaria como gran metrópoli económica y cultural de América da para más que la eterna postal de playas, caipiriñas y tangas de hilo dental (ya no se llevan, por cierto).

Ciclovías para pedalear

Para darse cuenta basta con llegar y echarse a la calle. En contra de lo que algunos piensan, y a diferencia de São Paulo, la escala de Río es muy humana. Su zona sur, la más visitada, es perfectamente paseable y bicicleteable por las ciclovías que recorren el frente marítimo y se ramifican hacia el interior.

Y se quiera o no en esta ciudad es difícil no empezar (o acabar) en la arena. De Flamengo a Praia Vermelha, de Leme a Copacabana, Ipanema y Leblón, sus playas urbanas insuperables arman el espinazo geográfico y social de los cariocas. En la playa se nada, se pasea, se corre y se juega a todas horas a todas las variantes imaginables de deportes con balón: el altinho o peloteo entre varios a la orilla del agua, el frescobol con palas a un ritmo asesino, el hipnótico futevolei, variante del voleibol sin manos, sólo para virtuosos del pie y el cabezazo. Se fuman las clases (y más cosas) los adolescentes, se dan un chapuzón a mediodía los oficinistas, se lucen los cachas y ejercitan los jubilados en los gimnasios al aire libre, ligan o lo intentan turistas y locales.

La playa es el café, la discoteca, el parque, el campo de fútbol, el despacho, el cuarto de estar y hasta la alcoba de los cariocas. Y no hace falta mucho tiempo para detectar los matices y códigos de su uso colectivo, que da para varias tesis de antropología: los surferos se concentran bajo la piedra del Arpoador, y los nonagenarios de buen ver prefieren el paseo tranquilo, con o sin perro, por Leme; los turistas más vagos se apelotonan a la puerta de sus respectivos hoteles en Copacabana, y las parejas acarameladas y las familias de toda la vida buscan un hueco discreto en la playa de Leblón.

La juventud dorada de los playeros y playeras que echan raíces en la arena, guapos y despreocupados, nunca se aleja mucho del posto 9 de Ipanema (los puestos de salvavidas pautan las playas y sirven para orientarse y quedar). El punto clave es el famoso Coqueirão, la palmera más alta de la playa y referencia cool de Río desde hace veinte años, cuando la frecuentaban Cazuza, Bebel Gilberto y la movida ochentera que relevó al tropicalismo. Haciendo historia, hay que decir que aquí llegó a su apogeo el mítico verano da lata de 1988, cuando un barco contrabandista naufragó cerca de Río y durante todo enero llegaron a sus playas oleadas de latas cerradas, con marihuana en lugar de atún: fue el último coletazo de la movida carioca, recordado aún con saudade por la vieja guardia de una Ipanema que dejó atrás hace mucho sus orígenes bohemios.

En la playa caben todos, y es fácil entrar con buen pie: basta con bajar descalzo y con lo puesto. El carioca ha depurado el difícil arte de prescindir de bártulos playeros, y en verano impresiona ver las calles de Ipanema y hasta las colas de bancos y tiendas llenas de bañistas haciendo sus recados: basta imaginar la escena en el Eixample o Chamberí.

El bikini es preceptivo para las mujeres. Los hombres necesitarán una sunga sencilla (la variante nacional del traje de baño: nada delatará más al recién llegado que un Meyba o peor, un speedo a la europea). El calzado, unisex: havaianas sin pretensiones, a diez reales. Y nada de llevar esos toallones de felpa tan de gringo: como mucho, una canga de algodón que quepa en un puño, para extender en la arena.

O mejor, nada de nada: todo está previsto y perfeccionado por la cultura playera en Río. Al pisar la arena, los encargados de la barraca -el chiringuito desmontable- más cercana saludan y ofrecen sillas plegables, guaranás y cocos a discreción y a cuenta. Después los vendedores ambulantes solucionan el día: cada cual tiene patentada su forma de vocear el mate, helados, fruta y hasta brochetas de gambas para matar el hambre.

Costará arrancarse de las playas, pero algún día de niebla y lluvia lo pondrá en bandeja: son mucho más frecuentes, para qué engañarse, de lo que dicen los folletos.

