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Reportaje:FUERA DE RUTA

Espejismos de Damasco

La eterna vitalidad de la capital siria, entre el zoco y la mezquita de los Omeyas. Y de ahí, a las fabulosas ruinas de Palmira

Marta Sanz

Siria es una república laica. La población, en su mayoría sunita, también se compone de chiitas, drusos, cristianos: la pluralidad enriquece las costumbres y la fisonomía de las ciudades. Ése es el primer conocimiento que debe adquirirse antes de solicitar el visado y volar hacia uno de los escenarios de Las mil y una noches. Los relatos de Sherezade se nutren de la cultura cotidiana, que después incorporará las narraciones de la literatura a la vida; en Damasco se escuchan extrañas conversaciones: un hombre relata cómo la pasada noche vio volando sobre los tejados al presidente Assad, que en un momento aterriza sobre la azotea de Alí y se pone a tender ropa... Damasco es un espacio mítico y a la vez material, el espejo y él a través del espejo: la ciudad y su espejismo se asientan en las mismas coordenadas y nos hablan de los difusos límites entre la historia y las ficciones.

Hitos heredados de tradiciones superpuestas recorren uno de los asentamientos urbanos más antiguos del mundo: el camino de Damasco donde san Pablo encontró a Jesucristo, y la puerta (Bab Kisan) por la que se dice que el mismo santo, iracundo, escapó de la ciudad suspendido en un cesto; en un punto de la montaña se localiza el lugar exacto -cualquier exageración es poca- donde Caín mató a Abel y, al ver cómo un pájaro enterraba un despojo, le dio sepultura, inaugurando el rito del enterramiento; aquí está la tumba de Saladino y la de san Juan Bautista, en el centro de la sala de oración de la mezquita de los Omeyas, asentada a su vez sobre el templo de Júpiter; aquí descansan los restos de la nieta de Mahoma, Say'yeda Roqayya, en una mezquita chiita a la que acuden en peregrinación fieles procedentes sobre todo de Irán para llorarla a lágrima viva mientras escuchan el relato de la decapitación de una niña de cuatro años...

Visitar esta mezquita, adornada con espejuelos, casi tan kitsch como un casino de Las Vegas, es tan estremecedor como una procesión de Semana Santa; me pongo el hábito negro con el que las mujeres se cubren y entre ellas me confundo: lloran, comparten el pan ácimo y arrojan sobre el techo de la tumba muñecos y dulces. ¿Ciudad tumba? Al revés: la ciudad es bulliciosa, no cierra, los restaurantes no tienen horario -los damascenos comen y beben cuando sienten hambre o sed-, y Damasco, de noche, bajo su tenue iluminación, es un espectáculo bellísimo: la montaña sobre la que se apoya y se extiende es como un muro de estrellas empotradas.

Damasco está aproximadamente a noventa kilómetros de Líbano. En su parte moderna, las avenidas se parecen a las de cualquier ciudad del Mediterráneo occidental; las edificaciones se caracterizan por sus filos redondeados. La ciudad se salpica de palmeras y de hibiscos, manchas verdes que suavizan la inminencia del desierto. Limpieza y amplitud. Pero lo más hermoso es la ciudad vieja, declarada patrimonio mundial en 1979. Siguiendo el hilo de una calle protegida del sol por frescos emparrados, una calle con cafés donde las mujeres y los hombres comparten las arguilas y los vasitos de té verde, se llega a las inmediaciones de la mezquita de los Omeyas: en uno de sus laterales hay tiendas donde se puede comprar artesanía palestina, cacharros, productos de seda cuya autenticidad se me hace sospechosa cuando un turista pregunta con qué se fabrica y le responden que es una seda "hecha de borrego".

Patio de mármol blanco

Entre hercúleas columnas aparece la plaza que da entrada a la mezquita y al zoco cubierto de Midhat Pasha, que serpentea sobre la raya del antiguo decumano (una de las vías principales) de la ciudad romana, cuyas murallas y puertas aún ciñen el cogollo de Damasco. El interior de la mezquita es esplendoroso y, sin embargo, más austero que el del templo chiita donde descansan los restos de Roqayya; su bellísimo patio de mármol blanco e incrustaciones doradas y verdes -el verde es el color del islam y así se iluminan de noche los minaretes- es un centro social donde los damascenos comen, conversan, miran, mientras los niños juegan descalzos a la pelota... En la mezquita sunita yo también me descalzo y esta vez me visten con un hábito beis de tela ligera. Junto a la mezquita está la tumba de Saladino: la visita ha de realizarse en un respetuoso silencio. Sin embargo, en todas partes se pueden tomar fotografías.

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En el zoco, los comercios se entretejen con minúsculas mezquitas, con el caravanserai (albergue para las caravanas comerciales, generalmente con un gran pórtico que conduce a un patio rectangular), con callejas donde las antiguas mansiones de Damasco acogen en sus patios pulcros restaurantes; se sirve humus, pollo a la brasa, un tabulé que aquí es una ensalada de perejil.

Bajo una cubierta metálica que recuerda a las antiguas estaciones de ferrocarril, los vendedores no ofrecen al paseante lo más bueno, más bonito y más barato, sino que esperan a que se acerque si es que le interesa la mercancía: especias olorosas de vivísimos colores, jabones fabricados con laurel, miel o aceite de oliva, y unos modelos de lencería que harían sonrojar a la hetaira más descocada del serrallo. Donde más se regatea es en el taxi: el precio se va discutiendo a lo largo del camino. Al final, los taxistas, a través de esa hipérbole con la que aderezan sus relatos, te dicen: "¿Qué quieres?, ¿que no dé de comer a mis nueve hijos?". Pero el taxista se está riendo y, al mirarle, te percatas de que su carita imberbe le incapacita para ser el progenitor de semejante prole. Todo acaba en un apretón de manos en una ciudad donde los autobuses no funcionan bien y están proyectando una línea de metro para descongestionar el tráfico: de seguir así, Damasco será tan caótica como la capital de Egipto. Eso dicen sus periódicos.

