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Reportaje:ES EL MOMENTO DE... | PROPUESTAS

Flores y golosinas

En el valle de Aridane les llaman gacias; en San Andrés y Sauces, gacios. "Son cosas de La Palma", responden, con una sonrisa, cuando algún ortodoxo peninsular trata de averiguar el porqué de esta dualidad. Por fortuna, en esta hermosa isla canaria siguen existiendo muchas cosas que no tienen -ni ganas- explicación racional. Gacios o gacias, las flores de este arbusto leguminosae, de un amarillo reventón, salpican el paisaje palmero, espectacular después de un invierno lluvioso.

Armados con estos gacios, niños y niñas forman, en la mañana del domingo de Resurrección, un pasillo a la puerta de la iglesia -espléndido artesonado, imaginería barroca-, esperando inquietos a que asome el sacerdote. Previamente se ha celebrado la misa de Pascua y, una vez terminada, han sacado a la calle (empedrado, casco antiguo, caserones canarios, el Atlántico de fondo), en direcciones opuestas, a la Dolorosa y el Resucitado. Los pasos de san Juan y una de las santas mujeres hacen previamente tres venias, y el discípulo predilecto sale corriendo, a hombros de sus devotos, en una ceremonia festiva y oscilante, al encuentro de María. Tiene mucha prisa por comunicarle la buena nueva: Jesús ha resucitado. La procesión, convertida en expresiva representación didáctica y popular, culmina con el encuentro entra la Madre y el Hijo.

Armados con las amarillas flores de los gacios, los niños de San Andrés y Sauces, en la isla de La Palma, protagonizarán el 16 de abril una fiesta con carreras, 'gaciazos' y caramelos y bombones.

Retornan, pues, las imágenes al templo, y ahí es donde entran los gacios en acción. El sacerdote asoma la cabeza y, después, emprende una carrera no tan veloz como la reacción de los pequeños que, flanqueándole, dejan caer sobre su espalda los gaciazos. El alborozo continúa cuando el cura se asoma a la ventana de la casa parroquial, desde donde lanza monedas, estampas, caramelos y bombones, recogidos entre carreras, risas, gritos y alguna que otra pelea.

A comienzos de los noventa, el sacerdote de San Andrés y Sauces recibió, por parte de unos no tan niños, una cuerada: se pasaron con las varas, y le dejaron la espalda marcada, con lo cual al año siguiente no hubo gacios. El párroco que le sustituyó recuperó la tradición, eso sí, cuidando todos mucho de que los gacios utilizados fueran flores y pequeñas ramas, sin vara.

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