A unas manzanas de la arena aparece una ciudad distinta, laboriosa y seria, con librerías excelentes y una digna cartelera de teatro y cine en todos sus barrios históricos, de los residenciales Botafogo y Flamengo al Centro bullicioso y la apabullante Cinelandia, con cines palaciegos como el Odeón (que recuerda a los de la Gran Vía madrileña) o el centenario Teatro Municipal, calcado sin reparar en gastos de la Ópera de París.

Porque Río creció mirando a Francia, pero tiene perfil neoyorquino a los lados de la avenida Río Branco, donde se encuentra algo de la mejor arquitectura del siglo XX (en la que Brasil se ha ganado un capítulo por derecho propio). El Ministerio de Educación fue el primer edificio del mundo en aplicar los principios de la arquitectura moderna a gran escala. Lo diseñó Niemeyer sobre bocetos de Le Corbusier y es también un manifiesto del arte moderno brasileño, con azulejos de Portinari y jardín colgante de Burle Marx.

No es la única joya en la zona, y merece la pena visitar el Museo de Arte Moderno levantado en los cincuenta por Affonso Reidy, los imaginativos bloques de pisos de Lucio Costa en el secreto parque Guinle, y el Aterro do Flamengo: parque, playa y vía de circunvalación conviven en uno de los éxitos del urbanismo carioca, con su paisajismo a base de plantas tropicales rescatadas de la condición de yerbajos por Burle Marx, que recorrió el país en sus expediciones botánicas.

La ruta de la buena arquitectura se extiende por toda la ciudad y es una excusa para tomarle el pulso: en São Cristovao, no lejos del Maracaná, está el enorme conjunto residencial de Pedregulho, que Reidy proyectó para vecinos de rentas bajas. Hoy está muy degradado, espera la restauración y recuerda el fracaso brasileño de algunas de las utopías del movimiento moderno. En las antípodas geográficas -y sociales- está la elegante arquitectura residencial de los cincuenta en el exclusivo Alto Leblón o en la mansión Moreira Salles en Gávea, reconvertida en excelente centro cultural y rodeada de jardines.

Niemeyer, en la Lagoa

Y el mejor Niemeyer reaparece en el hospital y la guardería que construyó a orillas de la Lagoa: quizá el lugar más hermoso de Río, a la sombra del Corcovado y las selvas de la Floresta de Tijuca. O en su Casa das Canoas, en medio de la jungla y sobre el mar, en São Conrado: puede visitarse y conserva un aire de intimidad doméstica que da casi pudor, con los libros del arquitecto con sus páginas marcadas en las estanterías. Quien tenga tiempo (y coche) puede avanzar por el sur hasta el Sitio Burle Marx en Guaratiba: los jardines y viveros y la casa del paisajista ocupan una antigua fazenda colonial y son deslumbrantes.

Quien no esté motorizado o no quiera alejarse mucho de la playa puede subir a algún piso alto de la avenida Atlántica de Copacabana. La terraza del histórico Copacabana Palace no es mal sitio para entender, a vista de pájaro, los diseños en blanco y negro de sus aceras, a base de adoquines portugueses (los dibujó el ubicuo Burle Marx en los setenta). O fisgar desde la arena el estudio de Niemeyer, en el ático del edificio Ypiranga, construido en el mejor art déco durante la época dorada del barrio.

En Ipanema hay otras fachadas con solera. Hasta los ochenta, los edificios del frente playero eran todos bajos y discretos, revestidos de mármol y ventanales corridos. Uno particularmente elegante lo firmó Niemeyer en los sesenta y fue casa de Caetano Veloso durante muchos años (es fácil reconocerlo: a pie de playa se distingue la palmera gigante que crece tras los ventanales de un dúplex muy envidiable). La punta del Arpoador conserva los mejor situados: sólo una acera arbolada los separa de la playa.

¿Quedará tiempo todavía para subir al teleférico del Pao de Açúcar, con vistas tan impresionantes como las del Cristo? ¿Para pasear por las orillas arboladas del soñoliento barrio de Urca o entre las villas coloniales de Santa Teresa? ¿Para buscar la sombra del misterioso parque Lage o darse una ducha en alguna de las cascadas del bosque de Tijuca, a cinco minutos del centro? Seguramente, no. Pero eso es quizá lo mejor de Río: siempre se guarda algo en la manga, y por mucho que uno vaya no deja de sentirse un poco primerizo en ella. Hasta 2016 hay tiempo para cogerle el punto.

» Javier Montes es autor de Los penúltimos (Pre-Textos).

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