Viaje en autobús

En autobús nos encaminamos hacia Palmira. Los autobuseros nos colocan en las primeras filas del vehículo, adornado con flores de plástico y flecos dorados. Nos ofrecen té. Me dan un pañuelo de papel cada vez que carraspeo. Nos advierten: "Look, camels". Se ríen si me sonrío ante la ingenuidad sentimental de los vídeos musicales: un chico le canta a una chica con la que contraería matrimonio si no fuera porque ella antes muere de una enfermedad cardiaca. Así entretienen los casi 250 kilómetros de desierto que distan hasta Palmira. Por el camino, sobre microscópicos oasis, distingo por los menos tres tenderetes con un rótulo que me devuelve a la memoria una canción, la de Bagdad Café.

La visita a Palmira comienza en el castillo árabe. Desde allí las puestas de sol son púrpuras y se capta una panorámica privilegiada: dentro del laberinto del desierto, a la izquierda se alza la nueva Palmira como una ciudad de película del Oeste; en el centro, el verde opaco del oasis; a la derecha, el templo de Baal y las rosáceas ruinas romanas del recoleto anfiteatro, el arco monumental, la columnata, el Senado, el tetrapilo. Desde esta perspectiva el conjunto se ve como si fuera una maqueta. Un poco más allá, diseminada por las colinas, la necrópolis: los hipogeos, los templos-tumbas y las torres funerarias de varios pisos en los que se distribuyen los loculi, nichos que permiten apilar a los muertos. La modernidad del planteamiento aterra. La torre funeraria más representativa es la de Jamblico, en la que se podían colocar en sus cuatro pisos 200 cuerpos. Entre los hipogeos destaca el de los Tres Hermanos, con sus frescos inspirados en la mitología griega.

El templo de Baal

Para desplazarse por Palmira se puede alquilar una furgoneta con chófer: el nuestro, habilísimo, detiene con un peine una humareda que sale de la caja de cambios. La asequibilidad de la maqueta contemplada desde el castillo se transforma en conciencia de la propia finitud a la entrada del templo de Baal, después reconvertido en Zeus, el Baal mesopotámico respaldado por los dioses del sol y la luna. Las piedras transmiten el temblor de los animales sacrificados: quedan los cauces de un sistema de canalización para evacuar la sangre. Nos relata la grandeza de Palmira, su valor como nudo de distintas rutas comerciales a lo largo del tiempo, la ambición de Zenobia, el saqueo mongol, el descubrimiento de la novia de desierto por arqueólogos de países europeos, nos lo relata todo un guía que, sin lápiz electrónico, utiliza el fragmento irregular de un espejo para ir señalando las exquisiteces de un templo híbrido en su estilo, síntesis de lo tribal y lo occidental: el patio cercado por una muralla, el períbolos, rematada con dentículos característicos de la arquitectura mesopotámica; el santuario donde se veneraba a la Trinidad de Palmira; columnas cuyo fuste y capitel están tallados sobre la misma piedra; relieves, con restos de coloración, de figuras antropomórficas, animales y alimentos del oasis...

Las explicaciones del guía nos embelesan. Su inglés es tan pacífico que nos produce la falsa sensación de que lo dominamos; su espejuelo, tan hipnótico que aún no sabemos si hemos regresado de este sitio en el que un beduino nos ofreció su hospitalidad al lado de un manantial, ya seco, de aguas sulfurosas. Tuvimos que rechazarla: el autobús de las flores de plástico no podía esperarnos más.

» Marta Sanz (Madrid, 1967) es autora de La lección de anatomía (RBA, 2008).

Guía

Cómo llegar

» Varias mayoristas ofrecen paquetes de ocho días (siete noches) para visitar Siria, que incluyen estancias en Damasco y Palmira.

» Catai (www.catai.es) ofrece vuelos, traslados, alojamientos, guía de habla hispana, entradas a monumentos, seguro, desayunos y seis cenas desde 1.142 por persona, más tasas y suplementos.

» Dahab Travel (www.dahabtravel.es) ofrece vuelos, traslados, alojamiento en hoteles de cinco estrellas y media pensión, guía de habla hispana, entradas y seguro desde 995 euros por persona, más tasas y suplementos.

» Kuoni (www.kuoni.es) ofrece vuelos, traslados, alojamiento, media pensión, guía de habla hispana, entradas a los monumentos, visado y seguro desde 1.029 por persona, más tasas y suplementos.

» Mundicolor (www.mundicolor.es) ofrece vuelos, traslados, alojamiento, media pensión, entradas, guía de habla hispana y seguro desde 936 euros por persona, más tasas y suplementos.

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Sobre la firma

Marta Sanz
Es escritora. Desde 1995, fecha de publicación de 'El frío', ha escrito narrativa, poesía y ensayo, y obtenido numerosos premios. Actualmente publica con la editorial Anagrama. Sus dos últimos títulos son 'pequeñas mujeres rojas' y 'Parte de mí'. Colabora con EL PAÍS, Hoy por hoy y da clase en la Escuela de escritores de Madrid.

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